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ENTRE EL CIELO y LA TIERRA.. para crear tu Propio Paraíso
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11 de Agosto, 2009 · General

LA ORACION DE LA RANA (Anthony de Mello) completo

La oración de la rana

 

Anthony de Mello.

 

 

Editorial Sal Terrae

Santander

1988

7 edición (1991)

Tomos 1 y 2.

 

ÍNDICE

ÍNDICE.. 2

Prólogo. 3

Advertencia. 5

Oración. 7

Sensibilidad. 17

Religión. 25

Gracia. 44

Los Santos. 49

El Yo. 59

Amor 67

Verdad. 79

Educación. 89

Autoridad. 99

Espiritualidad. 109

Naturaleza humana. 123

Relaciones. 134

Servicio. 142

Iluminación. 153

 

 

Prólogo

La primera imagen que yo conservo de Tony de Mello es de hace treinta años, y se localiza en Lonavla, en la misma casa que mucho más tarde se convertiría en el Instituto Sadhana.

Tony era entonces un estudiante jesuita, pero ya se dedicaba a enseñar a los jóvenes que acababan de concluir su noviciado. El grupo había subido a la casa de campo de San Estanislao para pasar unas breves vacaciones. Recuerdo que estaban Tony y unos cuantos “juniores”, como nosotros les llamamos, pelando patatas a la sombra de unos árboles que había junto a la cocina, y, mientras tanto, él entretenía a sus receptivos oyentes con su inagotable repertorio de chistes.

Desde entonces, muchas cosas nos han ocurrido a todos, el propio Tony pasó en todos estos años por innumerables etapas de crecimiento y de cambio, de campos de dedicación y de interés... y de servicio real. Pero nunca dejó de ser un incomparable narrador de cuentos. Pocas de sus anécdotas eran de su propia cosecha, y algunas ni siquiera eran demasiado buenas; pero en sus labios todas ellas resultaban rebosantes de sentido y de intención, o simplemente divertidas sin más. A este respecto hay que reconocer que cualquier tema que él tocara se hacía vivo e interesante y captaba la atención.

El regalo de despedida que nos ha dejado, y que indudablemente habrá de tener tanto éxito como sus anteriores libros, es “La oración de la rana”. Aunque Tony no era muy dado a hablar de su producción literaria; sí era muy meticuloso en la edición de sus obras. Lo último que hizo en la India, antes de tomar el avión para los Estados Unidos, fue pasar más de tres horas con el editor ultimando los detalles de su manuscrito.

Aquello tuvo lugar durante la tarde del 30 de mayo de 1987. Y el 2 de junio lo encontraron muerto en el suelo de la habitación que ocupaba en Nueva York, víctima de un fulminante ataque cardíaco. Entretanto, había tenido tiempo para escribir una larga carta a un íntimo amigo en la que, hablando de sus primeras experiencias, le decía: “Todo ello parece pertenecer a otra época y a otro mundo. Creo que actualmente todo mi interés se centra en otra cosa: en el "mundo del espíritu", y todo lo demás me resulta verdaderamente insignificante y sin importancia. Las cosas que tanto me importaban en el pasado ya no tienen interés para mí. Lo que ahora absorbe todo mi interés son cosas como las de Achaan Chah, el maestro budista, y estoy perdiendo el gusto por otras cosas. No sé si todo esto es una ilusión; lo que sí sé es que nunca en mi vida me había sentido tan feliz y tan libre...”.

Estas palabras dan una idea bastante aproximada de cómo era Tony -y de cómo le veían los demás- en su última etapa, antes de que nos dejara tan inesperadamente, cuando faltaban tres meses para que cumpliera cincuenta y seis años. Y ya ha comenzado a surgir en torno a él una serie de libros, una verdadera leyenda dorada, escritos por muy distintas personas de todos los rincones del mundo. No pocas de ellas han afirmado que nunca lo conocieron directamente, pero que habían quedado profundamente afectadas por sus libros. Otras han tenido el privilegio de una profunda relación con él. Y otras sólo han experimentado brevemente la magia de su palabra hablada.

No son muchos los que compartirían plenamente todo cuanto él dijo o hizo, especialmente cuando traspasaba los límites establecidos de la aventura espiritual (ni tampoco Tony esperaba que le siguieran dócilmente, sino más bien todo lo contrario. Lo que a tantos atraía de su persona y sus ideas era precisamente que Tony desafiaba a todos a cuestionar, examinar y liberarse de los modelos establecidos de pensamiento y de conducta, acabar con toda clase de estereotipos y atreverse a ser verdaderamente uno mismo; dicho de otro modo: a buscar una autenticidad cada vez mayor.

Una búsqueda constante de autenticidad: he ahí la impresión que daba Tony desde cualquier punto de vista que se le mirara. Lo cual otorgaba a su polifacética personalidad una integridad, una sensación de totalidad, que poseía un encanto y un magnetismo propios: el de reconciliar los contrarios, no a base de tensión, sino como una mezcla armoniosa. Era la persona más dispuesta del mundo a hacer amigos y a compartir, pero a la vez sentía uno que había en él una dimensión inalcanzable. Su compañía podía ser de lo más divertido, porque era capaz de ensartar, uno tras otro, los chistes más disparatados; pero nadie podía dudar de la absoluta seriedad de su intención. A lo largo de los años cambió mucho y de muchas maneras, pero había una serie de constantes de su carácter que siempre se mantuvieron incólumes.

Un elocuente ejemplo de esto último fue su compromiso como jesuita. Tony había fomentado con extraordinario entusiasmo los Ejercicios Espirituales según el propósito original de San Ignacio (en realidad fue esto lo primero que le hizo ser internacionalmente conocido y apreciado); pero, de hecho, al final de su vida se hallaba bastante lejos de lo que suele entenderse por “espiritualidad ignaciana”. Sin embargo, jamás renunció a su identidad jesuítica. Para lo cual, evidentemente, no tenía que hacerse demasiada violencia (ni tampoco, probablemente, demasiados razonamientos). Sencillamente, se sentía en profunda sintonía con la mente y el corazón de Ignacio, a quien supo conocer y comprender.

En una homilía que dirigió a los Provinciales jesuitas de la India en 1983, antes de que éstos y el propio Tony acudieran a Roma a participar en la última Congregación General de la Orden, les hizo partícipes de una idea acerca de Ignacio que, en realidad, era más una auto- revelación:.

“Hay una tradición, que se remonta a los primeros Padres de la Compañía, en el sentido de que Dios le había dado a Ignacio las gracias y los carismas que El tenía destinados para toda la Compañía en general y para cada uno de los jesuitas en particular. Si hoy tuviera yo que escoger, tanto para mí como para la Compañía, de entre los muchos carismas de Ignacio, escogería sin dudar los tres siguientes: su contemplación, su creatividad y su valor”.

Parmananda R. Divarkar, S.J. 4 de Septiembre de 1987.

 

Advertencia

Resulta bastante misterioso el hecho de que, aun cuando el corazón humano ansía la Verdad, pues sólo en ella encuentra liberación y deleite, la primera reacción de los seres humanos ante la Verdad sea una reacción de hostilidad y de recelo. Por eso los Maestros espirituales de la humanidad, como Buda y Jesús, idearon un recurso para eludir la oposición de sus oyentes: el relato. Ellos sabían que las palabras más cautivadoras que posee el lenguaje son: “Érase una vez...”; y sabían también que es frecuente oponerse a una verdad, pero que es imposible resistirse a un relato. Vyasa, el autor del “Mahabharata”, dice que, si escuchas con atención un relato, nunca volverás a ser el mismo, porque el relato se introducirá en tu corazón y, como si fuera un gusano, acabará royendo todos los obstáculos que se oponen a lo divino. Aunque leas por puro entretenimiento los relatos que figuran en este libro, no hay ninguna garantía de que alguno de ellos no acabe deshaciendo tus defensas en un momento dado y explote cuando menos lo esperes. ¡Estás avisado!

Si eres lo bastante temerario como para buscar la iluminación, te sugiero que hagas lo siguiente:.

(A) Escoge un relato y llévalo en tu mente durante el día, de modo que puedas meditar en él en los momentos de ocio. Ello te permitirá ir “trabajando” tu subconsciente, y se te revelará su sentido oculto. Te sorprenderá comprobar cómo te viene, de un modo absolutamente inesperado, justamente cuando necesitas que te ilumine un acontecimiento o una situación y te proporcione perspicacia y bienestar interior. Será entonces cuando comprenderás que, al “exponerte” a estos relatos, estás asistiendo a un Curso de iluminación para el que no necesitas más “guru” que tú mismo.

(B) Dado que cada uno de estos relatos es una revelación de la Verdad, y dado que la Verdad con “V” mayúscula significa la verdad acerca de ti, cerciórate de que, cada vez que leas un relato, estás buscando resueltamente un más profundo conocimiento de ti mismo. Se trata de que lo leas como si leyeras un libro de medicina -tratando de averiguar si padeces alguno de los síntomas que en él se describen-, no como si leyeras un libro de psicología -aplicando a todos, menos a ti mismo, las distintas rarezas y neuropatías-. Si cedes a la tentación de imaginarte a los demás, los relatos te harán daño.

 

El Mullah Nasrudin sentía un amor tan apasionado por la verdad que viajaba a los más remotos lugares en busca de expertos en el Corán, y no tenía ningún reparo en enzarzarse en discusiones acerca de las verdades de su fe con los infieles con quienes se topaba en el bazar.

Un día, su mujer le recriminó lo mal que la trataba... ¡y descubrió que su marido no tenía el menor interés en aquella clase de Verdad!

Y, sin embargo, es ésta la única clase de verdad que importa. De hecho, nuestro mundo sería muy diferente si aquellos de nosotros que somos expertos o ideólogos, ya sea en lo religioso o en lo secular, sintiéramos por el auto-conocimiento la misma pasión que manifestamos por nuestras teorías y dogmas.

 

“¡Excelente sermón!”, le dijo el feligrés al predicador mientras le estrechaba la mano. “Todo cuanto ha dicho le viene como anillo al dedo a más de uno que yo conozco...”.

¿Lo ves?

 

Recomendación.

Es aconsejable leer los relatos en el orden en que han sido dispuestos. No se lea más de uno o dos cada vez... si lo que se desea obtener es algo más que un puro entretenimiento.

 

Nota.

Los relatos que aparecen en este libro proceden de diversos países, culturas y religiones. Pertenecen, pues, a la herencia espiritual -y al humor popular- de la raza humana.

Lo único que ha hecho el autor ha sido “ensartarlos” con una finalidad específica. Su tarea se ha reducido a tejer y poner a secar. Consiguientemente, no pretende atribuirse ningún mérito en relación a la calidad del algodón y del hilo.

 

 

Oración

Una noche, mientras se hallaba en oración, el hermano Bruno se vio interrumpido por el croar de una rana. Pero, al ver que todos sus esfuerzos por ignorar aquel sonido resultaban inútiles, se asomó a la ventana y gritó: “¡Silencio! ¡Estoy rezando!”.

Y como el hermano Bruno era un santo, su orden fue obedecida de inmediato: todo ser viviente acalló su voz para crear un silencio que pudiera favorecer su oración.

Pero otro sonido vino entonces a perturbar a Bruno: una voz interior que decía: “Quizás a Dios le agrade tanto el croar de esa rana como el recitado de tus salmos...” “¿Qué puede haber en el croar de una rana que resulte agradable a los oídos de Dios?”, fue la displicente respuesta de Bruno. Pero la voz siguió hablando: “¿Por qué crees tú que inventó Dios el sonido?”.

Bruno decidió averiguar el porqué. Se asomó de nuevo a la ventana y ordenó: “¡Canta!” Y el rítmico croar de la rana volvió a llenar el aire, con el acompañamiento de todas las ranas del lugar. Y cuando Bruno prestó atención al sonido, éste dejó de crisparle, porque descubrió que, si dejaba de resistirse a él, el croar de las ranas servía, de hecho, para enriquecer el silencio de la noche.

Y una vez descubierto esto, el corazón de Bruno se sintió en armonía con el universo, y por primera vez en su vida comprendió lo que significa orar.

 

***

Un cuento “hasídico”.

Los judíos de una pequeña ciudad rusa esperaban ansiosos la llegada de un rabino. Se trataba de un acontecimiento poco frecuente, y por eso habían dedicado mucho tiempo a preparar las preguntas que iban a hacerle.

Cuando, al fin, llegó y se reunieron con él en el ayuntamiento, el rabino pudo palpar la tensión reinante mientras todos se disponían a escuchar las respuestas que él iba a darles.

Al principio no dijo nada, sino que se limitó a mirarles fijamente a los ojos, a la vez que tarareaba insistentemente una melodía. Pronto empezó todo el mundo a tararear. Entonces el rabino se puso a cantar y todos le imitaron. Luego comenzó a balancearse y a danzar con gestos solemnes y rítmicos, y todos hicieron lo mismo. Al cabo de un rato, estaban todos tan enfrascados en la danza y tan absortos en sus movimientos que parecían insensibles a todo lo demás; de este modo, todo el mundo quedó restablecido y curado de la fragmentación interior que nos aparta de la Verdad.

 

***

Transcurrió casi una hora hasta que la danza, cada vez más lenta, acabó cesando. Una vez liberados de su tensión interior, todos se sentaron, disfrutando de la silenciosa paz que invadía el recinto. Entonces pronunció el rabino sus únicas palabras de aquella noche: “Espero haber respondido a vuestras preguntas”.

Cuando le preguntaron a un derviche por qué daba culto a Dios por medio de la danza, respondió: “Porque dar culto a Dios significa morir al propio yo. Ahora bien, la danza mata al yo; cuando el yo muere, todos los problemas mueren con él; y donde no está el yo, está el Amor, está Dios”.

 

***

El Maestro se sentó con sus discípulos en el patio de butacas y les dijo: “Todos vosotros habéis oído y pronunciado muchas oraciones. Me gustaría que esta noche vierais una”.

En aquel momento se alzó el telón y comenzó el ballet.

 

 

***

Un santo sufi partió en peregrinación a La Meca. Al llegar a las inmediaciones de la ciudad, se tendió junto al camino, agotado del viaje. Y apenas se había dormido cuando se vio bruscamente despertado por un airado peregrino: “¡En este momento en que todos los creyentes inclinan su cabeza hacia La Meca, se te ocurre a ti apuntar con tus pies hacia el sagrado lugar...! ¿Qué clase de musulmán eres tú?”.

El sufi no se movió; se limitó a abrir los ojos y a decir: “Hermano, ¿querrías hacerme el favor de colocar mis pies de manera que no apunten hacia el Señor?”.

La oración de un devoto al Señor Vishnú:

“Señor, te pido perdón por mis tres mayores pecados: ante todo, por haber peregrinado a tus muchos santuarios olvidando que estás presente en todas partes; en segundo lugar, por haber implorado tantas veces tu ayuda olvidando que mi bienestar te preocupa más a ti que a mí; y, por último, por estar aquí pidiéndote que me perdones, cuando sé perfectamente que nuestros pecados nos son perdonados antes de que los cometamos”.

 

***

 

Tras muchos años de esfuerzos, un inventor descubrió el arte de hacer fuego. Tomó consigo sus instrumentos y se fue a las nevadas regiones del norte, donde inició a una tribu en el mencionado arte y en sus ventajas. La gente quedó tan encantada con semejante novedad que ni siquiera se le ocurrió dar las gracias al inventor, el cual desapareció de allí un buen día sin que nadie se percatara. Como era uno de esos pocos seres humanos dotados de grandeza de ánimo, no deseaba ser recordado ni que le rindieran honores; lo único que buscaba era la satisfacción de saber que alguien se había beneficiado de su descubrimiento

La siguiente tribu a la que llegó se mostró tan deseosa de aprender como la primera. Pero sus sacerdotes, celosos de la influencia de aquel extraño, lo asesinaron y, para acallar cualquier sospecha, entronizaron un retrato del Gran Inventor en el altar mayor del templo, creando una liturgia para honrar su nombre y mantener viva su memoria y teniendo gran cuidado de que no se alterara ni se omitiera una sola rúbrica de la mencionada liturgia. Los instrumentos para hacer fuego fueron cuidadosamente guardados en un cofre, y se hizo correr el rumor de que curaban de sus dolencias a todo aquel que pusiera sus manos sobre ellos con fe.

El propio Sumo Sacerdote se encargó de escribir una Vida del Inventor, la cual se convirtió en el Libro Sagrado, que presentaba su amorosa bondad como un ejemplo a imitar por todos, encomiaba sus gloriosas obras y hacía de su naturaleza sobrehumana un artículo de fe.

Los sacerdotes se aseguraban de que el Libro fuera transmitido a las generaciones futuras, mientras ellos se reservaban el poder de interpretar el sentido de sus palabras y el significado de su sagrada vida y muerte, castigando inexorablemente con la muerte o la excomunión a cualquiera que se desviara de la doctrina por ellos establecida. Y la gente, atrapada de lleno en toda una red de deberes religiosos, olvidó por completo el arte de hacer fuego.

 

***

 

De las Vidas de los Padres del Desierto:.

El abad Lot fue a ver al abad José y le dijo: “Padre, de acuerdo con mis posibilidades, he guardado mi pequeña regla y he observado mi humilde ayuno, mi oración, mi meditación y mi silencio contemplativo; y en la medida de lo posible, mantengo mi corazón limpio de malos pensamientos. ¿Qué más debo hacer?”.

En respuesta, el anciano se puso en pie, elevó hacia el cielo sus manos, cuyos dedos se tomaron en otras tantas antorchas encendidas, y dijo: “Ni más ni menos que esto: transformarte totalmente en fuego”.

 

***

 

Un zapatero remendón acudió al rabino Isaac de Ger y le dijo: “No sé qué hacer con mi oración de la mañana. Mis clientes son personas pobres que no tienen más que un par de zapatos. Yo se los recojo a última hora del día y me paso la noche trabajando; al amanecer, aún me queda trabajo por hacer si quiero que todos ellos los tengan listos para ir a trabajar. Y mi pregunta es: ¿Qué debo hacer con mi oración de la mañana?”.

“¿Qué has venido haciendo hasta ahora?”, preguntó el rabino.

“Unas veces hago la oración a todo correr y vuelvo enseguida a mi trabajo; pero eso me hace sentirme mal. Otras veces dejo que se me pase la hora de la oración, y también entonces tengo la sensación de haber faltado; y de vez en cuando, al levantar el martillo para golpear un zapato, casi puedo escuchar cómo mi corazón suspira: "¡Qué desgraciado soy, pues no soy capaz de hacer mi oración de la mañana...!".

Le respondió el rabino: “Si yo fuera Dios, apreciaría más ese suspiro que la oración”.

 

 

***

Un cuento hasídico:

Un pobre campesino que regresaba del mercado a altas horas de la noche descubrió de pronto que no llevaba consigo su libro de oraciones. Se hallaba en medio del bosque y se le había salido una rueda de su carreta, y el pobre hombre estaba muy afligido pensando que aquel día no iba a poder recitar sus oraciones.

Entonces se le ocurrió orar del siguiente modo: “He cometido una verdadera estupidez, Señor: he salido de casa esta mañana sin mi libro de oraciones, y tengo tan poca memoria que no soy capaz de recitar sin él una sola oración. De manera que voy a hacer una cosa: voy a recitar cinco veces el alfabeto muy despacio, y tú, que conoces todas las oraciones, puedes juntar las letras y formar esas oraciones que yo soy incapaz de recordar”.

Y el Señor dijo a sus ángeles: “De todas la oraciones que he escuchado hoy, ésta ha sido, sin duda alguna, la mejor, porque ha brotado de un corazón sencillo y sincero”.

 

***

 

Es costumbre entre los católicos confesar los pecados a un sacerdote y recibir de éste la absolución como un signo del perdón de Dios. Pero existe el peligro, demasiado frecuente, de que los penitentes hagan uso de ello como si fuese una especie de garantía o certificado que les vaya a librar del justo castigo divino, con lo cual confían más en la absolución del sacerdote que en la misericordia de Dios.

He aquí lo que pensó hacer Perugini, un pintor italiano de la Edad Media, cuando estuviera a punto de morir: no recurrir a la confesión si veía que, movido por el miedo, trataba de salvar su piel, porque eso seria un sacrilegio y un insulto a Dios.

Su mujer, que no sabia nada de la decisión del artista, le preguntó en cierta ocasión si no le daba miedo morir sin confesión. Y Perugini le contestó: “Míralo de este modo, querida: mi profesión es la de pintor, y creo haber destacado como tal. La profesión de Dios consiste en perdonar; y si él es tan bueno en su profesión como lo he sido yo en la mía, no veo razón alguna para tener miedo”.

 

***

 

El sabio indio Narada era un devoto del Señor Hari. Tan grande era su devoción que un día sintió la tentación de pensar que no había nadie en todo el mundo que amara a Dios más que él.

El Señor leyó en su corazón y le dijo: “Narada, ve a la ciudad que hay a orillas del Ganges y busca a un devoto mío que vive allí. Te vendrá bien vivir en su compañía”.

Así lo hizo Narada, y se encontró con un labrador que todos los días se levantaba muy temprano, pronunciaba el nombre de Hari una sola vez, tomaba su arado y se iba al campo, donde trabajaba durante toda la jornada. Por la noche, justo antes de dormirse, pronunciaba otra vez el nombre de Hari. Y Narada pensó: “¿Cómo puede ser un devoto de Dios este patán, que se pasa el día enfrascado en sus ocupaciones terrenales?”.

Entonces el Señor le dijo a Narada: “Toma un cuenco, llénalo de leche hasta el borde y paséate con él por la ciudad. Luego vuelve aquí sin haber derramado una sola gota”.

Narada hizo lo que se le había ordenado.

“¿Cuántas veces te has acordado de mí mientras paseabas por la ciudad?”, le preguntó el Señor.

“Ni una sola vez, Señor”, respondió Narada. “¿Cómo podía hacerlo si tenía que estar pendiente del cuenco de leche?”.

Y el Señor le dijo: “Ese cuenco ha absorbido tu atención de tal manera que me has olvidado por completo. Pero fíjate en ese campesino, que, a pesar de tener que cuidar de toda una familia, se acuerda de mí dos veces al día”.

 

***

 

El cura del pueblo era un santo varón al que acudía la gente cuando se veía en algún aprieto. Entonces él solía retirarse a un determinado lugar del bosque, donde recitaba una oración especial. Dios escuchaba siempre su oración, y el pueblo recibía la ayuda deseada.

Murió el cura, y la gente, cuando se veía en apuros, seguía acudiendo a su sucesor, el cual no era ningún santo, pero conocía el secreto del lugar concreto del bosque y la oración especial. Entonces iba allá y decía: “Señor, tú sabes que no soy un santo. Pero estoy seguro de que no vas a hacer que mi gente pague las consecuencias... De modo que escucha mi oración y ven en nuestra ayuda”. Y Dios escuchaba su oración, y el pueblo recibía la ayuda deseada.

También este segundo cura murió, y también la gente, cuando se veía en dificultades, seguía acudiendo a su sucesor, el cual conocía la oración especial, pero no el lugar del bosque. De manera que decía”«¿Qué más te da a tí, Señor, un lugar que otro? Escucha, pues, mi oración y ven en nuestra ayuda”. Y una vez más, Dios escuchaba su oración y el Pueblo recibía la ayuda deseada.

Pero también este cura murió, y la gente, cuando se veía con problemas, seguía acudiendo a su sucesor, el cual no conocía ni la oración especial ni el lugar del bosque. Y entonces decía:

“Señor, yo sé que no son las fórmulas lo que tú aprecias, sino el clamor del corazón angustiado. De modo que escucha mi oración y ven en nuestra ayuda”. Y también entonces escuchaba Dios su oración, y el pueblo recibía la ayuda deseada.

