El teatro como vehículo en Grotowski
Por Daniel Fermani
Jerzy Grotowski tomó el método de las acciones físicas elaborado por Constantín Stanislavsky y lo prosiguió, llevándolo en su investigación hacia distintas etapas, que fue sucesivamente superando y descartando. Entre esas etapas el maestro polaco transitó por los trabajos del “Teatro de las trece filas” de Opole, por las experiencias parateatrales, el teatro de las fuentes, el drama objetivo, hasta concentrarse en lo que le llevaría los años más silenciosos y tal vez los más fecundos de su investigación intelectual y espiritual, lo que se llamó “el yoga del actor”, un concepto que se basa en una concepción de arte como vehículo. Es necesario comprender que Grotoswki era un hombre en busca de la espiritualidad, y el teatro le había brindado la posibilidad de emprender esa búsqueda a través de lo físico, de la relación del hombre primeramente con el mundo, con el otro después y consigo mismo al final. Este trabajo, por lo tanto, excede las fronteras de una técnica teatral propiamente dicha, para sumergirse en la densa y personal experiencia casi mística de un hombre que bucea en las posibilidades íntimas del espíritu a través del camino del cuerpo. Grotowski no es un iluminado ni un genio incomprendido, sino un hombre que trata honestamente de comprenderse a sí mismo, de explicar su condición, de buscar su trascendencia y su sentido humano, y emprende esta tarea a través de la investigación en la técnica teatral. Porque el teatro permite indagar el espíritu a través del cuerpo, y sobre todo permite, a un director, observar y seguir ese proceso de indagación en los otros, en sus discípulos-actores. En este sentido y teniendo en cuenta la inclinación profunda de Grotowski por la cultura de la India y su mística, debemos recordar las técnicas de los yoguis indios, que a través de la concentración y la meditación llevan su cuerpo a estados especiales, en los cuales logran prescindir de las necesidades físicas y liberar el espíritu, que de este modo puede desplazarse y contemplar la realidad, e incluso, según algunos, puede viajar en el tiempo, ya que está libre de las ataduras corporales. No por casualidad los maestros espirituales de Grotowski fueron los esotéricos Gourdief y Ouspensky. Es necesario, por lo tanto, considerar a Grotoswki un investigador espiritual, un creyente íntegro que trata de restañar las fisuras de su espíritu con un trabajo ininterrumpido que, sin duda, es un trabajo místico. Por eso es paradójico decirse “seguidor” de Grotowski, o hablar de un teatro grotowskiano, ya que un verdadero seguidor del maestro polaco debería ser un buscador espiritual, más que un teatrista. Desde este punto de vista, Eugenio Barba tiene muy poco que ver con Grotowski, más allá de una concepción del teatro como entrenamiento e investigación permanente en esa dirección, con el agregado, en el caso del director italiano, de la búsqueda antropológica y la inspiración en fuentes culturales indígenas, tribales, exóticas, etc. Por lo tanto, si quisiéramos verdaderamente “seguir” a Grotowski, deberíamos someternos a un plan de renuncia y a un ascetismo rayano en lo religioso (religioso en sentido neto), y considerar que lo espectacular puede ser un emergente, interesante pero no necesariamente indispensable en el proceso teatral. En efecto, el espectáculo, al que renuncia Grotowski durante treinta años –y hubiera seguido renunciando para siempre si hubiera vivido- es una etapa en la investigación, pero cuando se aparta de lo espiritual y ya no satisface las necesidades internas, cuando no contribuye a esa búsqueda íntima del yo, se vuelve superfluo y hasta nocivo para el actor-discípulo. Grotowski habla del “actor santo” y a la luz de estas consideraciones podemos comprender cuán profundamente un actor tiene que dedicar su entera existencia a la búsqueda de la verdad interior y al trabajo sobre sí mismo para acercarse a este ideal. Sin embargo, el maestro polaco no habla de la santidad del director, del conductor de este proceso teatral-técnico-místico al que se entrega un verdadero actor- discípulo. Creo que basta el ejemplo de la misma vida de Grotowski, sus treinta años de encierro e investigación, para dar una idea de las características que debería cumplir el “director santo”. A la luz de esta reflexión considero que muy poco tenemos de Grotowski todos los que hacemos teatro. Lo cual no significa de ninguna manera que el único camino sea el que propuso el maestro polaco, ni que el de todos los demás místicos, o de los demás teatristas, esté equivocado. La trayectoria y la experiencia de Grotowski tienen un sentido muy claro: en el arte, como en la vida, cada uno debe buscar su propio camino. Mientras, por supuesto, esta búsqueda se ajuste a una disciplina y persevere en una constancia que se cultivará durante toda la vida misma. Pero si la búsqueda se emprende a través del arte -especialmente a través del arte-, se trata de un camino muy arduo que poco tiene que ver con lo comercial y lo masivo. Para este camino hacen falta agallas con las cuales no se nace. Dedicar la vida al arte, en este sentido, no significa sentirse un elegido, sino elegir un camino, y dejarse ocupar en cuerpo y alma por el arte mismo. De esta elección están muy lejos las palabras “éxito”, “fama”, “marketing”, y otras por el estilo. Más bien se ajustan conceptos como “introspección”, “perseverancia”, “humildad”, y algunos más que hablan de una actitud y una decisión íntimas y aún así abiertas al mundo y a sus criaturas. Porque sobre todo debemos comprender que el misticismo de Grotowski y su severa práctica en el “yoga del actor” se diferencian de una postura religiosa o mística individualista, para mantener viva la esencia del arte, que es la comunicación entre y para las personas, la expresión humana y el trabajo constante cuya esencia es, justamente, exaltar y elevar la condición humana a lo humano, y de lo humano a la humanidad. El arte sigue siendo un vehículo, y fue Grotowski quien revalorizó este concepto al devolver al teatro su esencia de camino para la elevación del hombre.
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