Después de que este otro cura hubiera muerto, la gente seguía acudiendo a su sucesor cuando le acuciaba la necesidad. Pero este nuevo cura era más aficionado al dinero que a la oración. De manera que solía limitarse a decirle a Dios: “¿Qué clase de Dios eres tú, que, aun siendo perfectamente capaz de resolver los problemas que tú mismo has originado, todavía te niegas a mover un dedo mientras no nos veas amedrentados, mendigando tu ayuda y suplicándote? ¡Está bien: puedes hacer con la gente lo que quieras!” Y, una vez más, Dios escuchaba su oración, y el Pueblo recibía la ayuda deseada.

 

***

 

Una anciana mujer, verdadera entusiasta de la jardinería, afirmaba que no creía en absoluto en ciertas predicciones que auguraban que algún día lograrían los científicos controlar el tiempo atmosférico. Según ella, lo único que hacía falta para controlar el tiempo era la oración.

Pero un verano, mientras ella se encontraba de viaje por el extranjero, la sequía azotó al país y arruinó por completo su precioso jardín. Cuando regresó, se sintió tan trastornada que cambió de religión.

Debería haber cambiado sus estúpidas creencias.

 

***

 

No es bueno que nuestras oraciones sean escuchadas si no lo son en su debido momento:.

En la antigua India se concedía mucha importancia a los ritos védicos, de los que se decía que funcionaban tan ”científicamente” que, cuando los sabios pedían la lluvia, jamás se producía una sequía. Así es que, conforme a dichos ritos, un hombre se puso a rezarle a Lakshmi, la diosa de la abundancia, para que le hiciera rico.

Estuvo orando sin éxito durante diez largos años, al cabo de los cuales comprendió de pronto la naturaleza ilusoria de la riqueza y abrazó una vida de renuncia en el Himalaya.

Un buen día, mientras se hallaba sentado y entregado a la meditación, abrió sus ojos y vio ante sí a una mujer extraordinariamente hermosa, tan radiante y resplandeciente como si fuera de oro.

“¿Quién eres tú y qué haces aquí?”, le preguntó.

“Soy la diosa Lakshmi, a la que has estado rezando himnos durante doce años”, le respondió la mujer, “y he decidido aparecerme ante ti para concederte tu deseo”.

“¡Ah, mi querida diosa!”, exclamó el hombre, “ahora ya he adquirido la dicha de la meditación y he perdido el deseo de las riquezas. Llegas demasiado tarde... Pero dime, ¿por qué has tardado tanto en venir?”.

“Para serte sincera”, respondió la diosa, “dada la fidelidad con que realizabas aquellos ritos, habrías acabado consiguiendo la riqueza, sin duda alguna. Pero, como te amaba y sólo deseaba tu bienestar, me resistí a concedértelo”.

Si pudieras elegir, ¿qué elegirías: que se te concediera lo que pides o la gracia de vivir en paz, aunque no la hubieras pedido?

 

***

 

Un día, el mullah Nasrudin observó cómo el maestro del pueblo conducía a un grupo de niños hacia la mezquita.

“¿Para qué los llevas allí?”, le preguntó.

“La sequía está azotando al país”, le respondió el maestro, “y confiamos en que el clamor de los inocentes mueva el corazón del Todopoderoso”.

“Lo importante no es el clamor, ya sea de inocentes o de criminales”, dijo el mullah, “sino la sabiduría y el conocimiento”.

“¿Cómo te atreves a blasfemar de ese modo delante de estos niños?”, le recriminó el maestro. “¡Deberás probar lo que has dicho, o te acusaré de hereje!”.

“Nada más fácil”, replicó Nasrudin. “Si las oraciones de los niños sirvieran de algo, no habría un maestro de escuela en todo el país, porque no hay nada que detesten tanto los niños como ir a la escuela. Si tú has sobrevivido a tales oraciones, es porque nosotros, que sabemos más que los niños, te hemos mantenido en tu puesto”.

 

***

 

Un piadoso anciano rezaba cinco veces al día, mientras que su socio en los negocios jamás ponía los pies en la iglesia. Pues bien, el día que cumplió ochenta años, el anciano oró de la siguiente manera:

“¡Oh Dios, nuestro Señor! Desde que era joven, no he dejado un sólo día de acudir a la iglesia desde por la mañana y rezarte mis oraciones cinco veces diarias, como está mandado. No he hecho un solo movimiento ni he tomado una sola decisión, importante o intranscendente, sin haber primero invocado tu Nombre. Y ahora, en mi ancianidad, he redoblado mis ejercicios piadosos y te rezo sin cesar, día y noche. Sin embargo, aquí me tienes: tan pobre como un ratón de sacristía. En cambio, fíjate en mi socio: juega y bebe como un cosaco e incluso, a pesar de sus años, anda con mujeres de dudosa reputación... y a pesar de todo, nada en la abundancia. Y dudo que alguna vez haya salido de sus labios una sola oración. Pues bien, Señor: no te pido que le castigues, porque eso no sería cristiano; pero te ruego que respondas: ¿Por qué, por qué, por qué... le has permitido a él prosperar y me has tratado a mí de este modo?” .

“¡Porque eres un verdadero pelmazo!”, le respondió Dios.

Había un monasterio cuya Regla no era “No hables”, sino “No hables si no es para decir algo que sea mejor que el silencio”.

¿No podría decirse lo mismo de la oración?

 

***

Sobre rezos y rezadores:.

La abuela: “¿Ya rezas tus oraciones cada noche?”.

El nieto: “¡Por supuesto!”.

“¿Y por las mañanas?”.

“No. Durante el día no tengo miedo”.

 

***

 

Una piadosa anciana, al acabar la guerra: “Dios ha sido muy bueno con nosotros: hemos rezado sin parar... ¡y todas las bombas han caído en la otra parte de la ciudad!”

 

***

 

La persecución de los judíos por parte de Hitler se había hecho tan insoportable que dos de ellos decidieron asesinarlo, para lo cual se apostaron armados en un lugar por el que sabían que debía pasar el Fuhrer. Pero éste se retrasaba, y Samuel se temió lo peor: “Joshua”, le dijo al otro, reza para que no le haya pasado nada...”

 

***

 

Aquel matrimonio había tomado la costumbre de invitar todos los años a su piadosa tía a hacer con ellos una excursión. Pero aquel año se habían olvidado de invitarla. Cuando lo hicieron, ya a última hora, ella les dijo: “Ya es demasiado tarde. He estado rezando para que llueva”.

 

***

 

Un sacerdote estaba observando a una mujer que se encontraba sentada, con la cabeza hundida entre sus manos, en un banco de la iglesia vacía.

Pasó una hora... Pasaron dos horas.. y allí seguía.

Pensando que se trataría de un alma afligida y deseosa de que la ayudaran, el sacerdote se acercó a la mujer y le dijo: “¿Puedo ayudarla en algo?”

“No, Padre, muchas gracias”, respondió ella. “He estado recibiendo toda la ayuda que necesitaba...” “¡...hasta que usted me ha interrumpido!”

 

***

 

Un anciano solía permanecer inmóvil durante horas en la iglesia. Un día, un sacerdote le preguntó de qué le hablaba

“Dios no habla. Sólo escucha”, fue su respuesta.

“Bien... ¿y de qué le habla usted a Dios?”.

“Yo tampoco hablo. Sólo escucho”.

Las cuatro fases de la oración: Yo hablo, tú escuchas. Tú hablas, yo escucho. Nadie habla. Los dos escuchamos. Nadie habla y nadie escucha: Silencio.

 

***

 

El sufi Bayazid Bistami describe del siguiente modo su progreso en el arte de orar: “La primera vez que visité la Kaaba en La Meca, vi la Kaaba. La segunda vez vi al Señor de la Kaaba. La tercera vez no vi ni la Kaaba ni al Señor de la Kaaba.

 

***

 

El emperador mogol Akbar salió un día al bosque a cazar Cuando llegó la hora de la oración de la tarde, desmontó de su caballo, tendió su estera en el suelo y se arrodilló para orar, tal como hacen en todas partes los devotos musulmanes.

Pero, en aquel preciso momento, una campesina, inquieta por la desaparición de su marido, que había salido de casa aquella mañana y no había regresado, pasó por allí como una exhalación, sin reparar en la presencia del arrodillado emperador, y tropezó con él, rodando por el suelo; pero se levantó y, sin pedir ningún tipo de disculpas, siguió corriendo hacia el interior del bosque.

Akbar se sintió irritado por aquella interrupción, pero, como era un buen musulmán, observó la regla de no hablar con nadie durante el “namaaz”.

Más tarde, justamente cuando él acababa su oración, volvió a pasar por allí la mujer, esta vez alegre y acompañada de su marido, al que había conseguido encontrar. Al ver al emperador y a su séquito, ella se sorprendió y se llenó de miedo. Entonces Akbar dio rienda suelta a su enojo contra ella y le gritó: “¡Explícame ahora mismo tu irrespetuoso comportamiento si no quieres que te castigue!” .

Entonces la mujer perdió de pronto el miedo, miró fijamente a los ojos al emperador y le dijo: “Majestad, iba tan absorta pensando en mi marido que no os vi, ni siquiera cuando, como decís, tropecé con vos. Ahora bien, dado que vos estabais en pleno "namaaz", habíais de estar absorto en Alguien infinitamente más valioso que mi marido. ¿Cómo es que reparasteis en mí?”

El emperador, avergonzado, no supo qué decir. Más tarde confiaría a sus amigos que una simple campesina, no un experto ni un “mullah”, le había enseñado lo que significa la oración.

 

***

 

Estando el Maestro haciendo oración, se acercaron a él los discípulos y le dijeron: “Señor, enséñanos a orar”. Y él les enseñó del siguiente modo:

“Iban dos hombres paseando por el campo cuando, de pronto, vieron ante ellos a un toro enfurecido. Al instante, se lanzaron hacia la valla más cercana, con el toro pisándoles los talones. Pero no tardaron en darse cuenta de que no iban a conseguir ponerse a salvo, de modo que uno de ellos le gritó al otro: "¡Estamos perdidos! ¡De ésta no salimos! ¡Rápido, di una oración!"

Y el otro le replicó: "¡No he rezado en mi vida y no sé ninguna oración apropiada!".

"¡No importa: el toro nos va a pillar! ¡Cualquier oración servirá!"

"¡Está bien, rezaré la única que recuerdo y que solía rezar mi padre antes de las comidas: Haz, Señor, que sepamos agradecerte lo que vamos a recibir!".

Nada hay que supere la santidad de quienes han aprendido la perfecta aceptación de todo cuanto existe.

En el juego de naipes que llamamos “vida” cada cual juega lo mejor que sabe las cartas que le han tocado.

Quienes insisten en querer jugar no las cartas que les han tocado, sino las que creen que debería haberles tocado, son los que pierden el juego.

No se nos pregunta si queremos jugar. No es ésa la opción. Tenemos que jugar. La opción es: cómo.

 

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Una vez, le preguntó un rabino a un discípulo qué era lo que le molestaba.

“Mi pobreza”, le respondió. “Vivo tan miserablemente que apenas puedo estudiar ni rezar”.

“En los tiempos que corren”, le dijo el rabino, “la mejor oración y el mejor estudio consisten en aceptar la vida tal como viene”.

 

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Hacía un frío que cortaba, y el rabino y sus discípulos se hallaban acurrucados junto al fuego.

Uno de los discípulos, haciéndose eco de las enseñanzas de su maestro, dijo: “En un día tan gélido como éste, yo sé exactamente lo que hay que hacer”.

“¿Qué hay que hacer?”, le preguntaron los demás.

“Conservar el calor. Y si eso no es posible, también sé lo que hay que hacer”.

“¿Qué hay que hacer?”.

“Congelarse”.

La realidad existente no puede realmente ser rechazada ni aceptada. Huir de ella es como tratar de huir de tus propios pies. Aceptarla es como tratar de besar tus propios labios. Todo lo que hay que hacer es mirar, comprender y estar en paz.

 

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Un hombre acudió a un psiquiatra y le dijo que todas las noches se le aparecía un dragón con doce patas y tres cabezas, que vivía en una tremenda tensión nerviosa, que no podía conciliar el sueño y que se encontraba al borde del colapso. Que incluso había pensado en suicidarse.

“Creo que puedo ayudarle”, le dijo el psiquiatra, “pero debo advertirle que nos va a llevar un año o dos y que le va a costar a usted tres mil dólares”.

“¿Tres mil dólares?”, exclamó el otro. “¡Olvídelo! Me iré a mi casa y me haré amigo del dragón”

 

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Los vecinos del místico musulmán Farid lograron persuadir a éste de que acudiera a la Corte de Delhi y obtuviera de Akbar un favor para la aldea. Farid se fue a la Corte y, cuando llegó, Akbar se encontraba haciendo sus oraciones.

Cuando, al fin, el emperador se dejó ver, Farid le preguntó: “¿Qué estabas pidiendo en tu oración?”.

“Le suplicaba al Todopoderoso que me concediera éxito, riquezas y una larga vida”, le respondió Akbar.

Farid se volvió, dando la espalda al emperador, y salió de allí mascullando: “Vengo a ver a un emperador... ¡y me encuentro con un mendigo que es igual que todos los demás!”.

 

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Érase una vez una mujer muy devota y llena de amor de Dios. Solía ir a la iglesia todas las mañanas, y por el camino solían acosarla los niños y los mendigos, pero ella iba tan absorta en sus devociones que ni siquiera los veía.

Un buen día, tras haber recorrido el camino acostumbrado, llegó a la iglesia en el preciso momento en que iba a empezar el culto. Empujó la puerta, pero ésta no se abrió. Volvió a empujar, esta vez con más fuerza, y comprobó que la puerta estaba cerrada con llave.

Afligida por no haber podido asistir al culto por primera vez en muchos años, y no sabiendo qué hacer, miró hacia arriba... y justamente allí, frente a sus ojos, vió una nota clavada en la puerta con una chincheta.

La nota decía: “Estoy ahí fuera”

 

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Se decía de un santo que, cada vez que salía de su casa para ir a cumplir sus deberes religiosos, solía decir: “...Y ahora te dejo, Señor. Me voy a la iglesia”.

 

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Paseaba un monje por los jardines del monasterio cuando de pronto, oyó cantar a un pájaro.

Embelesado, se detuvo a escuchar. Le pareció que nunca hasta entonces había escuchado, lo que se dice “escuchar”, el canto de un pájaro.

Cuando el pájaro dejó de cantar, el monje regresó al monasterio y, para su consternación, descubrió que era un extraño para los demás monjes, y viceversa.

Pasó algún tiempo hasta que tanto ellos como él descubrieron que había tardado siglos en regresar. Como su escucha había sido total, el tiempo se había detenido, y él se había introducido en la eternidad.

La oración resulta perfecta cuando se descubre la intemporalidad. La intemporalidad se descubre a través de la claridad de percepción. La percepción se hace clara cuando se libera de los prejuicios y de toda consideración de pérdida o provecho personal. Entonces se ve lo milagroso, y el corazón se llena de asombro.

 

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Cuando el Maestro invitó al Gobernador a practicar la meditación, y éste le dijo que estaba muy ocupado, la respuesta del Maestro fue:

“Me recuerdas a un hombre que caminaba por la jungla con los ojos vendados y que estaba demasiado ocupado para quitarse la venda”.

Cuando el Gobernador alegó su falta de tiempo, el Maestro le dijo: “Es un error creer que la meditación no puede practicarse por falta de tiempo. El verdadero motivo es la agitación de la mente”.

 

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Un experto en rendimiento laboral le presentaba su informe a Henry Ford: “Como puede usted ver, señor, el informe es altamente favorable, excepto en lo referente a ese individuo que está en el vestíbulo. Siempre que paso por allí, él está sentado y con los pies encima de la mesa. Está malgastando su dinero, señor”.

“Ese hombre”, replicó Ford, “tuvo una vez una idea que nos hizo ganar una fortuna, y creo recordar que sus pies se encontraban entonces en el mismísimo lugar en que se encuentran ahora”.

Había un leñador que se agotaba malgastando su tiempo y sus energías en cortar madera con un hacha embotada, porque no tenía tiempo, según él, para detenerse a afilar la hoja.

 

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Érase una vez un bosque en el que los pájaros cantaban de día, y los insectos de noche. Los árboles crecían, las flores prosperaban, y toda clase de criaturas pululaban libremente.

Todo el que entraba allí se veía llevado a la Soledad, que es el hogar de Dios, que habita en el silencio y en la belleza de la Naturaleza.

Pero llegó la Edad de la Inconsciencia, justamente cuando los hombres vieron la posibilidad de construir rascacielos y destruir en un mes ríos, bosques y montañas. Se levantaron edificios para el culto con la madera del bosque y con las piedras del subsuelo forestal. Pináculos, agujas y minaretes apuntaban al cielo, y el aire se llenó del sonido de campanas, de oraciones, cánticos y exhortaciones...

Y Dios se encontró de pronto sin hogar.

¿Dios oculta las cosas poniéndolas ante nuestros ojos!

 

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¡Escucha! Oye el canto del pájaro, el viento entre los árboles, el estruendo del océano...; mira un árbol, una hoja que cae o una flor, como si fuera la primera vez.

Puede que, de pronto, entres en contacto con la Realidad, con ese Paraíso del que nos ha arrojado nuestro saber por haber caído desde la infancia.

Dice el místico indio Saraha: “Trata de probar a qué sabe la ausencia de saber”.

Sensibilidad

Una encarnizada persecución religiosa estalló en el país, y los tres pilares de la religión -la Escritura, el Culto y la Caridad- comparecieron ante Dios para expresarle su temor de que, si desaparecía la religión, dejaran también ellos de existir.

“No os preocupéis”, dijo el Señor. “Tengo el propósito de enviar a la Tierra a Alguien más grande que todos vosotros".

“¿Y cómo se llama ese Alguien?”.

“Conocimiento- de- sí”, respondió Dios. “El hará cosas más grandes que las que haya podido hacer cualquiera de vosotros”.

 

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Tres sabios decidieron emprender un viaje, porque, a pesar de ser tenidos por sabios en su país, eran lo bastante humildes para pensar que un viaje les serviría para ensanchar sus mentes.

Apenas habían pasado al país vecino cuando divisaron un rascacielos a cierta distancia. “¿Qué podrá ser ese enorme objeto?”, se preguntaron. La respuesta más obvia habría sido: “Id allá y averiguadlo”. Pero no: eso podía ser demasiado peligroso, porque ¿y si aquella cosa explotaba cuando uno se acercaba a ella? Era muchísimo más prudente decidir lo que era, antes de averiguarlo. Se expusieron y se examinaron diversas teorías; pero, basándose en sus respectivas experiencias pasadas, las rechazaron todas. Por fin, y basándose en las mismas experiencias -que eran muy abundantes, por cierto-, decidieron que el objeto en cuestión, fuera lo que fuera, sólo podía haber sido puesto allí por gigantes.

Aquello les llevó a la conclusión de que sería más seguro evitar absolutamente aquel país. De manera que regresaron a su casa, tras haber añadido una más a su cúmulo de experiencias.

Las Suposiciones afectan a la Observación. La Observación engendra Convencimiento. El Convencimiento produce Experiencia. La Experiencia crea Comportamiento, el cual, a su vez, confirma las Suposiciones.

 

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Suposiciones:

Dos cazadores alquilaron un avión para ir a la región de los bosques. Dos semanas más tarde, el piloto regresó para recogerlos y llevarlos de vuelta. Pero, al ver los animales que habían cazado, dijo: “Este avión no puede cargar más que con uno de los dos búfalos. Tendrán que dejar aquí el otro”.

“¡Pero si el año pasado el piloto nos permitió llevar dos búfalos en un avión exactamente igual que éste...!”, protestaron los cazadores.

El piloto no sabía qué hacer, pero acabó cediendo: “Está bien; si lo hicieron el año pasado, supongo que también podremos hacerlo ahora...”.

De modo que el avión inició el despegue, cargado con los tres hombres y los dos búfalos; pero no pudo ganar altura y se estrelló contra una colina cercana. Los hombres salieron a rastras del avión y miraron en torno suyo. Uno de los cazadores le preguntó al otro: “¿Dónde crees que estamos?”. El otro inspeccionó los alrededores y dijo: “Me parece que unas dos millas a la izquierda de donde nos estrellamos el año pasado”.

 

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Un matrimonio regresaba del funeral por el tío Jorge, que había vivido con ellos durante veinte años, creando una situación tan incómoda que a punto estuvo de irse a pique el matrimonio.

“Tengo algo que decirte, querida”, dijo el marido. “Si no hubiera sido por lo que te quiero, no habría aguantado a tu tío Jorge ni un solo día...”.

“¿Mi tío Jorge?”, exclamó ella horrorizada. “¡Yo creía que era tu tío Jorge!”.

 

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En el verano de 1946 corrió el rumor de que el espectro del hambre amenazaba a una determinada provincia de un país sudamericano. En realidad, los campos ofrecían un aspecto inmejorable, y el tiempo era ideal y auguraba una espléndida cosecha. Pero el rumor adquirió tal intensidad que 20.000 pequeños agricultores abandonaron sus tierras y se fueron a las ciudades. Con lo cual la cosecha fue un verdadero desastre, murieron de hambre miles de personas y el rumor resultó ser verdadero.

 

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Hace muchos años, allá por la Edad Media, los consejeros del Papa recomendaron a éste que desterrara a los judíos de Roma. Según ellos, resultaba indecoroso que aquellas personas vivieran tan ricamente en el corazón mismo del mundo católico. Así pues, se redactó y fue promulgado un edicto de expulsión, para general consternación de los judíos, que sabían que, dondequiera que fuesen, no podían esperar un trato mejor que el que les obligaba a salir de Roma. De manera que suplicaron al Papa que reconsiderara su decisión. El Papa, que era un hombre ecuánime, les hizo una propuesta un tanto arriesgada: debían elegir a alguien para que discutiera el asunto con él mismo en público y, si salía victorioso del debate, los judíos podrían quedarse.

Los judíos se reunieron a considerar la propuesta. Rechazarla significaba la expulsión. Aceptarla significaba exponerse a una derrota segura, porque ¿quién iba a vencer en un debate en el que el Papa era juez y parte a la vez? Sin embargo, no había más remedio que aceptar. Ahora bien, resultaba imposible encontrar a un voluntario dispuesto a debatir con el Papa: la responsabilidad de cargar sobre sus hombros con el destino de los judíos era más de lo que cualquier hombre podía soportar.

Pero, cuando el portero de la sinagoga se dio cuenta de lo que ocurría, se presentó ante el Gran Rabino y se ofreció como voluntario para representar a su pueblo en el debate. “¿El portero?”, exclamaron los demás rabinos cuando lo supieron. “¡Imposible!”.

“Está bien”, dijo el Gran Rabino, “ninguno de nosotros está dispuesto a hacerlo; de manera que, o lo hace el portero o no hay debate”. Y así, a falta de otra persona, se designó al portero para que celebrara el debate con el Papa.

Llegado el gran día, el Papa se sentó en un trono en la plaza de San Pedro, rodeado de sus cardenales y en presencia de una multitud de obispos, sacerdotes y fieles. Al poco tiempo llegó la pequeña comitiva de delegados judíos, con sus negros ropajes y sus largas barbas, rodeando al portero de la sinagoga.

Quedaron el uno frente al otro, y el debate comenzó. El Papa alzó solemnemente un dedo hacia el cielo y trazó un amplio arco en el aire. Inmediatamente, el portero señaló con énfasis hacia el suelo. El Papa pareció quedar desconcertado. Entonces volvió a alzar su dedo con mayor solemnidad aún y lo mantuvo firmemente ante el rostro del portero. Este, a su vez, alzó inmediatamente tres dedos y los mantuvo con la misma firmeza frente al Papa, el cual pareció asombrarse de aquel gesto. Entonces el Papa deslizó una de sus manos entre sus ropajes y extrajo una manzana. El portero, por su parte, sin pensarlo dos veces, introdujo su mano en una bolsa de papel que llevaba consigo y sacó de ella una delgada torta de pan. Entonces el Papa exclamó con voz potente: “¡El representante judío ha ganado el debate! Queda revocado, pues, el edicto”.

Los dirigentes judíos rodearon inmediatamente al portero y se lo llevaron, mientras los cardenales se apiñaban atónitos en torno al Papa. “¿Qué ha sucedido, Santidad?”, le preguntaron. “Nos ha sido imposible seguir el rapidísimo toma y daca del debate...” El Papa se enjugó el sudor de su frente y dijo: “Ese hombre es un brillante teólogo y un maestro del debate.

Yo comencé señalando con un gesto de mi mano la bóveda celeste, como dando a entender que el universo entero pertenece a Dios; y él señaló hacia abajo con su dedo, recordándome que hay un lugar llamado "infierno" donde el demonio es el único soberano. Entonces alcé yo un dedo para indicar que Dios es uno. ¡Imagínense mi sorpresa cuando le vi alzar a él tres dedos indicando que ese Dios uno se manifiesta por igual en tres personas, suscribiendo con ello nuestra propia doctrina sobre la Trinidad! Sabiendo que no podría vencer a ese genio de la teología, intenté, por último, desviar el debate hacia otro terreno, y para ello saqué una manzana, dando a entender que, según los más modernos descubrimientos, la tierra es redonda. Pero, al instante, él sacó una torta de pan ázimo para recordarme que, de acuerdo con la Biblia, la tierra es plana. De manera que no he tenido más remedio que reconocer su victoria...”.

Para entonces, los judíos habían llegado ya a su sinagoga. “¿Qué es lo que ha ocurrido?”, le preguntaron perplejos al portero, el cual daba muestras de estar indignado. “¡Todo ha sido un montón de tonterías!”, respondió. “Veréis: primero, el Papa hizo un gesto con su mano como para indicar que todos los judíos teníamos que salir de Roma. De modo que yo señalé con el dedo hacia abajo para darle a entender con toda claridad que no pensábamos movernos. Entonces él me apunta amenazadoramente con un dedo como diciéndome: "¡No te me pongas chulo!" Y yo le señalo a él con tres dedos para decirle que él era tres veces mas chulo que nosotros, por haber ordenado arbitrariamente que saliéramos de Roma. Entonces veo que él saca su almuerzo, y yo saco el mío”.

 

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Por lo general, la realidad no es lo que es, sino lo que nosotros hemos decidido que sea:.

Una viejecita judía ocupa su asiento en un avión, junto a un enorme sueco al que se queda mirando fijamente. Luego, dirigiéndose a él, le dice: “Usted perdone... ¿es usted judío?”.

“Nox” le responde el sueco.

Pocos minutos más tarde, ella vuelve a insistir: “¿Podría usted decirme, y perdone la molestia, si es usted judío?”.

“¡Le aseguro a usted que no!”, responde él.

Ella se queda escudriñándole durante unos minutos y vuelve a la carga: “Habría jurado que era usted judío...”.

Para acabar con tan enojosa situación, el hombre le dice a la anciana: “¡Está bien; sí, soy judío”.

Ella vuelve a mirarle, sacude su cabeza y dice: “Pues la verdad es que no lo parece”.

Primero sacamos nuestras conclusiones... y luego hallamos la forma de llegar a ellas.

 

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En la sección de alimentación de un supermercado se encontraba una mujer inclinada, mientras escogía unos tomates. En aquel momento sintió un agudo dolor en la espalda, se quedó inmóvil y lanzó un chillido.

Otra clienta, que se encontraba muy cerca, se inclinó sobre ella con gesto de complicidad y le dijo: “Si cree usted que los tomates están caros, aguarde a ver el precio del pescado...”

¿Qué es lo que te hace reaccionar: la Realidad o lo que tú supones sobre ella?

 

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Subió un hombre a un autobús y tomó asiento junto a un joven que tenía todo el aspecto de ser un “hippy”. El joven llevaba un solo zapato.

“Ya veo, joven, que ha perdido usted un zapato...”.

“No, señor”, respondió el aludido. “He encontrado uno”.

Es evidente para mí; lo cual no significa que sea cierto.

 

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Un vaquero iba cabalgando por el desierto. De pronto se encontró con un indio tendido sobre la carretera, con la oreja pegada al suelo.

“¿Qué pasa, jefe?”, dijo el vaquero.

“Gran rostro pálido con cabellera roja conducir Mercedes-Benz verde oscuro con pastor alemán dentro y matrícula SDT965 rumbo oeste”.

“¡Caramba, jefe! ¿Quieres decir que puedes oír todo eso con sólo escuchar el suelo?”.

“Yo no escuchar suelo. Hijo de puta atropellarme”

 

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Una ostra divisó una perla suelta que había caído en una grieta de una roca en el fondo del océano. Tras grandes esfuerzos, consiguió recobrar la perla y depositarla sobre una hoja que estaba justamente a su lado.

Sabía que los humanos buscaban perlas, y pensó: “Esta perla les tentará, la tomarán y me dejarán a mí en paz”.

Sin embargo, llegó por allí un pescador de perlas cuyos ojos estaban acostumbrados a buscar ostras, no perlas depositadas cuidadosamente sobre una hoja.

De modo que se apoderó de la ostra -la cual no contenía perla, por cierto- y dejó que la perla rodara hacia abajo y cayera de nuevo en la grieta de la roca.

Sabes exactamente dónde mirar. Por eso no consigues encontrar a Dios.

 

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Una mujer acudió al cajero de un banco y le pidió que le hiciera efectivo un cheque.

El cajero, después de llamar a un empleado de seguridad, pidió a la mujer que se identificara.

La mujer no salía de su asombro, pero al fin consiguió articular: “Pero, Ernesto... ¡si soy tu madre...!”.

Si crees que tiene gracia, ¿cómo es que tú mismo no logras reconocer al Mesías?

 

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Un hombre tomó consigo a su nuevo perro de caza y salió de cacería. Al cabo de un rato, disparó sobre un pato, el cual cayó en el lago. El perro fue andando sobre el agua, recogió el pato y se lo llevó a su amo.

El hombre quedó estupefacto. Disparó luego a otro pato, y otra vez, mientras el cazador se restregaba incrédulo los ojos, el perro fue andando sobre el agua y cobró la pieza.

Sin poder dar crédito a sus ojos, al día siguiente invitó a su vecino a que le acompañara. Y de nuevo, cada vez que uno de los dos acertaba a dar a un pato, el perro caminaba sobre el agua y cobraba la pieza. Ninguno de los dos decía una palabra. Pero, al fin, no pudiendo contenerse más, el hombre le espetó a su vecino: “¿No observas nada raro en este perro?”.

El vecino se rascó pensativamente la barbilla y, finalmente, dijo: “La verdad es que si. Andaba yo dándole vueltas, y ya lo tengo: ¡La cría de una escopeta no puede nadar!”.

No es como si la vida estuviera llena de milagros; es más que eso: la vida es milagrosa. Y quien deje de darla por supuesto no tardará en comprobarlo.

 

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“¿Sabes que tienes un perro muy inteligente?”, le dijo un hombre a su amigo cuando vio a éste jugar a las cartas con su perro.

“No lo creas. No es tan inteligente como parece”, le replicó el otro. “Cada vez que coge buenas cartas menea el rabo”.

 

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El abuelo y la abuela se habían peleado, y la abuela estaba tan enojada que no le dirigía la palabra a su marido.

Al día siguiente, el abuelo había olvidado por completo la pelea, pero la abuela seguía ignorándole y sin dirigirle la palabra. Y, por más esfuerzos que hacía, el abuelo no conseguía sacar a la abuela de su mutismo.

Al fin, el abuelo se puso a revolver armarios y cajones. Y cuando llevaba así unos minutos, la abuela no pudo contenerse y le gritó airada: “¿Se puede saber qué demonios estás buscando?”.

“¡Gracias a Dios, ya lo he encontrado!”, le respondió el abuelo con una maliciosa sonrisa. “¡Tu voz!”.

Si es a Dios a quien buscas, mira en otra parte.

 

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Cuando el demonio vio a un “buscador” entrar en la casa de un Maestro, decidió hacer lo posible por hacerle desistir de su búsqueda de la Verdad.

Para ello sometió al pobre hombre a todo tipo de tentaciones: riqueza, lujuria, fama, poder, prestigio... Pero el buscador era sumamente experimentado en las cosas del espíritu y, dada su enorme ansia de espiritualidad, podía rechazar las tentaciones con una facilidad asombrosa.

Cuando estuvo en presencia del Maestro, le desconcertó ver a éste sentado en un sillón tapizado y con los discípulos a sus pies. “Indudablemente”, pensó para sus adentros, “este hombre carece de la principal virtud de los santos: la humildad”.

Luego observó otras cosas del Maestro que tampoco le gustaron; pero lo que menos le gustó fue que el Maestro apenas le prestara atención. (“Supongo que es porque yo no le adulo como los demás”, pensó para sí. Tampoco le gustó la clase de ropa que llevaba el Maestro y su manera un tanto engreída de hablar. Todo ello le llevó a la conclusión de que se había equivocado de lugar y de que tendría que seguir buscando en otra parte.

 

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Cuando el buscador salió de allí, el Maestro, que había visto al demonio sentado en un rincón de la estancia, le dijo a éste: “No necesitabas molestarte, Tentador. Lo tenías en el bote desde el principio, para que lo sepas”.

Tal es la suerte de quienes, en su búsqueda de Dios, están dispuestos a despojarse de todo, menos de sus ideas acerca de cómo es realmente Dios.

 

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Las personas jamás pecarían si fueran conscientes de que cada vez que pecan se hacen daño a sí mismas. Por desgracia, la mayoría de ellas están demasiado aletargadas para caer en la cuenta de lo que están haciéndose a sí mismas.

Bajaba por la calle un borracho con las orejas en carne viva. Se encontró con un amigo, y éste le preguntó qué le había pasado.

“A mi mujer se le ocurrió dejar la plancha encendida y, cuando sonó el teléfono, tomé la plancha por equivocación”.

“Ya veo... Pero ¿y la otra oreja?”.

“¡El maldito imbécil volvió a llamar!”.

 

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Un célebre cirujano vienés decía a sus alumnos que, para ser cirujano, se requerían dos cualidades: no sentir náuseas y tener capacidad de observación.

Para hacer una demostración, introdujo uno de sus dedos en un líquido nauseabundo, se lo llevó a la boca y lo chupó. Luego pidió a sus alumnos que hicieran lo mismo. Y ellos, armándose de valor, le obedecieron sin vacilar

Entonces, sonriendo astutamente, dijo el cirujano: “Caballeros, no tengo más remedio que felicitarles a ustedes por haber superado la primera prueba. Pero, desgraciadamente, no han superado la segunda, porque ninguno de ustedes se ha dado cuenta de que el dedo que yo he chupado no era el mismo que había introducido en ese líquido”.

 

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El pastor de una elegante feligresía había delegado en sus subalternos la tarea de saludar a la gente tras el servicio dominical. Pero su mujer le persuadió de que se encargara

él mismo de hacerlo. “¿No sería espantoso”, le dijo, “que al cabo de los años no conocieras a tus propios feligreses?”

De modo que, al domingo siguiente, concluido el servicio, el pastor ocupó su puesto a la puerta de la iglesia. La primera en salir fue una mujer perfectamente “endomingada”. El pastor pensó que debía de tratarse de una nueva feligresa.

“¿Cómo está usted? Me siento feliz de tenerla con nosotros”, le dijo el pastor mientras le tendía la mano.

“Muchas gracias”, replicó la mujer, un tanto desconcertada.

“Espero verla a menudo por aquí. Nos encanta ver caras nuevas...“.

“Si, señor “.

“¿Vive usted en esta parroquia?”.

La mujer no sabía qué decir.

“Si me da usted su dirección, una tarde de éstas iremos a visitarla mi mujer y yo”.

“No tendrá usted que ir muy lejos, señor. Soy su cocinera”.

 

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Un vagabundo se presentó en el despacho de un acaudalado hombre de negocios a pedir una limosna.

El hombre llamó a su secretaria y le dijo: “¿Ve usted a este pobre desgraciado? Fíjese como le asoman los dedos a través de sus horribles zapatos; observe sus raídos pantalones y su andrajosa chaqueta. Estoy seguro de que no se ha afeitado ni se ha duchado ni ha comido caliente en muchos días. Me parte el corazón ver a una persona en estas condiciones, de manera que... ¡Haga que desaparezca inmediatamente de mi vista!”.

Había un hombre sin brazos y sin piernas mendigando la acera. La primera vez que lo vi me conmovió de tal modo que le dí una limosna. La segunda vez le di algo menos. La tercera vez no tuve contemplaciones y lo denuncié a la policía por mendigar en la vía pública y dar la lata.

 

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El guru, que se hallaba meditando en su cueva del Himalaya, abrió los ojos y descubrió, sentado frente a él, a un inesperado visitante: el abad de un célebre monasterio.

“¿Qué deseas?”, le preguntó el guru.

El abad le contó una triste historia. En otro tiempo, su monasterio había sido famoso en todo el mundo occidental, sus celdas estaban llenas de jóvenes novicios, y en su iglesia resonaba el armonioso canto de sus monjes. Pero habían llegado malos tiempos: la gente ya no acudía al monasterio a alimentar su espíritu, la avalancha de jóvenes candidatos había cesado y la iglesia se hallaba silenciosa. Sólo quedaban unos pocos monjes que cumplían triste y rutinariamente sus obligaciones. Lo que el abad quería saber era lo siguiente: “¿Hemos cometido algún pecado para que el monasterio se vea en esta situación”?

“Sí”, respondió el guru, “un pecado de ignorancia”.

“¿Y qué pecado puede ser ése?”.

“Uno de vosotros es el Mesías disfrazado, y vosotros no lo sabéis”. Y, dicho esto, el guru cerró sus ojos y volvió a su meditación.

Durante el penoso viaje de regreso a su monasterio, el abad sentía cómo su corazón se desbocaba al pensar que el Mesías, ¡el mismísimo Mesías!, había vuelto a la tierra y había ido a parar justamente a su monasterio. ¿Cómo no había sido él capaz de reconocerle? ¿Y quién podría ser? ¿Acaso el hermano cocinero? ¿El hermano sacristán? ¿El hermano administrador? ¿O sería él, el hermano prior? ¡No, él no! Por desgracia, él tenía demasiados defectos...

Pero resulta que el guru había hablado de un Mesías “disfrazado”... ¿No serían aquellos defectos parte de su disfraz? Bien mirado, todos en el monasterio tenían defectos... ¡y uno de ellos tenía que ser el Mesías!

Cuando llegó al monasterio, reunió a los monjes y les contó lo que había averiguado. Los monjes se miraban incrédulos unos a otros: ¿el Mesías... aquí? ¡Increíble! Claro que, si estaba disfrazado... entonces, tal vez... ¿Podría ser Fulano...? ¿O Mengano, o...?

Una cosa era cierta: si el Mesías estaba allí disfrazado, no era probable que pudieran reconocerlo. De modo que empezaron todos a tratarse con respeto y consideración. “Nunca se sabe”, pensaba cada cual para sí cuando trataba con otro monje, “tal vez sea éste...”.

El resultado fue que el monasterio recobró su antiguo ambiente de gozo desbordante. Pronto volvieron a acudir docenas de candidatos pidiendo ser admitidos en la Orden, y en la iglesia volvió a escucharse el jubiloso canto de los monjes, radiantes del espíritu de Amor.

¿De qué sirve tener ojos si el corazón está ciego?

 

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Un preso llevaba años viviendo absolutamente solo en su celda. No podía ver ni hablar con nadie, y le servían la comida a través de un ventanuco que había en la pared.

Un día entró una hormiga en su celda. El hombre contemplaba fascinado cómo el insecto se arrastraba por el suelo, lo tomaba en la palma de su mano para observarlo mejor, le daba un par de migas de pan y lo guardaba por la noche bajo su taza de hojalata.

Y un día, de pronto, descubrió que había tardado diez largos años de reclusión solitaria en comprender el encanto de una hormiga.

Cuando, una hermosa tarde de primavera, fue un amigo del pintor español El Greco a visitar a éste en su casa, lo encontró sentado en su habitación con las cortinas echadas.

“¿Por qué no sales a tomar el sol?”, le preguntó.

“Ahora no”, respondió El Greco. “No quiero perturbar la luz que brilla en mi interior”.

 

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El anciano rabino se había quedado ciego y no podía leer ni ver los rostros de quienes acudían a visitarlo.

Un día le dijo un taumaturgo: “Confíate a mí, y yo te curaré de tu ceguera”.

“No me hace ninguna falta”, le respondió el rabino. “Puedo ver todo lo que necesito”.

No todos los que tienen los ojos cerrados están dormidos. Ni todos los que tienen los ojos abiertos pueden ver.

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Religión

 

El viajero, totalmente harto: “¿Por qué demonios tuvieron que poner la estación a tres kilómetros del pueblo?”.

El solícito funcionario: “Seguramente pensaron que sería una buena idea ponerla cerca de los trenes, señor”.

Una estación ultramoderna a tres kilómetros de las vías seríá tan absurdo como un templo muy frecuentado a tres centímetros de la vida.

 

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El Buda Kamakura estuvo alojado en un templo hasta que, un día, una gran tormenta echó abajo dicho templo. Desde entonces, la enorme estatua estuvo durante años expuesta al sol, a la lluvia, a los vientos y a las inclemencias del tiempo.

Cuando un sacerdote comenzó a recaudar fondos para reconstruir el templo, la estatua se le apareció en sueños y le dijo: “Aquel templo era una cárcel, no un hogar. Déjame seguir expuesto a las inclemencias de la vida, que ése es mi lugar.

 

***

 

Dov Ber era un hombre poco común, en cuya presencia la gente temblaba. Era un célebre experto en el Talmud, inflexible e intransigente en su doctrina. Jamás reía, creía firmemente en la ascesis y eran famosos sus prolongados ayunos. Pero su austeridad acabó minando su salud. Cayó gravemente enfermo, y los médicos no eran capaces de dar con el remedio. Como último recurso, alguien sugirió: “¿Por qué no pedimos ayuda a Baal Sem Tob?”.

Dov Ber acabó cediendo, aunque al principio se resistió, porque estaba en profundo desacuerdo con Baal Sem, a quien consideraba poco menos que un hereje. Además, mientras Dov Ber creía que sólo el sufrimiento y la tribulación daban sentido a la vida, Baal Sem trataba de aliviar el dolor y predicaba que lo que daba sentido a la vida era la capacidad de gozo.

Era mas de medianoche cuando Baal Sem, respondiendo a la llamada, acudió en coche, vestido con un abrigo de lana y un gorro de piel. Entró en la habitación del enfermo y le ofreció el Libro del Esplendor, que Dov Ber abrió y comenzó a leer en voz alta.

Y cuenta la historia que apenas llevaba un minuto leyendo cuando Baal Sem le interrumpió: “Algo anda mal... Algo le falta a tu fe”.

“¿El qué?” preguntó el enfermo.

“Alma”, respondió Baal Sem Tob.

 

***

 

Una fría noche de invierno, un asceta errante pidió asilo en un templo. El pobre hombre estaba tiritando bajo la nieve y el sacerdote del templo, aunque era reacio a dejarle entrar, acabó accediendo: “Está bien, puedes quedarte, pero sólo por esta noche. Esto es un templo, no un asilo. Por la mañana tendrás que marcharte”.

A altas horas de la noche, el sacerdote oyó un extraño crepitar. Acudió raudo al templo y vio una escena increíble: el forastero había encendido un fuego y estaba calentándose. Observó que faltaba un Buda de madera y preguntó: “¿Dónde está la estatua?”.

El otro señaló al fuego con un gesto y dijo: “Pensé que iba a morirme de frío...”

El sacerdote gritó: “¿Estás loco? ¿Sabes lo que has hecho? Era una estatua de Buda. ¡Has quemado al Buda!”.

El fuego iba extinguiéndose poco a poco. El asceta lo contempló fijamente y comenzó a removerlo con su bastón.

“¿Qué estás haciendo ahora?”, vociferó el sacerdote.

“Estoy buscando los huesos del Buda que, según tú, he quemado”.

Más tarde, el sacerdote le refirió el hecho a un maestro Zen, el cual le dijo: “Seguramente eres un mal sacerdote, porque has dado más valor a un Buda muerto que a un hombre vivo”.

 

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Tetsugen, un alumno de Zen, asumió un tremendo compromiso: imprimir siete mil ejemplares de los sutras, que hasta entonces sólo podían conseguirse en chino.

Viajó a lo largo y ancho del Japón recaudando fondos para su proyecto. Algunas personas adineradas le dieron hasta cien monedas de oro, pero el grueso de la recaudación lo constituían las pequeñas aportaciones de los campesinos. Y TetsuGen expresaba a todos el mismo agradecimiento, prescindiendo de la suma que le dieran.

Al cabo de diez largos años viajando de aquí para allá, consiguió recaudar lo necesario para su proyecto. Justamente entonces se desbordó el río Uji, dejando en la miseria a miles de personas. Entonces Tetsugen empleó todo el dinero que había recaudado en ayudar a aquellas pobres gentes.

Luego comenzó de nuevo a recolectar fondos. Y otra vez pasaron varios años hasta que consiguió la suma necesaria. Entonces se desató una epidemia en el país, y Tetsugen vo!vió a gastar todo el dinero en ayudar a los damnificados.

Una vez más, volvió a empezar de cero y, por fin, al cabo de veinte años, su sueño se vió hecho realidad.

Las planchas con que se imprimió aquella primera edición de los sutras se exhiben actualmente en el monasterio Obaku, de Kyoto. Los japoneses cuentan a sus hijos que Tetsugen sacó, en total, tres ediciones de los sutras, pero que las dos primeras son invisibles y muy superiores a la tercera-

 

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Dos hermanos, el uno soltero y el otro casado, poseían una granja cuyo fértil suelo producía abundante grano, que los dos hermanos se repartían a partes iguales.

Al principio todo iba perfectamente. Pero llegó un momento en que el hermano casado empezó a despertarse sobresaltado todas las noches, pensando: “No es justo. Mi hermano no está casado y se lleva la mitad de la cosecha; pero yo tengo mujer y cinco hijos, de modo que en mi ancianidad tendré todo cuanto necesite. ¿Quién cuidará de mi pobre hermano cuando sea viejo? Necesita ahorrar para el futuro mucho más de lo que actualmente ahorra, porque su necesidad es, evidentemente, mayor que la mía”.

Entonces se levantaba de la cama, acudía sigilosamente adonde su hermano y vertía en el granero de éste un saco de grano.

También el hermano soltero comenzó a despertarse por las noches y a decirse a sí mismo: “Esto es una injusticia. Mi hermano tiene mujer y cinco hijos y se lleva la mitad de la cosecha. Pero yo no tengo que mantener a nadie más que a mí mismo. ¿Es justo, acaso, que mi pobre hermano, cuya necesidad es mayor que la mía, reciba lo mismo que yo?”.

Entonces se levantaba de la cama y llevaba un saco de grano al granero de su hermano.

Un día, se levantaron de la cama al mismo tiempo y tropezaron uno con otro, cada cual con un saco de grano a la espalda.

Muchos años más tarde, cuando ya habían muerto los dos, el hecho se divulgó. Y cuando los ciudadanos decidieron erigir un templo, escogieron para ello el lugar en el que ambos hermanos se habían encontrado, porque no creían que hubiera en toda la ciudad un lugar más santo que aquél.

La verdadera diferencia religiosa no es la diferencia entre quienes dan culto y quienes no lo dan, sino entre quienes aman y quienes no aman.

 

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Un acaudalado labrador irrumpió un día en su casa gritando con voz angustiada: “¡Rebeca, corre un terrible rumor en la ciudad: el Mesías está aquí!”.

“¿Y qué tiene eso de terrible?”, le replicó su mujer. “Yo creo que es fantástico. ¿Qué es lo que tanto te preocupa?”.

“¿Que qué es lo que me preocupa?”, exclamó el hombre. “Después de tantos años de sudores y de esfuerzos, al fin hemos conseguido ser ricos: tenemos mil cabezas de ganado, los graneros llenos y los árboles cargados de fruta... y ahora tendremos que deshacernos de todo y seguirle a él... ¿y me preguntas qué es lo que me preocupa?”.

“Tranquilízate”, le dijo su mujer. “El Señor nuestro Dios es bueno. Sabe cuánto hemos tenido que sufrir siempre los judíos. Siempre ha habido alguien que nos hiciera la vida imposible: el Faraón, Amán, Hitler... Pero nuestro Dios siempre ha encontrado el modo de castigarlos, ¿o no? Sólo tienes que tener fe, mi querido esposo. También hallará el modo de ocuparse del Mesías».

 

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Goldstein, a sus noventa y dos años, había conocido los “pogroms” en Polonia, los campos de concentración en Alemania y toda clase de persecuciones contra los judíos.

“¡Oh Señor!”, dijo. “¿No es verdad que somos tu pueblo elegido”.

“Bueno ¿y no es hora de que elijas a alguien distinto?”.

 

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Un ateo cayó por un precipicio y, mientras rodaba hacia abajo, pudo agarrarse a una rama de un pequeño árbol, quedando suspendido a 300 metros de las rocas del fondo, pero sabiendo que no podía aguantar mucho tiempo en aquella situación.

Entonces tuvo una idea: "¡Dios!", gritó con todas sus fuerzas.

Pero sólo le respondió el silencio.

“¡Dios!”, volvió a gritar: “¡Si existes, sálvame, y te prometo que creeré en ti y enseñaré a otros a creer!”.

¡Más silencio! Pero, de pronto, una poderosa Voz, que hizo

que retumbara todo el cañón, casi le hace soltar la rama del susto: “Eso es lo que dicen todos cuando están en apuros”.

“¡No, Dios, no!”, gritó el hombre, ahora un poco mas esperanzado. “¡Yo no soy como los demás! ¿Por qué había de serlo, si ya he empezado a creer al haber oído por mí mismo tu Voz? ¿O es que no lo ves? ¡Ahora todo lo que tienes que hacer es salvarme, y yo proclamaré tu nombre hasta los confines de la tierra!”.

“De acuerdo”, dijo la Voz, “te salvaré. Suelta esa rama”.

“¿Soltar la rama?”, gimió el pobre hombre. “¿Crees que estoy loco?”.

Se dice que, cuando Moisés alzó su cayado sobre el Mar Rojo, no se produjo el esperado milagro. Sólo cuando el primer israelita se lanzó al mar, retrocedieron las olas y se dividieron las aguas, dejando expedito el paso a los judíos.

 

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La casa del mullah Nasrudin estaba ardiendo, de manera que él subió corriendo al tejado para ponerse a salvo. Y allí estaba, en tan difícil situación, cuando sus amigos se reunieron en la calle extendiendo con sus manos una manta y gritándole: “¡Salta, mullah, salta!”.

“¡Ni hablar! ¡No pienso hacerlo!”, dijo el mullah. “Os conozco de sobra, y sé que, si salto, retiraréis la manta y me dejaréis en ridículo!”.

“¡No seas estúpido, mullah! ¡Esto no es ninguna broma! ¡Va en serio salta!”.

“¡No!”, replicó Nasrudin. “¡No confío en ninguno de vosotros! ¡Dejad la manta en el suelo y saltaré!”.

 

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Se le oyó por casualidad al viejo avaro rezar del siguiente modo: “Si el Todopoderoso, cuyo santo Nombre sea siempre bendito, me concediera cien mil dólares, yo daría diez mil a los pobres. Prometo que lo haría. Y si el Todopoderoso -loado sea eternamente- no confiara en mí, que deduzca los diez mil y me envíe el resto”.

 

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El piloto a los pasajeros a mitad del vuelo: “Lamento informarles que estamos en graves dificultades. Ahora sólo Dios puede salvarnos”.

Un pasajero se volvió hacia un sacerdote que viajaba a su lado y le preguntó qué era lo que había dicho el piloto. Y el sacerdote le respondió: “Dice que no hay esperanza”.

 

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En su peregrinación a La Meca, un santo sufi comprobó con satisfacción que apenas había peregrinos en el lugar sagrado cuando él llegó: así podría practicar sus devociones sin agobios.

Una vez cumplidas las prácticas religiosas prescritas, se arrodilló, tocó el suelo con la frente y dijo: “¡Alá, no tengo más que un deseo en mi vida: concédeme la gracia de no ofenderte nunca más!”.

Cuando el Todopoderoso lo oyó, rió estruendosamente y dijo: ¡Eso es lo que todos piden. Pero dime: si concediera a todos esa gracia, ¿a quien iba yo a perdonar?”.

Cuando al pecador le recriminaron su desenvuelto modo de entrar en el templo, él replicó: “No hay una sola persona a la que el cielo no cubra ni hay nadie a quien el suelo no sostenga. ¿Y no es Dios la tierra y el cielo para todos nosotros?”.

 

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Un sacerdote ordenó a su diácono que reuniera a diez hombres para rezar por la curación de un enfermo.

Cuando todos estuvieron reunidos, alguien susurró al oído

del sacerdote: “Hay algunos conocidos ladrones entre esos hombres...” .

“Tanto mejor”, dijo el sacerdote. “Si las Puertas de la Misericordia están cerradas, ellos serán los expertos que las abran”.

 

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Un viajero caminaba un día por la carretera cuando pasó junto a él como un rayo un caballo montado por un hombre de mirada torva y con sangre en las manos.

Al cabo de unos minutos llegó un grupo de jinetes y le preguntaron si había visto pasar a alguien con sangre en las manos.

“¿Quién es él?”, preguntó el viajante.

“Un malhechor”, dijo el cabecilla del grupo.

“¿Y lo perseguís para llevarlo ante la justicia?”.

“No. Lo perseguimos para enseñarle el camino».

Sólo la reconciliación salvará al mundo, no la justicia, que suele ser una forma de venganza.

 

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Una noche, estaba el poeta Awhadi de Kerman sentado en el porche de su casa e inclinado sobre un cuenco de barro. Pasó por allí el sufi Shams- e Tabrizi y le preguntó: “¿Qué estás haciendo?”.

“Contemplando la luna en una taza de agua”, le respondió.

“A no ser que te hayas roto el cuello, ¿por qué no miras directamente a la luna en el cielo?”.

Las palabras son un reflejo imperfecto de la realidad. Un hombre creía saber cómo era el Taj Mahal porque había visto un trozo de mármol y alguien le dijo que el Taj Mahal no era más que un montón de piezas como aquélla. Y otro hombre estaba convencido de que, como habíá visto agua del Niágara en un cubo, sabía cómo eran las cataratas.

 

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“¡Tiene usted un niño precioso!”.

“Esto no es nada. Debería usted verle en fotografía».

 

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Las palabras (y los conceptos) son indicios, no reflejo, de la realidad. Pero, como dicen los místicos orientales, “Cuando el Sabio señala la luna, el idiota no ve más que el dedo”.

Un borracho iba una noche tambaleándose por un puente cuando tropezó con un amigo. Se apoyaron en la barandilla y estuvieron charlando un rato.

“¿Qué es eso que hay allí abajo?”, preguntó de pronto el borracho.

“Es la luna”, le respondió su amigo.

El borracho volvió a mirar, asintió incrédulo con la cabeza y dijo: “Sí, claro, pero ¿cómo demonios ha llegado ahí?”.

Casi nunca vemos la realidad. Lo que vemos es un reflejo de la misma en forma de palabras y conceptos que en seguida confundimos con la realidad. El mundo en el que vivimos es, en su mayor parte, una construcción mental.

 

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La gente se alimenta de palabras y vive de palabras, y estará perdida sin ellas.

Un mendigo le tiró de la manga a un transeúnte y le pidió dinero para una taza de café. Y esto fue lo que le contó: “Hubo un tiempo, señor, en que yo era un próspero hombre de negocios, exactamente igual que usted. Trabajaba sin parar día y noche. Y sobre la mesa de mi despacho tenía un pequeño cartel con un lema: "Piensa creativamente, actúa decididamente, vive peligrosamente”. Y mientras mi vida se rigió por aquel lema, el dinero me entraba a raudales. Pero luego... Luego... (los sollozos hacían estremecerse la figura del mendigo) ...la mujer de la limpieza arrojó el cartel a la basura”.

Cuando barras el atrio del templo, no te pares a leer los viejos periódicos. Cuando limpies tu corazón, no te pares a jugar con las palabras

 

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Érase una vez un hombre sumamente estúpido que, cuando se levantaba por las mañanas, tardaba tanto tiempo en encontrar su ropa que por las noches casi no se atrevía a acostarse, sólo de pensar en lo que le aguardaba cuando despertara.

Una noche tomó papel y lápiz y, a medida que se desnudaba, iba anotando el nombre de cada prenda y el lugar exacto en que la dejaba. A la mañana siguiente saco el papel y leyó: “calzoncillos”... y allí estaban. Se los puso. “Camisa”... allí estaba. Se la puso también. “Sombrero”... Allí estaba. Y se lo encasquetó en la cabeza.

Estaba verdaderamente encantado... hasta que le asaltó un horrible pensamiento: “Y yo... ¿Dónde estoy yo?” Había olvidado anotarlo. De modo que se puso a buscar y a buscar..., pero en vano. No pudo encontrarse a sí mismo.

¿Y qué pasa con los que dicen: “Estoy leyendo este libro para averiguar quién soy”?

 

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Uno de los más renombrados sabios de la antigua India fue Svetaketu, el cual obtuvo su sabiduría del siguiente modo: cuando no tenía más que siete años, su padre le envió a estudiar los Vedas. A fuerza de aplicación y de inteligencia, el muchacho eclipsó a todos sus condiscípulos, hasta el punto de que, con el tiempo, fue considerado el mayor experto viviente en las Escrituras... cuando apenas había dejado atrás su juventud.

De vuelta a casa, su padre, para poner a prueba el talento de su hijo, le hizo esta pregunta: “¿Has aprendido lo que, una vez aprendido, hace que ya no sea necesario aprender más? ¿Has descubierto lo que, una vez descubierto, hace que cese todo sufrimiento? ¿Has conseguido saber lo que no puede ser enseñado?”.

“No”, respondió Svetaketu.

“Entonces”, dijo su padre, “lo que has aprendido en todos estos años no sirve para nada, hijo mío”.

A Svetaketu le impresionó tanto la verdad de las palabras de su padre que se puso desde entonces a descubrir, a través del silencio, la sabiduría que no puede expresarse con palabras.

Cuando se seca el estanque y se quedan los peces sin una gota de agua, no basta con echarles el aliento o tratar de humedecerlos con saliva: hay que tomarlos y echarlos al lago.

No trates de animar a las personas con doctrinas; devuélvelas a la realidad. Porque el secreto de la vida hay que encontrarlo en la vida misma, no en las doctrinas sobre ella.

 

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Un “buscador” le preguntó al sufi Jalaluddin Rumi si el Corán era un buen libro para leer.

Y le respondió: “Más bien deberías preguntarte a ti mismo si estás en condiciones de sacar provecho de él”.

Un místico cristiano solía decir de la Biblia: “Por muy útil que sea una minuta, no sirve para comer”.

 

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Un niño en clase de geografía: “La longitud y la latitud sirven para que, cuando estás ahogándote, puedas llamar diciendo en qué longitud y latitud estás y vengan a salvarte”.

Como hay una palabra para designar la sabiduría, la gente cree saber lo que es la sabiduría. Pero nadie llega a ser un astrónomo por haber comprendido el significado de la palabra “astronomía”.

No por mantener el termómetro elevado a base de echarle el aliento vas a calentar la habitación.

 

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Todos los días se podía ver meditando pacíficamente a un anciano monje, sentado en el rincón de una biblioteca japonesa.

“No lee usted nunca los sutras...”, le dijo el bibliotecario.

“Nunca aprendí a leer”, respondió el monje.

“¡Qué desgracia! Un monje como usted debería saber leer... ¿Quiere usted que le enseñe yo?”.

“Sí”, dijo el monje. Y apuntándose al pecho con un dedo añadió: “Dígame qué significa este carácter”.

¿Por qué encender una antorcha cuando el sol brilla en el cielo? ¿Por qué regar la tierra cuando la lluvia cae a cántaros?

 

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Un guru prometió a un discípulo que había de revelarle algo mucho más importante que todo cuanto contienen las escrituras.

Cuando el discípulo, tremendamente impaciente, le pidió que cumpliera su promesa, el guru le dijo: “Sal afuera, bajo la lluvia, y quédate con los brazos y la cabeza alzados hacia el cielo. Eso te proporcionará tu primera revelación”.

Al día siguiente, el discípulo acudió a informarle: “Seguí tu consejo y me calé hasta los huesos... Y me sentí como un perfecto imbécil”.

“Bueno”, dijo el guru, “para ser el primer día, es toda una revelación, ¿no crees?”.

 

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Dice el poeta Kabir:.

¿De qué le sirve al sabio abstraerse en el estudio detallado de palabras sobre esto y lo de más allá, si su pecho no está empapado de amor?

¿De qué le sirve al asceta vestirse con vistosos ropajes, si en su interior no hay colorido?

¿De qué te sirve limpiar tu comportamiento ético hasta sacarle brillo, si no hay música dentro de ti?

El discípulo: “¿Cuál es la diferencia entre el conocimiento y la iluminación?”.

El maestro: “Cuando posees el conocimiento, empleas una antorcha para mostrar el camino. Cuando posees la iluminación, te conviertes tú mismo en antorcha”.

 

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Un día en que soplaba un fortísimo viento, saltó un paracaidista del avión y fue arrastrado a más de cien millas de su objetivo, con la mala suerte de que su paracaídas quedó enredado en un árbol, del que estuvo colgando y pidiendo socorro durante horas, sin saber siquiera dónde estaba.

Al fin pasó alguien por allí y le preguntó: “¿Qué haces subido en ese árbol?”.

El paracaidista le contó lo ocurrido, y luego le preguntó: “¿Puedes decirme dónde estoy?”.

“En un árbol”, le respondió el otro.

“¡Oye, tú debes de ser clérigo...!”.

El otro quedó sorprendido. “Sí, lo soy. ¿Cómo lo has sabido?”.

“Porque lo que dices es verdad, pero no sirve para nada”.

 

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En un restaurante chino hay un grupo de amigos disfrutando de la música que interpreta un conjunto. De pronto, un solista empieza a tocar una pieza que les resulta conocida; todos reconocen la melodía, pero ninguno puede recordar su nombre. Entonces llaman por señas al camarero y le piden que averigüe qué es lo que está tocando el intérprete. El camarero se dirige adonde están los músicos y, al poco rato, regresa con el rostro iluminado por una sonrisa de triunfo y cuchichea ruidosamente: “¡El violín!”.

¡La aportación del intelectual a la espiritualidad!

 

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La obra estaba en plena representación en el teatro del pueblo cuando, de pronto, cayó el telón y salió al proscenio el director.

“Señoras y señores”, dijo, “me apena profundamente tener que decirles que el protagonista, nuestro queridísimo alcalde, acaba de sufrir un fatal ataque al corazón en su camerino. Por tanto, nos vemos obligados a suspender la representación”.

Al escuchar aquello, una corpulenta mujer de media edad que se encontraba en la primera fila se levantó y gritó agitadísima: “¡Rápido! ¡Que le den caldo de pollo!”.

“Señora”, dijo el director, “el ataque ha sido fatal. ¡El alcalde ha muerto!”.

“¡Entonces, que se lo den enseguida!”.

El director estaba que mordía: “Señora”, suplicó, “¿quiere usted decirme qué bien puede hacerle a un hombre muerto un caldo de pollo?”.

“¿Y qué mal puede hacerle?”, gritó ella.

El caldo de pollo es para los muertos lo que la religión es para los inconscientes, cuyo número, por desgracia, es infinito.

 

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Al Maestro le sorprendió escuchar un enorme follón cuando se dirigía a su patio. Le dijeron que uno de los causantes del altercado era un discípulo suyo, y él mandó que se lo trajeran y le preguntó cuál era la causa de todo aquel estrépito.

“Ha venido a visitarte una delegación de intelectuales, y yo les he dicho que tú no malgastas tu tiempo con personas que tienen la cabeza atiborrada de libros y de ideas, pero vacía de sabiduría, porque ésa es la clase de personas que, con su engreimiento, originan en todas partes los dogmas y las divisiones entre la gente”.

El Maestro sonrió y musitó: “¡Qué verdad es ésa...! Pero dime: ¿no será tu propio engreimiento, al pretender ser diferente de los intelectuales, la causa de este conflicto y de esta división?”.

 

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A un sabio hindú estaban leyéndole la Vida de Jesús.

Cuando supo cómo Jesús había sido rechazado por su propia gente en Nazaret, exclamó: “¡Un rabino cuya congregación no desee expulsarlo de la ciudad no es un rabino!”.

Y cuando oyó cómo los sacerdotes condenaron a muerte a Jesús, suspiró y dijo: “¡Qué difícil le resulta a Satán engañar a todo el mundo...! Por eso escoge a destacados eclesiásticos en las diferentes partes del globo”.

El lamento de un obispo: “¡Dondequiera que fue Jesús, hubo una revolución; dondequiera que voy yo, me sirven té!”.

 

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Cuando te sigue un millón de personas, te preguntas en qué te habrás equivocado.

Un autor hebreo explica que los judíos no son proselitistas, sino que se exige a los rabinos que hagan tres distintos esfuerzos para desanimar a los posibles conversos

La espiritualidad es para una “élite”: no puede transigir en lo más mínimo para hacerse aceptable; por eso no es del agrado de las masas, que quieren jarabe, no medicina. En cierta ocasión, cuando le seguían grandes multitudes, Jesús les dijo:.

“Quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos y ver si tiene para acabarla? ¿O qué rey, si sale a enfrentarse con otro rey, no se sienta antes y delibera si con diez mil puede salir al paso del que viene contra él con veinte mil? Y si no, cuando está todavía lejos, envía una embajada para llegar a un acuerdo. Pues, de igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo”.

La gente no desea la verdad. Desea promesas tranquilizadoras.

 

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Le contaron a un antiguo filósofo, muerto desde hacía muchos siglos, que sus representantes estaban desfigurando sus enseñanzas. Como era un hombre compasivo y amante de la verdad, se las arregló para que, tras muchos esfuerzos, le fuera concedido regresar a la tierra durante unos días.

Le llevó varias jornadas convencer de su identidad a sus sucesores. Y una vez despejadas las dudas, ellos no tardaron en perder todo interés en lo que él tenía que decir, y le pidieron que les revelara el secreto para regresar a la vida desde el sepulcro.

El tuvo que hacer enormes esfuerzos para convencerles de que no tenía manera de hacerles partícipes de dicho secreto, y que era infinitamente más importante para el bien de la humanidad el que ellos le devolvieran a su doctrina su pureza originaria.

Pero todo fue en vano. Lo que ellos le arguyeron fue: “¿No comprendes que lo importante no es lo que tú enseñaste, sino nuestra manera de interpretarlo? A fin de cuentas, tú no eres más que un ave de paso, mientras que nosotros estamos aquí de modo permanente”.

Cuando Buda muere, nacen las escuelas.

 

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Un predicador le dice a un amigo suyo: “Nuestra iglesia acaba de experimentar su mayor resurgimiento en muchos años”.

“¿Cuántos se han apuntado?”.

“Ninguno. Hemos perdido a quinientos”.

¡Jesús habría aplaudido!

Por desgracia, la experiencia enseña que nuestras convicciones religiosas guardan tanta relación con nuestra santidad personal como el “esmoquin” de un hombre con su digestión.

 

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Todos los filósofos, teólogos y doctores de la ley fueron reunidos en el tribunal para asistir al juicio del mullah Nasrudin, a quien se imputaba la grave acusación de haber ido de ciudad en ciudad diciendo: “Vuestros supuestos dirigentes religiosos son unos ignorantes y están confusos”. De modo que le acusaron de hereje, lo cual estaba penado con la muerte.

“Puedes hablar tú el primero”, le dijo el Califa.

El mullah estaba perfectamente tranquilo. “Ordena que traigan papel y plumas para escribir”, dijo, “y que lo repartan entre los diez hombres más sabios de esta augusta asamblea”.

Y, para regocijo de Nasrudin, se organizó entre todos ellos una tremenda disputa acerca de quién era el más sabio de todos. Cuando la contienda concluyó y quedaron provistos de papel y pluma los diez elegidos, el mullah dijo: Que cada uno de ellos escriba la respuesta a la siguiente pregunta: ¿De qué está hecha la materia?”.

Las respuestas fueron escritas y entregadas al Califa, el cual las leyó. Uno decía: “Está hecha de la nada”. Otro: “De moléculas”. Otro: “De energía” Y otros: “De luz”, “No lo sé”, “De esencia metafísica”, etc.

Y Nasrudin dijo al Califa: “Cuando se pongan de acuerdo acerca de lo que es la materia, estarán en condiciones de juzgar asuntos del espíritu. Pero ¿no es extraño que no puedan ponerse de acuerdo en algo de lo que ellos mismos están hechos y, sin embargo, sean unánimes a la hora de decidir que yo soy un hereje?”.

Lo que produce daño no es la diversidad de nuestros dogmas, sino nuestro dogmatismo. Por eso, si cada uno de nosotros hiciera aquello de lo que está firmemente persuadido que es la voluntad de Dios, el resultado sería el más absoluto caos. La culpa la tiene la certeza. La persona espiritual conoce la incertidumbre, que es un estado de ánimo desconocido para el fanático religioso.

 

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Una noche, un pescador entró a hurtadillas en el parque de un hombre rico y echó sus redes en el estanque lleno de peces. Pero el otro lo oyó y envió a sus guardias contra él.

Cuando vio que le andaban buscando por todas partes con antorchas encendidas, el pescador cubrió apresuradamente su cuerpo de cenizas y se sentó bajo un árbol, como hacen los santones en la India.

Los guardias, a pesar de buscar durante horas, no encontraron a ningún pescador furtivo. Lo único que vieron fue a un hombre cubierto de cenizas y sentado bajo un árbol absorto en la meditación.

Al día siguiente se propaló por doquier el rumor de que un gran sabio había decidido establecer su residencia en el parque del hombre rico. La gente acudió en tropel, con flores y toda clase de comida, y hasta con montones de dinero, a presentarle sus respetos, porque existe la piadosa creencia de que los dones hechos a un hombre santo hacen que descienda sobre el donante la bendición de Dios.

El pescador, trocado en santo, quedó asombrado de su buena suerte. “Es más fácil vivir de la fe de esta gente que del trabajo de mis manos”, se dijo para sí. De manera que siguió meditando y no volvió jamás a trabajar.

 

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Un rey soñó que había visto a un rey en el paraíso y a un sacerdote en el infierno. Cuando estaba preguntándose cómo podía ser aquello, oyó una Voz que decía: “El rey está en el paraíso por haber respetado a los sacerdotes. El sacerdote está en el infierno por haber transigido con los reyes”.

 

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Cuando la Hermana preguntó a los niños en clase qué querían ser cuando fuesen mayores, el pequeño Tommy dijo que quería ser piloto. Elsie respondió que quería ser médico. Bobby, para satisfacción de la Hermana, afirmó que quería ser sacerdote. Al fin, se levantó Mary y dijo que quería ser prostituta.

“¿Qué has dicho, Mary? ¿Querrías repetirlo?”.

“Cuando sea mayor”, dijo Mary con ese aspecto de quien sabe exactamente lo que quiere, “seré una prostituta”.

La Hermana se quedó viendo visiones. Inmediatamente, Mary fue separada del resto de los niños y enviada al capellán.

Al capellán le habían explicado los hechos a grandes líneas, pero quería comprobarlos personalmente. “Mary”, le dijo a la niña, “dime con tus propias palabras lo que ha ocurrido”.

“Bueno”, dijo Mary, un tanto desconcertada por todo aquel lío, “la Hermana me preguntó qué quería ser cuando fuera mayor, y yo le dije que quería ser una prostituta”.

“¿Has dicho "prostituta"?”, preguntó el capellán recalcando la última palabra.

“Sí”.

“¡Cielos, qué alivio! ¡Todos habíamos creído que habías dicho que querías ser protestante!”.

 

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El rabino Abrahán había llevado una vida ejemplar. Y cuando le llegó la hora, dejó este mundo rodeado de la veneración y el afecto de su congregación, que había llegado a considerarle como un santo y como la principal causa de todas las bendiciones que todos ellos habían recibido de Dios.

Y algo parecido sucedía en “la otra orilla”, donde los ángeles salieron a recibirlo con exclamaciones de alabanza. Pero, en medio de todo aquel regocijo, el rabino, que parecía un tanto afligido y como retraído, conservó la calma y se negó a ser agasajado. Finalmente, lo condujeron ante el Tribunal, donde se sintió rodeado de una infinita y amorosa benevolencia y oyó una Voz que le decía con infinita ternura: “¿Qué es lo que te aflige, hijo mío?”.

“Santo entre los santos”, respondió el rabino, “yo soy indigno de todos los honores que aquí se me tributan. Aun cuando fuera considerado como un ejemplo para la gente, tiene que haber algo malo en mi vida, porque mi único hijo, a pesar de mi ejemplo y de mis enseñanzas, ha abandonado nuestra fe y se ha hecho cristiano”.

“Eso no debe inquietarte, hijo mío. Yo comprendo perfectamente cómo te sientes, porque tengo un hijo que hizo exactamente lo mismo”.

 

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En la ciudad irlandesa de Belfast, un sacerdote católico, un pastor protestante y un rabino judío se enzarzaron en una acalorada discusión teológica. De pronto se apareció un ángel en medio de ellos y les dijo: “Dios os envía sus bendiciones. Formulad cada uno un deseo de paz, y será satisfecho por el Todopoderoso”.

Y el pastor dijo: “Que desaparezcan todos los católicos de nuestra hermosa isla, y reinará la Paz”.

Luego dijo el sacerdote: “Que no quede un solo protestante en nuestro sagrado suelo irlandés, y vendrá la Paz a nuestra isla”.

“¿Y qué dices tú, rabino?”, le preguntó el ángel, “¿No tienes ningún deseo?”.

“No”, respondió el rabino. “Me conformo con que se cumplan los deseos de estos dos caballeros”.

El niño: “¿Eres presbiteriana?”.

La niña: “No. Pertenecemos a distintas abominaciones”.

 

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Un cazador mandó a su perro a buscar algo que se movía entre los árboles. El perro hizo salir de allí a un zorro y lo acosó hasta que estuvo en situación de ser alcanzado por las balas del cazador.

El zorro, agonizante, le dijo al perro: “¿Nunca te dijeron que el zorro es hermano del perro?”.

“Por supuesto que sí”, respondió el perro. “Pero eso es para los idealistas y para los estúpidos. Para los que somos prácticos, la fraternidad es producto de la coincidencia de intereses”.

Le dijo un cristiano a un budista: “En realidad, podríamos ser hermanos. Pero eso es para los idealistas y para los estúpidos. Para los que somos prácticos, la fraternidad radica en la coincidencia de las creencias”.

Por desgracia, la mayoría de las personas poseen la religión suficiente para odiar, pero no lo bastante como para amar.

 

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En su autobiografía, el Mahatma Gandhi cuenta cómo durante sus tiempos de estudiante en Sudáfrica, le interesó profundamente la Biblia, en especial el Sermón del Monte.

Llegó a convencerse de que el cristianismo era la respuesta al sistema de castas que durante siglos había padecido la India, y consideró muy seriamente la posibilidad de hacerse cristiano.

Un día quiso entrar en una iglesia para oír misa e instruirse, pero le detuvieron a la entrada y, con mucha suavidad, le dijeron que, si deseaba oír misa, sería bien recibido en una iglesia reservada a los negros.

Desistió de su idea y no volvió a intentarlo.

 

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Un pecador público fue excomulgado y se le prohibió entrar en la iglesia.

Entonces le presentó sus quejas a Dios: “No quieren dejarme entrar, Señor, porque soy un pecador...”

“¿Y de qué te quejas?”, le dijo Dios. “Tampoco a mí me dejan entrar”.

 

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Una iglesia, o una sinagoga, necesitan recaudar dinero para sobrevivir. Pues bien, érase una vez una sinagoga judía en la que no hacían colecta entre los fieles, como suele hacerse en las iglesias cristianas. Su método para recaudar fondos consistía en vender entradas para obtener asiento en las festividades solemnes, que era cuando mayor asistencia había y la gente se mostraba más generosa.

Una de esas fiestas, llegó un muchacho a la sinagoga en busca de su padre, pero los conserjes no le permitían entrar porque no tenía entrada.

“Por favor”, dijo el muchacho, “se trata de un asunto muy importante...”

“Eso es lo que dicen todos”, replicó impasible el conserje.

El chico se desesperó y comenzó a suplicar: “Por favor, señor, déjeme entrar... Es cuestión de vida o muerte... Sólo tardaré un minuto...”.

Al fin, el conserje se ablandó: “Está bien; si es tan importante, de acuerdo... Pero ¡que no te pille yo rezando”.

Desgraciadamente, la religión organizada tiene sus limitaciones.

 

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El predicador estaba aquel día más elocuente que de costumbre, y todos, lo que se dice todos, soltaron la lágrima. Bueno, no exactamente todos, porque en el primer banco estaba sentado un caballero con la mirada fija en un punto delante de sí, totalmente insensible al sermón.

Concluido el servicio, alguien le dijo: “Ha escuchado usted el sermón, ¿no es cierto?”.

“Por supuesto”, respondió glacialmente el caballero. “No estoy sordo”.

“¿Y qué le ha parecido?”.

“Tan emocionante que daban ganas de llorar”.

“¿Y por qué, si me permite preguntárselo, no ha llorado?”.

“Porque no soy de esta parroquia”.

 

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Según un cierto relato, cuando Dios creó el mundo y quedó extasiado ante la bondad del mismo, Satán compartió su arrobamiento -a su manera, por supuesto-, pues, mientras contemplaba una maravilla tras otra, no dejaba de exclamar: “¡Qué bueno es! ¡Vamos a organizarlo...!”.

“¡...y a divertirnos con él cuanto podamos!”.

¿Has intentado alguna vez organizar algo como, por ejemplo, la paz? En el momento en que lo hagas verás lo que son los conflictos de poder y las luchas internas dentro de la organización. La única manera de tener paz es dejarla crecer libremente.

 

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Un obispo estaba examinando la idoneidad de un grupo de candidatos al bautismo.

“¿En qué habrán de conocer los demás que sois católicos?”, les preguntó.

Pero no obtuvo respuesta. Evidentemente, nadie esperaba aquella pregunta. El obispo la repitió, pero esta vez haciendo el signo de la cruz para darles una pista sobre la respuesta exacta.

De pronto, uno de los candidatos dijo: “¡En el amor!”.

El obispo quedó desconcertado, y a punto estuvo de decir: “Falso”, pero se contuvo en el último momento.

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Alguien solicitó del obispo el “imprimatur” para un libro dirigido a los niños que contenía las parábolas de Jesús, unas cuantas ilustraciones y una serie de sentencias evangélicas. Ni una palabra más.

El «imprimatur» fue concedido con la acostumbrada reserva “El "imprimatur" no implica necesariamente que el obispo comparta las opiniones expresadas en el libro”.

¡Y dale con las trabas organizativas!

 

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Así crecen las organizaciones espirituales:.

Un guru quedó tan impresionado por el progreso espiritual de su discípulo que, pensando que ya no necesitaba ser guiado, le permitió independizarse y ocupar una pequeña cabaña a la orilla de un río.

Cada mañana, después de efectuar sus abluciones, el discípulo ponía a secar su taparrabos, que era su única posesión. Pero un día quedó consternado al comprobar que las ratas lo habían hecho trizas. De manera que tuvo que mendigar entre los habitantes de la aldea para conseguir otro. Cuando las ratas también destrozaron éste, decidió hacerse con un gato, con lo cual dejó de tener problemas con las ratas, pero, además de mendigar para su propio sustento, tuvo que hacerlo para conseguir leche para el gato.

“Esto de mendigar es demasiado molesto”, pensó, “y demasiado oneroso para los habitantes de la aldea. Tendré que hacerme con una vaca”. Y cuando consiguió la vaca, tuvo que mendigar para conseguir forraje. “Será mejor que cultive el terreno que hay junto a la cabaña”, pensó entonces. Pero también aquello demostró tener sus inconvenientes, porque le dejaba poco tiempo para la meditación. De modo que empleó a unos peones que cultivaran la tierra por él. Pero entonces se le presentó la necesidad de vigilar a los peones, por lo que decidió casarse con una mujer que hiciera esta tarea. Naturalmente, antes de que pasara mucho tiempo se había convertido en uno de los hombres más ricos de la aldea.

Años más tarde, acertó a pasar por allí el guru que se sorprendió al ver una suntuosa mansión donde antes se alzaba la cabaña. Entonces le preguntó a uno de los sirvientes: “¿No vivía aquí un discípulo mío?”.

Y antes de que obtuviera respuesta, salió de la casa el propio discípulo. “¿Qué significa todo esto, hijo mío?”, preguntó el guru.

“No va usted a creerlo, señor”, respondió éste, “pero no encontré otro modo de conservar mi taparrabos”.

 

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En un determinado lugar de una accidentada costa, donde eran frecuentes los naufragios, había una pequeña y destartalada estación de salvamento que constaba de una simple cabaña y un humilde barco. Pero las pocas personas que la atendían lo hacían con verdadera dedicación, vigilando constantemente el mar e internándose en él intrépidamente, sin preocuparse de su propia seguridad, si tenían la más ligera sospecha de que en alguna parte había un naufragio. De ese modo salvaron muchas vidas y se hizo famosa la estación.

Y a medida que crecía dicha fama, creció también el deseo, por parte de los habitantes de las cercanías, de que se les asociara a ellos con tan excelente labor. Para lo cual se mostraron generosos a la hora de ofrecer su tiempo y su dinero, de manera que se amplió la plantilla de socorristas, se compraron nuevos barcos y se adiestró a nuevas tripulaciones. También la cabaña fue sustituida por un confortable edificio capaz de satisfacer adecuadamente las necesidades de los que habían sido salvados del mar y, naturalmente, como los naufragios no se producen todos los días, se convirtió en un popular lugar de encuentro, en una especie de club local. Con el paso del tiempo, la vida social se hizo tan intensa que se perdió casi todo el interés por el salvamento, aunque, eso sí, todo el mundo ostentaba orgullosamente las insignias con el lema de la estación. Pero, de hecho, cuando alguien era rescatado del mar, siempre podía detectarse el fastidio, porque los náufragos solían estar sucios y enfermos y ensuciaban la moqueta y los muebles.

Las actividades sociales del club pronto se hicieron tan numerosas, y las actividades de salvamento tan escasas que en una reunión del club se produjo un enfrentamiento con algunos miembros que insistían en recuperar la finalidad y la actividad originarias. Se procedió a una votación, y aquellos alborotadores, que demostraron ser minoría, fueron invitados a abandonar el club y crear otro por su cuenta.

Y esto fue justamente lo que hicieron: crear otra estación en la misma costa, un poco más allá, en la que demostraron tal desinterés de sí mismos y tal valentía que se hicieron famosos por su heroísmo. Con lo cual creció el número de sus miembros, se reconstruyó la cabaña... y acabó apagándose su idealismo. Si, por casualidad, visita usted hoy aquella zona, se encontrará con una serie de clubs selectos a lo largo de la costa, cada uno de los cuales se siente orgulloso, y con razón, de sus orígenes y de su tradición. Todavía siguen produciéndose naufragios en la zona, pero a nadie parecen preocuparle demasiado.

 

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En un desierto país, los árboles eran bastante escasos y resultaba difícil encontrar fruta. Se decía que Dios quiso asegurarse de que hubiera suficiente para todos, y por eso se había aparecido a un profeta y le había dicho: “Este es mi mandamiento para todo el pueblo, tanto ahora como en futuras generaciones: nadie comerá más de una fruta al día. Hazlo constar en el Libro Sagrado. Y quien quebrante esta ley será considerado reo de pecado contra Dios y contra la humanidad”.

La ley fue fielmente observada durante siglos, hasta que los científicos descubrieron el modo de convertir el desierto en un vergel. El país se hizo rico en cereales y ganado, y los árboles se doblaban bajo el peso de la fruta, que no era recogida, porque las autoridades civiles y religiosas del país seguían manteniendo en vigor la antigua ley.

Y cualquiera que diera muestras de haber pecado contra la humanidad por permitir que se pudriera fruta en el suelo, era tildado de blasfemo y enemigo de la moralidad. Se decía que tales personas, que ponían en tela de juicio la sabiduría de la Sagrada Palabra de Dios, eran guiadas por el orgulloso espíritu de la razón y carecían del espíritu de fe y de sumisión, que era requisito imprescindible para recibir la Verdad.

En los templos solían pronunciarse sermones en los que se afirmaba que los que quebrantaban la ley acababan mal. Ni una sola vez se mencionaba a los que, en igual número, acababan mal a pesar de haber observado fielmente la ley, ni tampoco a los muchísimos que prosperaban a pesar de haberla quebrantado.

Y no podía hacerse nada por cambiar la ley, porque el profeta que había pretendido haberla recibido de Dios había muerto hacía mucho tiempo. De haber vivido, tal vez hubiera tenido el valor y el sentido común de cambiar la ley a tenor de las circunstancias, porque habría tomado la Palabra de Dios no como algo que hubiera que reverenciar, sino como algo que debía usarse para el bienestar del pueblo.

La consecuencia de todo ello es que había personas que se burlaban de la ley, de Dios y de la religión. Otras la quebrantaban en secreto, y siempre con la sensación de estar pecando. Pero la inmensa mayoría la observaba fielmente, llegando incluso a considerarse santos por el simple hecho de haber respetado una absurda y anticuada costumbre de la que el miedo les impedía prescindir.

 

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Las personas verdaderamente religiosas observan la Ley. Pero ni la temen...

 

“¿Cómo se gana usted la vida?”, le preguntó una señora a un hombre joven durante un "cocktail".

“Soy paracaidista”.

“Debe de ser tremendo saltar con paracaídas...”, dijo la señora.

“En fin..., tiene sus malos momentos, sí”.

“¿Y cuál ha sido su más terrible experiencia?”.

“Bueno”, dijo el paracaidista, “creo que fue una vez en que caí en un césped en el que había un letrero que decía: "Prohibido pisar la hierba”.

 

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…ni la reverencian…

Un sargento preguntó a un grupo de reclutas por qué se usaba madera de nogal para la culata del rifle.

“Porque es más dura que cualquier otra madera”, respondió uno de ellos.

“Incorrecto”, dijo el sargento.

“Porque es más elástica”, dijo otro.

“Incorrecto también”.

“Porque tiene mejor brillo...”.

“Ciertamente, tenéis mucho que aprender, muchachos. ¡Se emplea madera de nogal por la sencilla razón de que así lo dicen las ordenanzas!”.

 

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…ni la absulutizan…

Un empleado del ferrocarril informó de un asesinato ocurrido en un tren en los siguientes términos: “El asesino accedió al vagón desde la plataforma, asestó cinco salvajes puñaladas a la víctima, cada una de las cuales era mortal de necesidad, y abandonó el tren por la otra puerta, apeándose en la vía y, consiguientemente, transgrediendo las normas de la Compañía de Ferrocarriles”.

Le criticaban a un noble el que hubiera incendiado la catedraL Y él dijo que lo lamentaba de veras, pero que le habíán informado -erróneamente, como demostraron los hechos- de que el Arzobispo se encontraba dentro.

 

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En una pequeña ciudad, un hombre marcó en el teléfono el 016 y pidió que le pusieran con Información. Al otro lado del teléfono se oyó la voz de una mujer: “Lo siento, tendrá que marcar el 015”.

Cuando hubo marcado el 015, le pareció escuchar la misma voz. Entonces dijo: “¿No es usted la señora con la que acabo de hablar?”.

“Lo soy”, respondió la voz. “Es que hoy cubro los dos servicios”.

 

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…ni la magnifican desproporcionadamente.

El señor Smith había asesinado a su esposa, y la defensa alegó enajenación mental transitoria. El acusado se encontraba declarando, y su abogado le pidió que describiera cómo había sido el crimen.

“Señor Juez”, dijo él, “yo soy un hombre tranquilo y ordenado que vive en paz con todo el mundo. Todos los días me levanto a las siete, desayuno a las siete y media comienzo mi trabajo a las nueve, lo dejo a las cinco de la tarde, llego a casa a las seis, encuentro la cena en la mesa ceno, leo el periódico, miro la televisión y me voy a la cama. Así he vivido hasta el día de marras...”.

Al llegar a este punto, su respiración se aceleró y un brillo de cólera asomó en sus ojos.

“Prosiga”, dijo tranquilamente el abogado. “Cuente a este tribunal lo que sucedió”.

“Aquel día me desperté a las siete, como de costumbre; desayuné a las siete y media, comencé mi trabajo a las nueve, lo dejé a las cinco de la tarde, llegué a casa a las seis y descubrí, consternado, que la cena no estaba en la mesa. Tampoco había rastro de mi mujer. De modo que busqué por toda la casa y la encontré en la cama con un extraño. Entonces le disparé”.

“Describa lo que sintió en el momento en que la mataba”, dijo el abogado, visiblemente interesado en subrayar este punto.

“Yo estaba inconteniblemente furioso. Sencillamente, me había vuelto loco. ¡Señor Juez, damas y caballeros del jurado”, gritó, a la vez que golpeaba con su puño el brazo del sillón, “cuando yo llego a casa a las seis de la tarde, exijo terminantemente que la cena esté en la mesa!”.

 

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no la explotan.

El mullah Nasrudin se encontró un diamante al borde de la carretera. Según la ley, el que encuentra algo sólo puede quedarse con ello si anuncia su hallazgo, en tres ocasiones distintas, en el centro de la plaza del mercado.

Como Nasrudin tenía una mentalidad demasiado religiosa como para hacer caso omiso de la ley, y además era demasiado codicioso como para correr el riesgo de tener que entregar lo que había encontrado, acudió durante tres noches consecutivas al centro del mercado de la plaza, cuando estaba seguro de que todo el mundo estaba durmiendo, y allí anunció con voz apagada: “He encontrado un diamante en la carretera que conduce a la ciudad. Si alguien sabe quién es su dueño, que se ponga en contacto conmigo cuanto antes”.

Naturalmente, nadie se enteró de las palabras del mullah, excepto un hombre que, casualmente, se encontraba asomado a su ventana la tercera noche y oyó cómo el mullah decía algo entre dientes. Cuando quiso averiguar de qué se trataba, Nasrudin le replicó: “Aunque no estoy en absoluto obligado a decírtelo, te diré algo: como soy un hombre religioso, he acudido aquí esta noche a pronunciar ciertas palabras en cumplimiento de la ley”.

Propiamente, para ser malo no necesitas quebrantar la ley. Basta con que la observes a la letra.

 

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Entre los judíos, la observancia del Sábado, el día del Señor, era originariamente algo gozoso; pero los rabinos se pusieron a promulgar mandatos acerca de cómo había que observarlo y de las actividades que estaban permitidas hasta que algunas personas se dieron cuenta de que apenas podían moverse durante el sábado, por miedo a transgredir tal o cual norma.

Baal Sem, hijo de Eliezer, reflexionó mucho a este respecto, y una noche tuvo un sueño: un ángel se lo llevó al cielo y le mostró dos tronos situados mucho más arriba que los demás.

“¿Para quién están reservados?”, preguntó.

“Para ti”, le respondió el ángel, “Si sabes hacer uso de tu inteligencia, y para un hombre cuyo nombre y dirección escribo ahora mismo en este papel que te entrego”.

A continuación, fue llevado al lugar más profundo del infierno y le fueron mostrados dos asientos vacíos. “¿Para quién están reservados?”, preguntó. “Para ti”, fue la respuesta, “si no sabes hacer uso de tu inteligencia, y para el hombre cuyo nombre y dirección figuran en este papel que ahora se te entrega”.

En su sueño, Baal Sem fue a visitar al hombre que habría de ser su compañero en el paraíso, y descubrió que vivía entre los gentiles, que ignoraba por completo las costumbres judías y que los sábados solía dar un banquete de lo más animado al que invitaba a todos sus vecinos gentiles. Cuando Baal Sem le preguntó por qué celebraba aquel tipo de banquetes, el otro le respondió: “Recuerdo que, siendo niño, mis padres me enseñaron que el sábado era un día de descanso y regocijo; por eso mi madre hacía los sábados las más suculentas comidas, en las que cantábamos, bailábamos y armábamos un gran jaleo. Y yo he seguido su ejemplo”.

Baal Sem trató de instruir a aquel hombre en los usos de lo que en realidad era su religión, porque aquel hombre había nacido judío, pero, evidentemente, ignoraba por completo todo tipo de prescripciones rabínicas. Pero se quedó sin habla cuando se dio cuenta de que la alegría que aquel hombre experimentaba los sábados se echaría a perder si se le hacía tomar conciencia de sus deficiencias.

En el mismo sueño, Baal Sem acudió luego a visitar a su posible compañero del infierno, y descubrió que se trataba de un hombre que observaba estrictamente la ley y que sentía el temor constante de que su conducta no fuera la apropiada. El pobre hombre se pasaba todo el sábado en un estado de tensión originado por sus escrúpulos, como si estuviera sentado sobre brasas. Y cuando Baal Sem trató de reprenderle por ser tan esclavo de la ley, perdió la facultad de hablar al caer en la cuenta de que aquel hombre nunca comprendería que podía actuar equivocadamente por tratar de cumplir las normas religiosas.

Gracias a esta revelación en forma de sueño, Baal Sem elaboró un nuevo sistema de observancia, según el cual a Dios se le da culto con la alegría que brota del corazón.

Cuando las personas están alegres, siempre son buenas; mientras que, cuando son buenas, rara vez están alegres.

 

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El sacerdote anunció que el domingo siguiente vendría a la iglesia el mismísimo Jesucristo en persona y, lógicamente la gente acudió en tropel a verlo. Todo el mundo esperaba que predicara, pero él, cuando fue presentado, se limitó a sonreír y dijo: “Hola”. Todos, y en especial el sacerdote le ofrecieron su casa para que pasara aquella noche, pero él rehusó cortésmente todas las invitaciones y dijo que pasaría la noche en la iglesia. Y todos pensaron que era muy apropiado.

A la mañana siguiente, a primera hora, salió de allí antes de que abrieran las puertas de la iglesia. Y cuando llegaron el sacerdote y el pueblo, descubrieron horrorizados que su iglesia había sido profanada: las paredes estaban llenas de “pintadas” con la palabra “¡Cuidado!” No había sido respetado un solo lugar de la iglesia: puertas y ventanas columnas y púlpito, el altar y hasta la Biblia que descansaba sobre el atril. En todas partes, ¡cuidado!, pintado con letras grandes o con letras pequeñas, con lapicero o con pluma, y en todos los colores imaginables. Dondequiera que uno miraras podía ver la misma palabra “¡Cuidado, cuidado, Cuidado, cuidado...!”

Ofensivo. Irritante. Desconcertante. Fascinante. Aterrador. ¿De qué se suponía que había que tener cuidado? No se decía. Tan sólo se decía “¡Cuidado!» El primer impulso de la gente fue borrar todo rastro de aquella profanación de aquel sacrilegio. Y si no lo hicieron, fue únicamente por la posibilidad de que aquello hubiera sido obra del propio Jesús.

Y aquella misteriosa palabra, “¡Cuidado!”, comenzó, a partir de entonces, a surtir efecto en los feligreses cada vez que acudían a la iglesia. Comenzaron a tener cuidado con las Escrituras, y consiguieron servirse de ellas sin caer en el fanatismo. Comenzaron a tener cuidado con los sacramentos, y lograron santificarse sin incurrir en la superstición. El sacerdote comenzó a tener cuidado con su poder sobre los fieles, y aprendió a ayudarles sin necesidad de controlarlos. Y todo el mundo comenzó a tener cuidado con esa forma de religión que convierte a los incautos en santurrones. Comenzaron a tener cuidado con la legislación eclesiástica, y aprendieron a observar la ley sin dejar de ser compasivos con los débiles. Comenzaron a tener cuidado con la oración, y ésta dejó de ser un impedimento para adquirir confianza en sí mismos. Comenzaron incluso a tener cuidado con sus ideas sobre Dios, y aprendieron a reconocer su presencia fuera de los estrechos límites de su iglesia.

Actualmente, la palabra en cuestión, que entonces fue motivo de escándalo, aparece inscrita en la parte superior de la entrada de la iglesia, y si pasas por allí de noche, puedes leerla en un enorme rótulo de luces de neón multicolores.

 

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Gracia

Se hallaba un sacerdote sentado en su escritorio, junto a la ventana, preparando un sermón sobre la Providencia. De pronto oyó algo que le pareció una explosión, y a continuación vio cómo la gente corría enloquecida de un lado para otro, y supo que había reventado una presa, que el río se había desbordado y que la gente estaba siendo evacuada.

El sacerdote comprobó que el agua había alcanzado ya a la calle en la que él vivía, y tuvo cierta dificultad en evitar dejarse dominar por el pánico. Pero consiguió decirse a sí mismo: “Aquí estoy yo, preparando un sermón sobre la Providencia, y se me ofrece la oportunidad de practicar lo que predico. No debo huir con los demás, sino quedarme aquí y confiar en que la providencia de Dios me ha de salvar”.

Cuando el agua llegaba ya a la altura de su ventana, pasó por allí una barca llena de gente. “¡Salte adentro, Padre!”, le gritaron. “No, hijos míos”, respondió el sacerdote lleno de confianza, “yo confío en que me salve la providencia de Dios”.

El sacerdote subió al tejado y, cuando el agua llegó hasta allí, pasó otra barca llena de gente que volvió a animar encarecidamente al sacerdote a que subiera. Pero él volvió a negarse.

Entonces se encaramó a lo alto del campanario. Y cuando el agua le llegaba ya a las rodillas, llegó un agente de policía a rescatarlo con una motora. Muchas gracias, agente”, le dijo el sacerdote sonriendo tranquilamente, “pero ya sabe usted que yo confío en Dios, que nunca habrá de defraudarme”.

Cuando el sacerdote se ahogó y fue al cielo, lo primero que hizo fue quejarse ante Dios: “¡Yo confiaba en tí! ¿Por qué no hiciste nada por salvarme?”.

“Bueno”, le dijo Dios, “la verdad es que envié tres botes ¿no lo recuerdas?”.

 

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Iban de viaje dos monjes, uno de los cuales practicaba la espiritualidad del ahorro, mientras que el otro creía en la renuncia. Se habían pasado el día discutiendo acerca de sus respectivas espiritualidades, hasta que, al atardecer, llegaron a la orilla de un río.

El que creía en la renuncia no llevaba dinero consigo, y le dijo al otro: “No podemos pagar al barquero para que nos pase al otro lado, pero tampoco hay que preocuparse por el cuerpo. Será mejor que pasemos aquí la noche alabando a Dios, y seguro que mañana encontraremos a un alma buena que nos pague la travesía”.

Y dijo el otro: “A este lado del río no hay pueblo, caserío, cabaña ni refugio alguno. Nos devorarán las bestias salvajes, o nos picarán las serpientes, o nos moriremos de frío. Sin embargo, al otro lado del río podremos pasar la noche confortablemente y a salvo. Yo tengo dinero para pagar al barquero”.

Y una vez a salvo en la otra orilla, le regañó a su compañero: “¿Has visto para lo que vale el ahorrar dinero? Gracias a ello he podido salvar tu vida y la mía. ¿Qué nos habría ocurrido si yo hubiera sido un hombre de renuncia como tú?”.

Y el otro le replicó: “Ha sido tu renuncia la que nos ha permitido cruzar el río, porque te has desprendido de parte de tu dinero para pagar al barquero, ¿no es asi? Además, como yo no llevaba dinero en mi bolsillo, tu bolsillo se ha hecho mío. La verdad es que he observado que yo no sufro jamás, porque siempre tengo lo que necesito”.

 

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Durante una fiesta, en el Japón, le hicieron probar una popular bebida japonesa a un turista, el cual, después de tomar la primera copa, observó que el mobiliario de la habitación se movía.

“Es una bebida muy fuerte...”, le dijo a su anfitrión.

“No demasiado”, replicó éste. “Lo que ocurre es que hay un terremoto”.

 

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Un elefante se separó de la manada y fue a cruzar un viejo y frágil puente de madera tendido sobre un barranco.

La débil estructura se estremeció y crujió, apenas capaz de soportar el peso del elefante.

Una vez a salvo al otro lado del barranco, una pulga que se encontraba alojada en una oreja del elefante exclamó, enormemente satisfecha: “¡Muchacho, hemos hecho temblar ese puente!”.

 

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Una anciana mujer observó con qué precisión, casi científica, se ponía a cantar su gallo, todos los días justamente antes de que saliera el sol, llegando a la conclusión de que era el canto de su gallo el que hacía que el sol saliera.

Por eso, cuando se le murió el gallo, se apresuró a reemplazarlo por otro, no fuera a ser que a la mañana siguiente no saliera el astro rey.

Un día, la anciana riñó con sus vecinos y se trasladó a vivir, con su hermana, a unas cuantas millas de la aldea.

Cuando, al día siguiente, el gallo se puso a cantar, y un poco más tarde comenzó a salir el sol por el horizonte, ella se reafirmó en lo que durante tanto tiempo había sabido: ahora, el sol salía donde ella estaba, mientras que la aldea quedaba a oscuras. ¡Ellos se lo habían buscado!

Lo único que siempre le extrañó fue que sus antiguos vecinos no acudieran jamás a pedirle que regresara a la aldea con su gallo. Pero ella lo atribuyó a la testarudez y estupidez de aquellos ignorantes.

 

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“De modo que éste ha sido tu primer vuelo... Y bien, ¿has pasado miedo?”.

“Bueno, para serte sincero, te diré que no me atrevía siquiera a descargar todo mi peso en el asiento”.

 

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Un discípulo llegó a lomos de su camello ante la tienda de su maestro sufi. Desmontó, entró en la tienda, hizo una profunda reverencia y dijo: “Tengo tan gran confianza en Dios que he dejado suelto a mi camello ahí fuera, porque estoy convencido de que Dios protege los intereses de los que le aman”.

“¡Pues sal afuera y ata a tu camello, estúpido!”, le dijo el maestro. “Dios no puede ocuparse de hacer en tu lugar lo que eres perfectamente capaz de hacer por ti mismo”.

 

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Goldberg poseía el más hermoso jardín de la ciudad y, siempre que pasaba por allí, el rabino le decía a Goldberg: “Tienes un jardín que es una preciosidad. ¡El Señor y tú sois socios!”.

“Gracias, rabino”, respondía Goldberg, a la vez que hacía una reverencia.

Y así durante días, semanas y meses... Al menos dos veces al día, cuando se dirigía a la sinagoga o regresaba de ella, el rabino decía lo mismo: “¡El Señor y tú sois socios!”. Hasta que a Goldberg empezó a fastidiarle lo que, evidentemente, pretendía ser un cumplido por parte del rabino.

De manera que la siguiente vez que el rabino dijo: “¡El Señor y tú sois socios”, Goldberg le replicó: “Tal vez tengas razón. ¡Pero tendrías que haber visto este jardín cuando era el Señor su único propietario!”.

 

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En su Narración de los Santos, cuenta Attar cómo el sufi Habib Ajami fue un día a bañarse al río y dejó sus ropas en la orilla. Entonces pasó por allí Hasan de Basra, vio las ropas y, pensando que se las había dejado allí olvidadas algún despistado, decidió quedarse a vigilarlas hasta que apareciera su dueño.

Cuando llegó Habib en busca de sus ropas, Hasan le dijo: “¿A quién dejaste al cuidado de tus ropas mientras ibas a bañarte al río? ¡Podrían habértelas robado!”.

Y Habib le replicó: “Las dejé al cuidado de Aquel que te ha impuesto a ti el deber de quedarte a vigilarlas”.

 

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Un hombre se perdió en el desierto. Y más tarde refiriendo su experiencia a sus amigos, les contó cómo absolutamente desesperado, se había puesto de rodillas y había implorado la ayuda de Dios.

“¿Y respondió Dios a tu plegaria?”, le preguntaron.

“¡Oh, no! Antes de que pudiera hacerlo, apareció un explorador y me indicó el camino”.

 

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Los futuros padres no pueden ocultar su nerviosismo en la sala de espera del hospital. De pronto, aparece una enfermera y se dirige a uno de ellos: “¡Felicidades, ha tenido usted un niño!”.

Entonces, otro deja caer al suelo la revista que estaba leyendo, se pone en pie de un salto y exclama: “¿Qué dice usted? ¡Yo llegué dos horas antes que él!”.

Por desgracia, hay cosas que se resisten a la organización.

 

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El Presidente del Banco más importante del mundo se encontraba en el hospital. Uno de los Vicepresidentes fue a verle y le dijo: “Deseo expresarle el deseo de nuestra Junta de Directores de que recobre usted la salud y viva otros cien años. Esta es una resolución oficial aprobada por una mayoría de 15 votos a favor, 6 en contra y 2 abstenciones”.

¿Seremos capaces alguna vez de contener nuestros esfuerzos, incendiar el fuego, humedecer el agua y añadirle color a la rosa?

 

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Una familia de refugiados se sentía muy favorablemente impresionada por Norteamérica, especialmente una de las hijas, de seis años de edad, que no tardó en convencerse de que todo lo norteamericano era no sólo lo mejor, sino que incluso era perfecto.

Un día, una vecina le dijo que esperaba un niño, y la pequeña Mary, al llegar a casa, quiso saber por qué ella no podía tener también un niño. Su madre decidió iniciarla en aquel momento en los secretos de la vida y, entre otras cosas, le explicó que hay que esperar nueve meses para tener un niño.

“¡Nueve meses!”, exclamó indignada Mary. “Pero, madre, ¿no estarás olvidando que estamos en Norteamérica?”.

 

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“Mamá, quiero tener un hermanito”.

“Pero si acabas de tener uno...”.

“Pues quiero tener otro”.

“Verás... no puedes tener otro hermanito tan pronto. Lleva tiempo hacer un hermanito”.

“¿Y por qué no haces lo que hace papá en la fábrica?”.

“¿Y qué hace papá?”.

“Emplear a más hombres”.

 

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Una mujer soñó que entraba en una tienda recién inaugurada en la plaza del mercado y, para su sorpresa, descubrió que Dios se encontraba tras el mostrador.

“¿Qué vendes aquí?”, le preguntó.

“Todo lo que tu corazón desee”, respondió Dios.

Sin atreverse casi a creer lo que estaba oyendo, la mujer se decidió a pedir lo mejor que un ser humano podría desear: “Deseo paz de espíritu, amor, felicidad, sabiduría y ausencia de todo temor”, dijo. Y luego, tras un instante de vacilación, añadió: “No sólo para mí, sino para todo el mundo”.

Dios se sonrió y dijo: “Creo que no me has comprendido, querida. Aquí no vendemos frutos. Únicamente vendemos semillas”.

 

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Un hombre bastante piadoso, que estaba pasando apuros económicos, decidió orar de la siguiente manera: “Señor, acuérdate de los años que te he servido como mejor he podido y sin pedirte nada a cambio. Ahora que soy viejo y estoy arruinado, voy a pedirte, por primera vez en mi vida, un favor que estoy seguro que no me vas a negar: haz que me toque la lotería”.

Pasaron días, semanas, meses... ¡y nada! Por fin, casi a punto de desesperarse, gritó una noche: “¿Por qué no me haces caso, Señor?”.

Y entonces oyó la voz de Dios que le replicaba: “¡Hazme caso tú a mil ¿Por qué no compras un billete de lotería?”.

 

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Un joven compositor acudió en cierta ocasión a Mozart para que le dijera cómo desarrollar su talento.

“Le aconsejaría a usted que empezara por cosas sencillas”, le dijo Mozart. “Canciones, por ejemplo”.

“¡Pero usted componía sinfonías cuando todavía era un niño...!”, protestó el otro.

“Es muy cierto. Pero yo no tuve que acudir a nadie a que me dijera cómo desarrollar mi talento”.

 

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Le preguntaron a un hombre de ochenta y tantos años cuál era el secreto de su longevidad.

“Bueno”, respondió, “no bebo ni fumo, y nado dos kilómetros cada día”.

“Pero yo tuve un tío que hacía exactamente lo mismo y murió a los sesenta años...”.

“¡Ah!, lo malo de su tío es que no lo hizo el tiempo suficiente”.

 

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Un domingo por la mañana, después de misa, se fueron Dios y San Pedro a jugar al golf. Salió Dios en el primer hoyo con un poderoso golpe, pero la bola se desvió hacia el “rough”, fuera de la calle.

Sin embargo, en el momento en que la bola iba a tocar el suelo, salió un conejo de detrás de un arbusto, atrapó la bola entre sus dientes y corrió con ella hacia la calle. De pronto, un águila se lanzó en picado, enganchó al conejo con sus garras y salió volando hacia el “green”. Cuando se hallaba en la vertical del “green”, un cazador disparó con su rifle y alcanzó al águila en pleno vuelo. El águila soltó al conejo, el cual, al caer en el “green”, soltó la bola, que fue rodando y entró en el hoyo.

San Pedro, visiblemente molesto, se volvió hacia Dios y le dijo: “¡Ya está bien! ¿Has venido a jugar al golf o a perder el tiempo?”.

¿Y qué me dices de tí? ¿Prefieres entender y jugar el juego de la vida o perder el tiempo con milagros?

 

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Algunas cosas es mejor dejarlas como están.

Un animoso joven que acababa de obtener su diploma de fontanero fue a ver las cataratas del Niágara. Y, tras examinar el lugar durante un minuto, dijo: “Creo que podré arreglarlo”.

 

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Los Santos

Unos han nacido santos, otros alcanzan la santidad, otros la reciben sin buscarla...“.

Se declaró el fuego en un pozo petrolífero, y la compañía solicitó la ayuda de los expertos para acabar con el incendio. Pero el calor era tan intenso que no podían acercarse a menos de trescientos metros. Entonces, la dirección llamó al Cuerpo de Bomberos voluntarios de la ciudad para que hicieran lo que buenamente pudieran. Media hora más tarde, el decrépito camión de los bomberos descendía por la carretera y se detenía bruscamente a unos veinte metros de las llamas. Los hombres saltaron del camión, se esparcieron en abanico y, a continuación, apagaron el fuego.

Unos días más tarde, en señal de agradecimiento, la dirección celebró una ceremonia en la que se elogió el valor de los bomberos, se exaltó su gran sentido del deber y se entregó al jefe del Cuerpo un sabroso cheque. Cuando los periodistas le preguntaron qué pensaba hacer con aquel cheque, el jefe respondió: “Bueno, lo primero que haré será llevar el camión a un taller para que le arreglen los frenos”.

...y para otros, ¡ay!, la santidad no es más que un ritual.

 

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El caballero que cortejaba a Lady Pumphampton había ido a casa de ésta a tomar el té, de modo que ella le dio una generosa propina a su doncella y le dijo: “Toma esto y, cuando oigas que grito pidiendo ayuda, puedes irte y tomarte el día libre”.

 

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Érase una vez un hombre tan piadoso que hasta los ángeles se alegraban viéndolo. Pero, a pesar de su enorme santidad, no tenía ni idea de que era un santo. El se limitaba a cumplir sus humildes obligaciones, difundiendo en torno suyo la bondad de la misma manera que las flores difunden su fragancia, o las lámparas su luz.

Su santidad consistía en que no tenía en cuenta el pasado de los demás, sino que tomaba a todo el mundo tal como era en ese momento, fijándose, por encima de la apariencia de cada persona, en lo más profundo de su ser, donde todos eran inocentes y honrados y demasiado ignorantes para saber lo que hacían. Por eso amaba y perdonaba a todo el mundo, y no pensaba que hubiera en ello nada de extraordinario, porque era la consecuencia lógica de su manera de ver a la gente.

Un día le dijo un ángel: “Dios me ha enviado a ti. Pide lo que desees, y te será concedido. ¿Deseas, tal vez, tener el don de curar?” “No”, respondió el hombre, “preferiría que fuera el propio Dios quien lo hiciera”.

“¿Quizá te gustaría devolver a los pecadores al camino recto?” “No”, respondió, “no es para mí eso de conmover los corazones humanos. Eso es propio de los ángeles”. “¿Preferirías ser un modelo tal de virtud que suscitaras en la gente el deseo de imitarte?” “No”, dijo el santo, “porque eso me convertiría en el centro de la atención”.

“Entonces, ¿qué es lo que deseas?”, preguntó el ángel. “La gracia de Dios”, respondió él. “Teniendo eso, no deseo tener nada más”. “No”, le dijo el ángel, “tienes que pedir algún milagro; de lo contrario, se te concederá cualquiera de ellos, no sé cuál...” “Está bien; si es así, pediré lo siguiente: deseo que se realice el bien a través de mí sin que yo me dé cuenta”.

De modo que se decretó que la sombra de aquel santo varón, con tal de que quedara detrás de él, estuviera dotada de propiedades curativas. Y así, cayera donde cayera su sombra -y siempre que fuese a su espalda-, los enfermos quedaban curados, el suelo se hacía fértil, las fuentes nacían a la vida, y recobraban la alegría los rostros de los agobiados por el peso de la existencia.

Pero el santo no se enteraba de ello, porque la atención de la gente se centraba de tal modo en su sombra que se olvidaban de él; y de este modo se cumplió con creces su deseo de que se realizara el bien a través de él y se olvidaran de su persona.

 

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La santidad, como la grandeza, es espontánea.

Durante treinta y cinco años, Paul Cézanne vivió en el anonimato, produciendo obras maestras que regalaba o malvendía a sus vecinos, los cuales ni siquiera barruntaban el valor de aquellos cuadros. Tan grande era el amor que sentía por su trabajo que jamás pensó en obtener el reconocimiento de nadie ni sospechó que algún día sería considerado el padre de la pintura moderna.

Su fama se la debe a un marchante de París que tropezó casualmente con algunos de sus cuadros, reunió algunos de ellos y obsequió al mundo del arte con la primera exposición de Cézanne. Y el mundo se asombró al descubrir la presencia de un maestro.

Pero el asombro del maestro no fue menor. Llegó a la galería de arte apoyándose en el brazo de su hijo, y no pudo reprimir su sorpresa al ver expuestas sus pinturas. Y volviéndose a su hijo, le dijo: “¡Mira, las han enmarcado!”.

 

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Subhuti, discípulo de Buda, descubrió de pronto la riqueza y fecundidad del vaciamiento de sí, cuando cayó en la cuenta de que ninguna cosa es permanente ni satisfactoria y de que todas las cosas están vacías de “yo”. Y con este talante de divino vaciamiento se sentó, arrobado, a la sombra de un árbol, y de repente empezaron a llover flores alrededor de él.

Y los dioses le susurraron: “Estamos embelesados con tus sublimes enseñanzas sobre el vaciamiento”

“¡Pero si yo no he dicho una sola palabra acerca del vaciamiento...!”.

“Es cierto”, le replicaron los dioses, “ni tú has hablado del vaciamiento ni nosotros te hemos oído hablar de él. Ese es el verdadero vaciamiento”. Y la lluvia de flores siguió cayendo.

Si yo hubiera hablado de mi vaciamiento o hubiera tenido conciencia del mismo, ¿habría sido vaciamiento?

La música necesita la oquedad de la flauta; las cartas, la blancura del papel; la luz, el hueco de la ventana; la santidad, la ausencia de “yo”.

 

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Un anciano rabino se hallaba enfermo en la cama y, junto a él, estaban sus discípulos conversando en voz baja y ensalzando las incomparables virtudes del maestro.

“Desde Salomón, no ha habido nadie más sabio que él” dijo uno de ellos. “¿Y qué me decís de su fe? ¡Es comparable a la de nuestro padre Abraham!”, dijo otro. “Pues estoy seguro de que su paciencia no tiene nada que envidiar a la de Job”, dijo un tercero. “Que nosotros podamos saber, sólo Moisés podía conversar tan íntimamente con Dios”, añadió un cuarto.

El rabino parecía estar desasosegado. Cuando los discípulos se hubieron ido, su mujer le dijo: “¿Has oído los elogios que han hecho de ti?”

“Los he oído”, respondió el rabino.

“Entonces, ¿por qué estás tan inquieto?”.

“Mi modestia”, se quejó el rabino. “Nadie ha mencionado mi modestia”.

Fue verdaderamente un santo el que dijo: “No soy más que cuatro paredes desnudas y huecas”. Nadie podría estar más lleno.

 

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Todo el mundo en la ciudad veneraba al anciano sacerdote de noventa y dos años. Su fama de santidad era tan grande que, cuando salía a la calle, la gente le hacía profundas reverencias. Además, era miembro del Club de los Rotarios y, siempre que se reunía el Club, allí estaba él, siempre puntual y siempre sentado en su lugar favorito: un rincón de la sala.

Un día desapareció el sacerdote. Era como si se hubiera desvanecido en el aire, porque, por mucho que lo buscaron, los habitantes de la ciudad no consiguieron hallar rastro de él. Pero al mes siguiente, cuando se reunió el Club de los Rotarios, allí estaba él como de costumbre, sentado en su rincón.

“¡Padre!”, gritaron todos, “¿dónde ha estado usted?” “En la cárcel”, respondió tranquilamente el sacerdote. “¿En la cárcel? ¡Por todos los santos! ¡Si es usted incapaz de matar una mosca...! ¿Qué es lo que ha sucedido?” “Es una larga historia”, dijo el sacerdote; “pero, en pocas palabras, lo que sucedió fue que saqué un billete de tren para ir a la ciudad y, mientras esperaba en el andén la llegada del tren, apareció una muchacha guapísima acompañada de un policía. Se volvió hacia mí, luego hacia el policía, y le dijo: "¡El ha sido!" Y, para serles sinceros, me sentí tan halagado que me declaré culpable”.

 

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Cuatro monjes decidieron caminar juntos en silencio durante un mes. El primer día, todo fue estupendamente, pero, pasado el primer día, uno de los monjes dijo: “Estoy dudando si he cerrado la puerta de mi celda antes de salir del monasterio”.

Y dijo otro de ellos: “¡Estúpido! ¡Habíamos decidido guardar silencio durante un mes, y vienes tú a romperlo con esa tontería!”.

Entonces dijo el tercero: “¿Y tú, qué? ¡También tú acabas

de romperlo!”.

Y el cuarto monje dijo: “¡A Dios gracias, yo soy el único que aún no ha hablado!”.

 

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Entró un hombre en la consulta del médico y le dijo: “Doctor, tengo un terrible dolor de cabeza del que no consigo librarme. ¿Podría darme usted algo para curarlo?”.

“Lo haré”, respondió el médico. “Pero antes deseo comprobar una serie de cosas. Dígame, ¿bebe usted mucho alcohol?”.

“¿Alcohol?”, replicó indignado el otro. “Jamás pruebo semejante porquería!”

“¿Y qué me dice del tabaco?”.

“Pienso que el fumar es repugnante. Jamás en mi vida he tocado el tabaco”.

“Me resulta un tanto violento preguntarle esto, pero..., en fin, ya sabe usted cómo son algunos hombres ¿Sale usted por las noches a echar una cana al aire?”.

“¡Naturalmente que no! ¿Por quién me toma? ¡Todas las noches estoy en la cama a las diez en punto, como muy tarde!”.

“Y dígame”, preguntó el doctor, “ese dolor de cabeza del que usted me habla, ¿es un dolor agudo y punzante?”

“¡Si!”, respondió el hombre. “¡Eso es exactamente: un dolor agudo y punzante!”.

“Es muy sencillo, mi querido amigo. Lo que le pasa a usted es que lleva el halo demasiado apretado. Lo único que hay que hacer es aflojarlo un poco”.

Lo malo de los ideales es que, si vives con arreglo a todos ellos, resulta imposible vivir contigo.

 

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Un prestigioso político británico no dejaba de pedir a Disraeli una baronía. El Primer Ministro no podía encontrar el modo de complacer al inoportuno político, pero se las ingenió para negarle lo que solicitaba sin herir sus sentimientos. “Siento mucho”, le dijo, “no poder darle la baronía; pero puedo darle algo bastante mejor: puede usted decir a sus amigos que-le he ofrecido una baronía y que usted la ha rehusado”.

 

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Un obispo se arrodilló un día delante del altar y, en un arranque de fervor religioso, empezó a golpearse el pecho y a exclamar: “¡Ten piedad de mí, que soy un pecador! ¡Ten piedad de mí, que soy un pecador!..”

El párroco de la iglesia, movido por aquel ejemplo de humildad, se hincó de rodillas junto al obispo y comenzó igualmente a golpearse el pecho y a exclamar: “¡Ten piedad de mí, que soy un pecador! ¡Ten piedad de mí, que soy un pecador!..”.

El sacristán, que casualmente se encontraba en aquel momento en la iglesia, se sintió tan impresionado que, sin poder contenerse, cayó también de rodillas y empezó a golpearse el pecho y a exclamar: “¡Ten piedad de mí, que soy un pecador!..”

Al verlo, el obispo le dio un codazo al párroco y, señalando con un gesto hacia el sacristán, sonrió sarcásticamente y dijo: “¡Mire quién se cree un pecador...!”.

 

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Érase una vez un asceta que, además de practicar un riguroso celibato, se había propuesto como misión en la vida combatir el sexo a toda costa, tanto en él como en los demás

Cuando le llegó la hora, falleció, y su discípulo, que no pudo soportar la impresión, murió poco después. Cuando el discípulo llegó a la otra vida, no podía dar crédito a sus ojos: ¡allí estaba su querido maestro con una mujer extraordinariamente hermosa sentada en sus rodillas!

Pero se le pasó el susto cuando se le ocurrió pensar que su maestro estaba siendo recompensado por la abstinencia sexual que había observado en la tierra. Entonces se acercó a él y le dijo: “Querido maestro, ahora sé que Dios es justo, porque tú estás recibiendo en el cielo la recompensa por tus austeridades en la tierra”.

El maestro, que parecía bastante molesto, le dijo: “¡Idiota, ni esto es el cielo ni yo estoy siendo recompensado, sino que ella está siendo castigada!”.

Cuando el zapato encaja, te olvidas del pie; cuando el cinturón no aprieta, te olvidas de la cintura; cuando todo armoniza, te olvidas del “ego”. Entonces, ¿de qué te sirven tus austeridades?

 

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Era frecuente ver al párroco charlando animadamente con una hermosa mujer de- mala reputación, y además en público, para escándalo de sus feligreses.

De manera que le llamó el obispo para echarle un rapapolvo. Y una vez que el obispo le hubo reprendido, el sacerdote le dijo: “Mire usted, monseñor, yo siempre he pensado que es mejor charlar con una mujer guapa y con el pensamiento puesto en Dios que orar a Dios y con el pensamiento puesto en una mujer guapa”.

Cuando el monje va a la taberna, la taberna se convierte en su celda; cuando el borracho va a la celda, la celda se convierte en su taberna.

 

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El pueblo se vio sacudido por un terremoto, y al Maestro le complació comprobar la impresión que produjo en sus discípulos la falta de miedo que él había demostrado.

Cuando, unos días más tarde, le preguntaron qué significaba vencer el miedo, él les hizo recordar su propio ejemplo: “¿No visteis cómo, cuando todos corrían aterrorizados de un lado para otro, yo seguí tranquilamente sentado bebiendo agua? ¿Y acaso alguno de vosotros vio que mi mano temblara mientras sostenía el vaso?”.

“No”, dijo un discípulo. “Pero no era agua lo que bebíais, señor, sino salsa de soja”.

 

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Nistero el Grande, uno de los santos Padres egipcios del Desierto, iba un día paseando en compañía de un gran número de discípulos, que le veneraban como a un hombre de Dios.

De pronto, apareció ante ellos un dragón, y todos salieron corriendo.

Muchos años más tarde, cuando Nistero yacía agonizante, uno de los discípulos le dijo: “Padre, ¿también vos os asustasteis el día que vimos el dragón?”.

“No”, respondió Nistero.

“Entonces, ¿por qué salisteis corriendo como todos?”.

“Pensé que era mejor huir del dragón para no tener que huir, más tarde, del espíritu de vanidad”.

 

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Cuando el desierto egipcio era la morada de aquellos santos varones conocidos como los “Padres del Desierto”, una mujer que padecía un cáncer de mama acudió a buscar a uno de ellos, un tal Abad Longinos, que tenía fama de santo y de taumaturgo.

Y estando la mujer paseando junto al mar, se encontró con Longinos en persona, que estaba recogiendo leña. Y ella, que no le conocía, le dijo: “Santo padre, ¿podría usted decirme dónde vive el siervo de Dios Longinos?”.

Y Longinos le replicó: “¿Para qué buscas a ese viejo farsante? No vayas a verlo, porque lo único que te hará será daño. ¿Qué es lo que te ocurre?”.

Ella le contó lo que le sucedía y, acto seguido, él le dio su bendición y la despidió diciendo: “Ahora vete, y ten la seguridad de que Dios te devolverá la salud. Longinos no te habría sido de ninguna utilidad”.

La mujer se marchó, confiando en que había quedado curada -como así sucedió, antes de que transcurriera un mes-, y murió muchos años más tarde, completamente ignorante de que había sido Longinos quien la había curado.

 

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Se acercó alguien a un discípulo del místico musulmán Bahaudin Naqshband y le dijo: “¿Por qué oculta los milagros tu Maestro? Personalmente, yo he recogido datos que demuestran, sin lugar a dudas, que él ha estado presente en más de un lugar al mismo tiempo; que ha curado enfermos con el poder de sus oraciones, aunque él les diga que ha sido obra de la naturaleza; y que ha socorrido a muchas personas en apuros, aunque luego lo atribuya a la buena suerte de dichas personas. ¿Por qué lo hace?”.

“Sé perfectamente de lo que me hablas”, respondió el discípulo, “porque yo mismo lo he observado. Y creo que puedo responder a tu pregunta. En primer lugar, al Maestro no le gusta ser objeto de atención. Y, en segundo lugar, está convencido de que, una vez que la gente manifiesta interés por lo milagroso, ya no desea aprender nada de verdadero valor espiritual”.

 

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Laila y Rama se amaban tiernamente, pero eran demasiado pobres para poder casarse. Por si fuera poco, vivían en aldeas diferentes, separadas entre sí por un río infestado de cocodrilos.

Un día, Laila se enteró de que Rama estaba gravemente enfermo y no tenía quien le cuidara, de modo que acudió presurosa a la orilla del río y suplicó al barquero que la llevara al otro lado, advirtiéndole, eso sí, que no tenía dinero para pagarle.

Pero el malvado barquero le dijo que no, a menos que ella accediera a pasar la noche con él. La pobre mujer le rogó y le suplicó, pero en vano; hasta que, absolutamente desesperada, acabó aceptando las condiciones del barquero.

Cuando, por fin, se encontró con Rama, éste estaba ya agonizando. Pero ella se quedó cuidándole durante un mes, hasta que recobró la salud. Un día, Rama le preguntó cómo se las había arreglado para cruzar el río. Y ella, incapaz de mentir a su amado, le contó la verdad!

Cuando Rama lo oyó, montó en cólera, porque valoraba más la virtud que la propia vida. A continuación, la echó de su casa y nunca más quiso volver a verla.

 

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Gessen era un monje budista dotado de un excepcional talento artístico. Sin embargo, antes de comenzar a pintar un cuadro, fijaba siempre el precio por adelantado. Y sus honorarios eran tan exorbitantes que se le conocía con el sobrenombre de “el monje avaro”.

En cierta ocasión, una geisha envió a buscarle para que le hiciera un cuadro. Gessen le dijo: “¿Cuánto vas a pagarme?”. Como la muchacha tenía por entonces un cliente muy rico, le respondió: “Lo que me pidas. Pero tienes que hacer el cuadro ahora mismo, delante de mí”.

Gessen se puso a trabajar de inmediato y, cuando el cuadro estuvo acabado, pidió por él la suma más elevada que jamás había pedido. Cuando la geisha estaba dándole su dinero, le dijo a su cliente: “Se dice que este hombre es un monje, pero sólo piensa en el dinero. Su talento es extraordinario pero tiene un espíritu asquerosamente codicioso. ¿Cómo puede una exhibir un cuadro de un puerco como éste? ¡Su trabajo no vale más que mi ropa interior!”.

Y, dicho esto, le arrojó unas enaguas y le dijo que pintara en ellas un cuadro. Gessen, como de costumbre, preguntó: “¿Cuánto vas a pagarme?” “¡Ah!”, respondió la muchacha, “lo que me pidas”. Gessen fijó el precio, pintó el cuadro, se guardó sin reparos el dinero en el bolsillo y se fue.

Muchos años más tarde, por pura casualidad, alguien averiguó la razón de la codicia de Gessen.

Resulta que la provincia donde él vivía solía verse devastada por el hambre y, como los ricos no hacían nada por ayudar a los pobres, Gessen había construido en secreto unos graneros y los tenía llenos de grano para tales emergencias. Nadie sabía de dónde procedía el grano ni quién era el benefactor de la provincia.

Además, la carretera que unía la aldea de Gessen con la ciudad, a muchos kilómetros de distancia, estaba en tan malas condiciones que ni siquiera las carretas de bueyes podían pasar, lo cual era un enorme perjuicio para las personas mayores y para los enfermos cuando tenían que ir a la ciudad. De modo que Gessen había reparado la carretera.

Y había una tercera razón: el maestro de Gessen siempre había deseado construir un templo para la meditación, pero nunca había podido hacerlo. Fue Gessen quien construyó dicho templo, en señal de agradecimiento a su venerado maestro.

Una vez que “el monje avaro” hubo construido los graneros, la carretera y el templo, se deshizo de sus pinturas y pinceles, se retiró a las montañas para dedicarse a la vida contemplativa y jamás volvió a pintar un cuadro.

Por lo general, la conducta de una persona muestra lo que el observador se imagina que muestra.

 

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Dos peones camineros irlandeses se encontraban trabajando en una calle en la que había una casa de prostitución.

Entonces apareció el pastor protestante, el cual se caló el sombrero y entró en la casa. Pat le dijo a Mike: “¿Has visto eso? ¿Qué se puede esperar de un protestante?”.

Poco después llegó un rabino, el cual se alzó el cuello de la chaqueta y entró también en la casa. Y dijo Pat: “¡Menudo dirigente religioso! ¡Bonito ejemplo da a su gente!”.

Por último, hizo su aparición un sacerdote católico, el cual se cubrió el rostro con el manteo y se deslizó en el interior de la casa. Entonces dijo Pat: “¿No es terrible, Mike, pensar que una de las chicas debe de haber enfermado?”.

 

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Un hombre estaba pasando unos días en las montañas dedicado a la pesca. Un buen día, su guía se puso a contarle anécdotas acerca del obispo, a quien había servido de guía el verano anterior.

“Sí”, estaba diciendo el guía, “es una buena persona. Si no fuera por la lengua que tiene...”.

“¿Quiere usted decir que el obispo dice palabrotas?” preguntó el pescador.

“Por supuesto, señor”, respondió el guía. “Recuerdo que una vez tenía agarrado un precioso salmón, y estaba a punto de sacarlo cuando el bicho se libró del anzuelo. Entonces le dije yo al obispo: "¡Qué jodida mala suerte! ¿No cree?" Y el obispo me miró fijamente a los ojos y me dijo: "La verdad es que si". Pero aquella fue la única vez que le oí al obispo emplear semejante lenguaje”.

 

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Durante la era Meigi vivían en Tokyo dos célebres maestros que eran entre sí lo más diferente que pueda imaginarse. Uno de ellos era un maestro Shingon que se llamaba Unsho y observaba meticulosamente todos y cada uno de los preceptos de Buda. Se levantaba mucho antes de que amaneciera y se retiraba cuando aún no era de noche, no probaba bocado después de que el sol hubiera alcanzado su cénit ni bebía una gota de alcohol. El otro, llamado Tanzan, era profesor de filosofía en la Universidad Imperial Todal y no observaba uno solo de los preceptos, pues comía cuando le apetecía hacerlo y dormía incluso durante el día

En cierta ocasión, Unsho fue a visitar a Tanzan y lo encontró borracho, lo cual constituía un verdadero escándalo, porque se supone que un budista no debe probar ni gota de alcohol.

“¡Hola, amigo!”, exclamó Tanzan. “¡Entra y toma una copa conmigo!”.

Unsho estaba escandalizado, pero consiguió controlarse y decir tranquilamente: “Yo no bebo nunca”.

“El que no bebe”, diio Tanzan, “no es humano”.

Entonces, Unsho perdió la paciencia: “¿Quieres decir que yo soy inhumano porque no pruebo lo que Buda prohibió explícitamente probar? Y si no soy humano, ¿qué soy?”.

“Un Buda”, dijo alegremente Tanzan.

 

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La muerte de Tanzan fue tan normal como había sido su vida. El último día de su existencia escribió sesenta tarjetas postales, y en todas ellas decía lo mismo:

“Parto de este mundo. Esta es mi última declaración. Tanzan. 27 de julio de 1892”.

Pidió a un amigo que le echara aquellas tarjetas al correo y se murió tranquilamente.

Dice el sufi Junaid de Bagdad: “Es mejor el sensualista afable que el santo malhumorado”.

 

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Se encontraba una familia de cinco personas pasando el día en la playa. Los niños estaban haciendo castillos de arena junto al agua cuando, a lo lejos, apareció una anciana, con sus canosos cabellos al viento y sus vestidos sucios y harapientos, que decía algo entre dientes mientras recogía cosas del suelo y las introducía en una bolsa.

Los padres llamaron junto a sí a los niños y les dijeron que no se acercaran a la anciana. Cuando ésta pasó junto a ellos, inclinándose una y otra vez para recoger cosas del suelo, dirigió una sonrisa a la familia. Pero no le devolvieron el saludo.

Muchas semanas más tarde supieron que la anciana llevaba toda su vida limpiando la playa de cristales para que los niños no se hirieran los pies.

 

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Los ascetas errantes son algo muy habitual en la India. Pues bien, una madre había prohibido a su hijo que se acercara a ellos, porque, aun cuando algunos tenían fama de santos, se sabía que otros no eran más que unos farsantes disfrazados.

Un día, la madre miró por la ventana y vio a un asceta rodeado por los niños de la aldea. Para su sorpresa, aquel hombre, sin tener en cuenta para nada su dignidad, estaba haciendo piruetas para entretener a los niños. Aquello le impresionó tanto a la madre que llamó a su hijito y le dijo: “Mira, hijo, ése es un hombre santo. Puedes salir y acercarte a él”.

 

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Érase una vez un sacerdote tan santo que jamás pensaba mal de nada.

Un día, estaba sentado en un restaurante tomando una taza de café -que era todo lo que podía tomar, por ser día de ayuno y abstinencia- cuando, para su sorpresa, vio a un joven miembro de su congregación devorando un enorme filete en la mesa de al lado.

“Espero no haberle escandalizado, Padre”, dijo el joven con una sonrisa.

“De ningún modo. Supongo que has olvidado que hoy es día de ayuno y abstinencia”, replicó el sacerdote.

“No, Padre. Lo he recordado perfectamente”.

“Entonces, seguramente estás enfermo y el médico te ha prohibido ayunar...”.

“En absoluto. No puedo estar más sano”.

Entonces, el sacerdote alzó sus ojos al cielo y dijo: “¡Qué extraordinario ejemplo nos da esta joven generación, Señor! ¿Has visto cómo este joven prefiere reconocer sus pecados antes que decir una mentira?”.

 

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Se decía del gran Maestro de Zen, Rinzai, que lo último que hacía cada noche, antes de irse a la cama, era soltar una enorme carcajada que resonaba por todos los pasillos y podía oírse en todos los pabellones del monasterio.

Y lo primero que hacía al levantarse por las mañanas era ponerse a reír de tal manera que despertaba a todos los monjes, por muy profundamente que durmieran.

Sus discípulos solían preguntarle por qué reía de aquel modo, pero él no lo dijo nunca. Y, cuando murió, se llevó consigo a la tumba el secreto de sus carcajadas.

 

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El Maestro estaba de un talante comunicativo, y por eso sus discípulos trataron de que les hiciera saber las fases por las que había pasado en su búsqueda de la divinidad.

“Primero”, les dijo, “Dios me condujo de la mano al País de la Acción, donde permanecí una serie de años. Luego volvió y me condujo al País de la Aflicción, y allí viví hasta que mi corazón quedó purificado de toda afección desordenada. Entonces fue cuando me vi en el País del Amor, cuyas ardientes llamas consumieron cuanto quedaba en mí de egoísmo. Tras de lo cual, accedí al País del Silencio, donde se desvelaron ante mis asombrados ojos los misterios de la vida y de la muerte”.

“¿Y fue ésta la fase final de tu búsqueda?”, le preguntaron.

“No”, respondió el Maestro. “Un día dijo Dios: "Hoy voy a llevarte al santuario más escondido del Templo, al corazón del propio Dios". Y fui conducido al País de la Risa”.

 

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“Encausado”, dijo el Gran Inquisidor, “se os acusa de incitar a la gente a quebrantar las leyes, tradiciones y costumbres de nuestra santa religión. ¿Cómo os declaráis?”.

“Culpable, Señoría”.

“Se os acusa también de frecuentar la compañía de herejes, prostitutas, pecadores públicos, recaudadores de impuestos y ocupantes extranjeros de nuestra nación; en suma: todos los excomulgados. ¿Cómo os declaráis?”.

“Culpable, Señoría”.

“Por último, se os acusa de revisar, corregir y poner en duda los sagrados dogmas de nuestra fe. ¿Cómo os declaráis?”.

“Culpable, Señoría”.

“¿Cuál es vuestro nombre, encausado?”.

“Jesucristo, Señoría”.

Hay personas a las que el ver practicada su religión les inquieta tanto como el enterarse de que alguien la pone en duda.

 

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El Yo

Un anciano caballero poseía una tienda de antigüedades y curiosidades en una gran ciudad. En cierta ocasión, entró un turista y se puso a hablar con él acerca de la infinidad de cosas que había en aquella tienda.

Al final preguntó el turista: “¿Cuál diría usted que es la cosa más rara y misteriosa que hay en esta tienda?”.

El anciano echó una ojeada a los centenares de objetos (animales disecados, cráneos reducidos, peces y pájaros enmarcados, hallazgos arqueológicos, cornamentas de ciervos..., se volvió al turista y le dijo: “Sin duda alguna, lo más raro que hay en esta tienda soy yo”.

 

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Un maestro estaba explicando en clase los inventos modernos.

“¿Quién de vosotros puede mencionar algo importante que no existiera hace cincuenta años?”, preguntó.

Un avispado rapaz que se hallaba en la primera fila levantó rápidamente la mano y dijo: “¡Yo!”

 

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Hay una reveladora historia acerca de un monje que vivía en el desierto egipcio y al que las tentaciones atormentaron de tal modo que ya no pudo soportarlo. De manera que decidió abandonar el cenobio y marcharse a otra parte.

Cuando estaba calzándose las sandalias para llevar a efecto su decisión, vio, cerca de donde él estaba, a otro monje que también estaba poniéndose las sandalias.

“¿Quién eres tú?”, preguntó al desconocido.

“Soy tu yo”, fue la respuesta. “Si es por mi causa por lo que vas a abandonar este lugar, debo hacerte saber que, vayas adonde vayas, yo iré contigo”.

Un paciente, desesperado, le dijo al psiquiatra: «Vaya adonde vaya, tengo que ir conmigo mismo... ¡y eso lo fastidia todo.!”.

Tanto aquello de lo que huyes como aquello por lo que suspiras está dentro de ti.

 

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Un joven que buscaba un Maestro capaz de encauzarle por el camino de la santidad llegó a un “ashram” presidido por un guru que, a pesar de gozar de una gran fama de santidad, era un farsante. Pero el otro no lo sabía.

“Antes de aceptarte como discípulo”, le dijo el guru, “debo probar tu obediencia. Por este "ashram" fluye un río plagado de cocodrilos. Deseo que lo cruces a nado”.

La fe del joven discípulo era tan grande que hizo exactamente lo que se le pedía: se dirigió al río y se introdujo en él gritando: “¡Alabado sea el poder de mi guru!” Y, ante el asombro de éste, el joven cruzó a nado hasta la otra orilla y regresó del mismo modo, sin sufrir el más mínimo daño.

Aquello convenció al guru de que era aún más santo de lo que había imaginado, de modo que decidió hacer a todos sus discípulos una demostración de su poder que acrecentara su fama de santidad. Se metió en el río gritando: “¡Alabado sea yo! ¡Alabado sea yo!”, y al instante llegaron los cocodrilos y lo devoraron.

 

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El diablo, transformado en ángel de luz, se apareció a uno de los santos Padres del Desierto y le dijo: “Soy el ángel Gabriel y me ha enviado a ti el Todopoderoso”.

El monje replicó: “Piénsalo bien. Seguramente has sido enviado a otro. Yo no he hecho nada que merezca la visita de un ángel”.

Con lo cual, el diablo se esfumó y jamás volvió a atreverse a acercarse al monje.

 

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Frecuentando un campo, de golf japonés, un turista americano descubrió que, por lo general, los mejores “caddies” eran mujeres.

Un día llegó bastante tarde y tuvo que tomar como “caddie” a un jovencísimo muchacho de diez años que apenas conocía el campo, tenía muy poca idea de golf y no sabía más que tres palabras en inglés.

Pero aquellas tres palabras hicieron que el turista no quisiera ya otro “caddie” durante el resto de sus vacaciones. Después de cada golpe, independientemente de su resultado, el pequeño rapaz golpeaba el suelo con el pie y gritaba entusiasmado: “¡Qué fantástico golpe!”.

 

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Una mujer estaba profundamente ofendida por la conducta de su hijo de quince años, el cual, siempre que salían juntos, caminaba unos pasos por delante de ella. ¿Qué era lo que le avergonzaba de ella? Un día se lo preguntó.

“¡Oh, mami, nada de eso!”, respondió él bastante turbado. “Lo que ocurre es que pareces tan joven que me fastidiaría que mis amigos pudieran pensar que tengo una nueva novia”.

La ofensa se desvaneció como por ensalmo.

 

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Abrió la puerta y se encontró con un hombre de bastante edad que llevaba un trozo de tarta en sus manos. “Mi mujer cumple hoy ochenta y seis años”, dijo, “y quiere que pruebes un trozo de su tarta de cumpleaños”. Recibió el obsequio y le mostró su agradecimiento, sobre todo porque el hombre había caminado casi un kilómetro para entregarlo.

Una hora más tarde, se presentó de nuevo. “¿Qué ocurre ahora?”, le preguntó.

“Bueno”, respondió con timidez, “me envía Agatha a decirte que sólo cumple ochenta y cinco”.

 

***

 

Un gallo estaba escarbando el suelo en el establo de un enorme caballo percherón.

Cuando el caballo empezó a impacientarse y a moverse nervioso, el gallo miró hacia arriba y le dijo: “Haríamos bien los dos en tener cuidado, hermano, no vaya a ser que uno de los dos le pegue un pisotón al otro”.

 

***

 

¿Qué le dijo la hormiga al elefante cuando Noé ponía en fila a todos los animales para meterlos en el arca?

“¡Deja de empujar!”.

 

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Una pulga decidió trasladarse con su familia a la oreja de un elefante. De modo que le dijo a éste: “Señor Elefante, mi familia y yo pensamos mudarnos a vivir a su oreja, y he pensado que debía decírselo a usted y darle una semana para que lo piense y me haga saber si tiene alguna objeción que poner”.

El elefante, que ni siquiera era consciente de la existencia de la pulga, no se dio por enterado; y la pulga, después de observar escrupulosamente el plazo establecido de una semana, dio por supuesto el consentimiento del elefante y se trasladó.

Un mes más tarde, la señora pulga decidió que la oreja del elefante no era un lugar saludable para vivir e hizo ver a su marido la conveniencia de una nueva mudanza. El señor pulga le pidió a su mujer que aguantara al menos otro mes para no herir los sentimientos del elefante.

Finalmente, se lo dijo con toda la diplomacia de que fue capaz: “Señor Elefante, hemos pensado cambiar de vivienda. Naturalmente, no tenemos ninguna queja de usted, porque su oreja es espaciosa y confortable. Lo único que ocurre es que mi esposa preferiría estar al lado de sus amigas, que viven en la pata del búfalo. Si tiene usted alguna objeción que hacer a nuestro traslado, hágamelo saber a lo largo de esta semana”.

El elefante no dijo ni palabra, y la pulga cambió de residencia con la conciencia tranquila.

Si el universo no es consciente de tu existencia, ¡tranquilo!

 

***

 

El coro estaba haciendo su último ensayo en medio de un estruendo de todos los demonios, porque los tramoyistas y los técnicos estaban dando los últimos toques para poner a punto el escenario.

Pero, cuando un tipo se puso a dar unos martillazos que producían un estrépito verdaderamente insoportable, el director del coro interrumpió el canto y se le quedó mirando suplicante.

“No se interrumpa por mí, señor director”, dijo alegremente el del martillo, “no me molestan”.

 

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Una mujer salió de la ducha -completamente desnuda, como es lógico- y, cuando iba a coger la toalla, vio, horrorizada, que había un hombre en un andamio limpiando la ventana y mirándola complacido.

Le produjo tal sorpresa la inesperada aparición que se quedó totalmente paralizada, mirando asombrada a aquel sujeto.

“¿Qué pasa, señora?”, preguntó alegremente el individuo,

“¿no ha visto nunca a un limpiaventanas?”.

 

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Érase una vez un científico que descubrió el arte de reproducirse a sí mismo tan perfectamente que resultaba imposible distinguir el original de la reproducción. Un día se enteró de que andaba buscándole el Ángel de la Muerte, y entonces hizo doce copias de sí mismo. El Ángel no sabía cual de los trece ejemplares que tenía ante sí era el científico, de modo que los dejó a todos en paz y regresó al cielo.

Pero no por mucho tiempo, porque, como era un experto en la naturaleza humana, se le ocurrió una ingeniosa estratagema. Regresó de nuevo y dijo: “Debe de ser usted un genio, señor, para haber logrado tan perfectas reproducciones de sí mismo. Sin embargo, he descubierto que su obra tiene un defecto, un único y minúsculo defecto”.

El científico pegó un salto y gritó: “¡Imposible! ¿Dónde está el defecto?”.

“Justamente aquí” respondió el Ángel mientras tomaba al científico de entre sus reproducciones y se lo llevaba consigo.

 

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Había un viejo juez árabe que era famoso por su sagacidad. Un día, acudió a él un tendero quejándose de que le habían robado en la tienda, pero que no había forma de atrapar al ladrón.

El juez ordenó que sacaran de sus goznes la puerta de la tienda, la llevaran a la plaza del mercado y le administraran cincuenta latigazos por no haber cumplido con su obligación de impedir la entrada al ladrón.

Se reunió una gran multitud en la plaza para asistir a la ejecución de tan extraña sentencia. Una vez administrados los cincuenta latigazos, el juez se inclinó hacia la puerta y le preguntó quién era el ladrón. Luego aplicó su oído a la puerta para escuchar lo que ésta tuviera que decir.

Cuando volvió a incorporarse, anunció: “La puerta declara que el robo ha sido cometido por un hombre que tenía una telaraña en lo alto de su turbante”. Al instante, un individuo que se hallaba entre la multitud se llevó una mano al turbante. Registraron su casa y se recuperó lo que había sido robado.

Todo lo que hace falta para descubrir al “ego” es una palabra de adulación o de crítica.

 

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Una anciana falleció y fue llevada por los ángeles ante el Tribunal. Pero, al examinar su historial, el Juez descubrió que aquella mujer no había realizado un solo acto de caridad, a excepción de cierta ocasión en que había dado una zanahoria a un mendigo famélico.

Sin embargo, es tan grande el valor de un simple acto de amor que se decretó que la mujer fuera llevada al cielo por el poder de aquella zanahoria. Se llevó la zanahoria al tribunal y le fue entregada a la mujer. En el momento en que ella tomó en su mano la zanahoria, ésta empezó a subir como si una cuerda invisible tirara de ella, llevándose consigo a la mujer hacia el cielo.

Entonces apareció un mendigo, el cual se agarró a la orla del vestido de la mujer y fue elevado junto con ella; una tercera persona se agarró al pie del mendigo y también se vio transportado. Pronto se formó una larga hilera de personas que eran llevadas al cielo por aquella zanahoria. Y, por extraño que pueda parecer, la mujer no sentía el peso de todas aquellas personas que ascendían con ella; y además, como ella no dejaba de mirar al cielo, ni siquiera las veía.

Siguieron subiendo y subiendo, hasta llegar prácticamente a las puertas del cielo. Entonces la mujer miró hacia abajo, para echar una última ojeada a la tierra, y vio toda aquella hilera de personas detrás de ella.

Aquello la indignó y, haciendo un imperioso ademán con su mano, gritó: “¡Fuera! ¡Fuera todos de ahí! ¡Esta zanahoria es mía!”.

Pero, al hacer aquel imperioso gesto, soltó la zanahoria por un momento... y se precipitó con todos hacia abajo.

Hay un solo motivo de todos los males de la tierra: “¡Esto me pertenece!”.

 

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Un tallista de madera llamado Ching acaba de terminar un yugo de campana, y todo el que lo veía se maravillaba porque parecía obra de espíritus. Cuando el Duque de Lu lo vio le preguntó: “¿Qué clase de genio es el tuyo que eres capaz de hacer algo así?”.

Y el tallista respondió:” Señor, no soy más que un simple trabajador. No soy ningún genio. Pero le diré una cosa: cuando voy a hacer un yugo de campana, paso antes tres días meditando para tranquilizar mi mente. Cuando he estado meditando durante tres días, ya no pienso en recompensas ni emolumentos. Cuando he meditado durante cinco días, ya no me preocupan los elogios ni las críticas, la destreza ni la torpeza. Cuando he meditado durante siete días, de pronto me olvido de mis miembros, de mi cuerpo y hasta de mi propio yo, y pierdo la conciencia de cuanto me rodea. No queda más que mi pericia. Entonces voy al bosque y examino cada árbol hasta que encuentro uno en el que veo en toda su perfección el yugo de campana. Luego, mis manos empiezan a trabajar. Como he dejado mi yo a un lado, la naturaleza se encuentra con la naturaleza en la obra que se realiza a través de mí. Esta es, indudablemente, la razón por la que todos dicen que el producto final es obra de espíritus”.

 

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Decía un violinista mundialmente famoso acerca de su genial interpretación del Concierto para Violín de Beethoven: “Tengo una espléndida música, un espléndido violín y un espléndido arco. Todo lo que tengo que hacer es reunirlos y quitarme de en medio”.

 

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Un discípulo acudió a Maruf Karkhi, el Maestro musulmán, y le dijo: “He estado hablándole de ti a la gente. Los judíos dicen que eres de los suyos. Los cristianos te consideran uno de sus santos. Y los musulmanes ven en ti a una gloria del Islam”.

Maruf replicó: “Eso es lo que dicen aquí, en Bagdad. Cuando yo vivía en Jerusalén, los judíos me tenían por cristiano; los cristianos, por musulmán; y los musulmanes, por judío”.

“Entonces, ¿qué tenemos que pensar de tí?”.

“Pensad en mí como un hombre que dice lo siguiente acerca de sí mismo: los que no me comprenden me veneran; los que me vilipendian tampoco me comprenden”.

Si crees ser lo que tus amigos y enemigos dicen que eres, evidentemente no te conoces a ti mismo.

 

 

Una mujer estaba agonizando. De pronto, tuvo la sensación de que era llevada al cielo y presentada ante el Tribunal.

“¿Quién eres?”, dijo una Voz. “Soy la mujer del alcalde”, respondió ella. “Te he preguntado quién eres, no con quién estás casada”. “Soy la madre de cuatro hijos”. “Te he preguntado quién eres, no cuántos hijos tienes”. “Soy una maestra de escuela”. “Te he preguntado quién eres, no cuál es tu profesión”.

Y así sucesivamente. Respondiera lo que respondiera, no parecía poder dar una respuesta satisfactoria a la pregunta “¿Quién eres?”.

“Soy una cristiana”. “Te he preguntado quién eres, no cuál es tu religión”. “Soy una persona que iba todos los días a la iglesia y ayudaba a los pobres y necesitados”. “Te he preguntado quién eres, no lo que hacías”.

Evidentemente, no consiguió pasar el examen, porque fue enviada de nuevo a la tierra. Cuando se recuperó de su enfermedad, tomó la determinación de averiguar quién era. Y todo fue diferente.

Tu obligación es ser. No ser un personaje ni ser un don nadie -porque ahí hay mucho de codicia y ambición-, ni ser esto o lo de más allá -porque eso condiciona mucho-, sino simplemente ser.

 

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Un tipo con aspecto preocupado entra en la consulta del psiquiatra fumando un porro, cargado de abalorios, con los bajos de los pantalones deshilachados y con una melena hasta los hombros.

El psiquiatra le dice: “Usted afirma no ser un hippie; pero ¿qué me dice de sus ropas, de su melena y de ese porro?

“Eso es lo que he venido a averiguar, doctor”.

Conocer las cosas es tener erudición. Conocer a los demás es tener sabiduría. Conocer el propio yo es tener iluminación.

 

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Un estudiante se acerca al conserje del laboratorio de idiomas y le dice: “¿Podría dejarme una cinta virgen, por favor?”.

“¿Qué idioma estudia usted?”, le pregunta el conserje.

“Francés”, responde el estudiante.

“Lo siento, pero no tengo cintas vírgenes en francés”.

“¿Y las tiene usted en inglés?”.

“En inglés, sí”.

“Está bien. Déme una”.

Tanto sentido tiene hablar de una cinta virgen en francés o en inglés como hablar de una persona francesa o inglesa. El ser francés o inglés es tu circunstancia, no tu yo.

Un niño nacido de padres americanos y adoptado por padres rusos, que crece sin saber que ha sido adoptado, que se convierte en un gran patriota y en un poeta capaz de expresar el inconsciente colectivo del alma rusa y los anhelos de la Madre Rusia, ¿es ruso o es americano? Ni una cosa ni otra.

Averigua quién/ qué eres.

 

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“¿Adónde vas con esa puerta bajo el brazo?” “Es la puerta de mi casa. He perdido la llave y voy a que me pongan en la puerta una cerradura nueva”. “Procura ahora no perder la puerta, no vaya a ser que no puedas entrar en casa”. “No hay cuidado: he tomado la precaución de dejar una ventana abierta”.

 

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Bankei, el Maestro Zen, es conocido por no haber creado escuela: ni dejó una sola obra escrita ni tuvo discípulos. Fue como un pájaro, que no deja huella de su vuelo a través del cielo.

Se decía de él que, cuando entraba en el bosque, no movía ni una brizna de hierba; y cuando entraba en el agua, no provocaba una sola onda.

Bankei no mortificó a la tierra. Ninguna hazaña o proeza, ningún logro y ninguna espiritualidad es comparable a esto: no mortificar a la tierra.

Un hombre se presentó ante Buda con una ofrenda de flores en las manos. Buda lo miró y dijo: “¡Suéltalo!”.

El hombre no podía creer que se le ordenara dejar caer las flores al suelo. Pero entonces se le ocurrió que probablemente se le estaba insinuando que soltara las flores que llevaba en su mano izquierda, porque ofrecer algo con la mano izquierda se consideraba de mala suerte y como una descortesía. De modo que soltó las flores que sostenía en su mano izquierda.

Pero Buda volvió a decir: “¡Suéltalo!”.

Esta vez dejó caer todas las flores y se quedó con las manos vacías delante de Buda, que, sonriendo, repitió: “¡Suéltalo!”.

Totalmente confuso, el hombre preguntó: “¿Qué se supone que debo soltar?”.

“No las flores, hijo, sino al que las traía”, respondió Buda.

 

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Érase un guru al que todos consideraban la encarnación de la Sabiduría. Todos los días disertaba sobre diversos aspectos de la vida espiritual, y para todos era obvio que jamás había superado nadie la variedad, la profundidad y el atractivo de las enseñanzas de aquel hombre.

Sus discípulos le preguntaban una y otra vez por la fuente de donde extraía su inagotable sabiduría. Y él les decía que todo estaba escrito en un libro que ellos heredarían cuando él muriera.

Al día siguiente de su muerte, los discípulos encontraron el libro en el lugar exacto donde él les había dicho que lo encontrarían. Aquel libro no tenía más que una página, y en ella una sola sentencia: “Comprende la diferencia entre el continente y el contenido y habrás descubierto la fuente de la Sabiduría”.

 

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Una leyenda de los Upanishads.

El sabio Uddalaka enseñó a su hijo Svetaketu a descubrir al Uno tras la apariencia de lo múltiple. Y lo hizo valiéndose de “parábolas” como la siguiente:

Un día le ordenó a su hijo: “Pon toda esta sal en agua y vuelve a verme por la mañana”.

El muchacho hizo lo que se le había ordenado, y al día siguiente le dijo su padre: “Por favor, tráeme la sal que ayer pusiste en el agua”.

“No la encuentro”, dijo el muchacho. “Se ha disuelto”.

“Prueba el agua de esta parte del plato”, le dijo Uddalaka. “¿A qué sabe?”.

“A sal”.

“Sorbe ahora de la parte del centro. ¿A qué sabe?”.

“A sal”.

“Ahora prueba del otro lado del plato. ¿A qué sabe?”.

“A sal”.

“Arroja al suelo el contenido del plato”, dijo el padre.

Así lo hizo el muchacho, y observó que, una vez evaporada el agua, reaparecía la sal. Entonces le dijo Uddalaka: “Tú no puedes ver a Dios aquí, hijo mío, pero de hecho está aquí”.

Los que buscan la iluminación no logran encontrarla, porque no comprenden que el objeto de su búsqueda es el propio buscador. Al igual que la belleza, también Dios está en el yo del observador.

 

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Amor

“Mi amigo no ha regresado del campo de batalla, señor. Solicito permiso para salir a buscarlo”.

“Permiso denegado”, replicó el oficial. “No quiero que arriesgue usted su vida por un hombre que probablemente ha muerto”.

El soldado, haciendo caso omiso de la prohibición, salió, y una hora más tarde regresó mortalmente herido, transportando el cadáver de su amigo.

El oficial estaba furioso: “¡Ya le dije yo que había muerto! ¡Ahora he perdido a dos hombres! Dígame, ¿merecía la pena salir allá para traer un cadáver?”.

Y el soldado, moribundo, respondió: “¡Claro que sí, señor! Cuando lo encontré, todavía estaba vivo y pudo decirme: "Jack... estaba seguro de que vendrías"“.

 

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Una niña estaba muriendo de una enfermedad de la que su hermano, de dieciocho años, había logrado recuperarse tiempo atrás.

El médico dijo al muchacho: “Sólo una transfusión de tu sangre puede salvar la vida de tu hermana. ¿Estás dispuesto a dársela?”.

Los ojos del muchacho reflejaron verdadero pavor. Dudó por unos instantes, y finalmente dijo: “De acuerdo, doctor, lo haré”.

Una hora después de realizada la transfusión, el muchacho preguntó indeciso: “Dígame, doctor, ¿cuándo voy a morir?”. Sólo entonces comprendió el doctor el momentáneo pavor que había detectado en los ojos del muchacho: creía que, al dar su sangre, iba también a dar la vida por su hermana.

 

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Un discípulo deseaba ardientemente renunciar al mundo, pero afirmaba que su familia le amaba demasiado como para permitirle que se fuera.

“¿Amarte?”, le dijo su guru. “Eso no es amor en absoluto Escucha...”. Y le reveló al discípulo un secreto del yoga que le permitiría simular que estaba muerto. Al día siguiente, según todas las apariencias externas, el hombre estaba muerto, y la casa se llenó de llantos y lamentaciones de parte de sus familiares.

Entonces se presentó el guru y dijo a la desconsolada familia que él tenía poder para resucitarlo si había alguien que quisiera morir en su lugar. Y preguntó si había algún voluntario.

Para sorpresa del “cadáver”, todos los miembros de la familia comenzaron a aducir razones por las que debían seguir viviendo. Su propia mujer resumió los sentimientos de todos con estas palabras: “En realidad, no hay necesidad de que nadie ocupe su lugar. Ya nos las arreglaremos sin él”.

 

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Tres personas adultas estaban tomando un café en la cocina mientras los niños andaban jugando por el suelo. La conversación versaba sobre lo que harían en caso de peligro, y cada una de las tres personas dijo que lo primero que haría sería poner a salvo a los niños.

De pronto reventó la válvula de seguridad de la olla a presión, y toda la cocina se llenó al instante de vapor. En cuestión de segundos, todos estaban fuera de la cocina... excepto los niños, que seguían jugando en el suelo.

 

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En el funeral de un hombre riquísimo había un individuo desconocido que se lamentaba y lloraba tanto como los demás.

El sacerdote oficiante se acercó a él y le preguntó: “¿Es usted, quizá, pariente del difunto?”.

“No”.

“Entonces, ¿por qué llora usted de ese modo?”.

“Precisamente por eso”.

Toda aflicción -sea cual sea la ocasión- es por uno mismo.

 

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Estaba ardiendo una fábrica, y el anciano propietario lloraba desconsolado su pérdida.

“¿Por qué lloras, papá?”, le pregunto su hijo. “¿Has olvidado que hemos vendido la fábrica hace cuatro días?”.

Y el anciano dejó inmediatamente de llorar.

 

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Una dependienta le vendió unos pantalones de un amarillo rabioso a un muchacho que parecía encantado con su compra.

Al día siguiente volvió el muchacho diciendo que quería cambiar los pantalones. El motivo: “No le gustan a mi novia”.

Una semana más tarde regresó de nuevo, todo sonriente, a comprar otra vez los dichosos pantalones. “¿Ha cambiado su novia de opinión?», le preguntó la dependienta.

“¡No!”, respondió el joven. “He cambiado yo de novia”.

 

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La madre: “¿Qué es lo que le gusta a tu novia de tí?”

El hijo: “Piensa que soy guapo, inteligente y simpático y que bailo muy bien”.

“¿Y qué es lo que te gusta a ti de ella?

“Que piensa que soy guapo, inteligente y simpático y que bailo muy bien”.

 

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Dos amigas se encuentran al cabo de muchos años.

“Cuéntame”, dice una de ellas, “¿qué fue de tu hijo?”.

“¿Mi hijo?”, responde la otra suspirando. “¡Pobre hijo mío...! ¡Qué mala suerte ha tenido...! Se casó con una chica que no da golpe en su casa. No quiere cocinar ni coser ni lavar ni limpiar... Se pasa el día en la cama holgazaneando, leyendo o durmiendo. ¿Querrás creer que el pobre muchacho tiene incluso que llevarle el desayuno a la cama?”.

“¡Es espantoso! ¿Y qué ha sido de tu hija?”

“¡Ah, ésa sí que ha tenido suerte! Se casó con un verdadero ángel. Figúrate que no permite que ella se moleste para nada. Tiene criados que cocinan, cosen, lavan, limpian y lo hacen todo. ¿Y querrás creer que él le lleva todas las mañanas el desayuno a la cama? Todo lo que hace es dormir cuanto quiere, y el resto del día lo emplea en descansar y leer en la cama”.

 

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“¿Cree usted que podrá darle a mi hija todo cuanto desee?”, le preguntó un hombre a un pretendiente.

“Estoy seguro de que sí, señor. Ella dice que todo lo que desea es a mí.

Nadie lo llamaría amor si todo lo que ella deseara fuera dinero. ¿Por qué es amor si todo lo que ella desea eres tú?

 

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Cuando Robert, un cuarentón, se enamoró de su vecina de catorce años, vendió todo lo que tenía y hasta aceptó hacer horas extra en su tiempo libre para ganar suficiente dinero y poder comprar a su novia el carísimo reloj que ella deseaba. Sus padres estaban consternados, pero decidieron que era mejor no decir nada.

Llegó el día de comprar el reloj, y Robert regresó a casa sin haber gastado su dinero. Y ésta es la explicación que dio: “La llevé a la joyería y ella dijo que, después de todo, no quería el reloj. Que le hacían más ilusión otras cosas, como una pulsera, un collar, una sortija de oro... “.

“Y mientras ella lo fisgaba todo sin decidirse, recordé lo que una vez nos contó nuestro maestro: que antes de adquirir algo debíamos preguntarnos para qué lo queríamos. Entonces comprendí que, después de todo, yo no la quería realmente, de manera que salí de la joyería y me marché”.

 

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Un niño sintió que se le rompía el corazón cuando encontró, junto al estanque, a su querida tortuga patas arriba, inmóvil y sin vida.

Su padre hizo cuanto pudo por consolarlo: “No llores, hijo. Vamos a organizar un precioso funeral por el señor Tortuga. Le haremos un pequeño ataúd forrado en seda y encargaremos una lápida para su tumba con su nombre grabado. Luego le pondremos flores todos los días y rodearemos la tumba con una cerca”.

El niño se secó las lágrimas y se entusiasmó con el proyecto. Cuando todo estuvo dispuesto, se formó el cortejo -el padre, la madre, la criada y, delante de todos, el niño- y empezaron a avanzar solemnemente hacia el estanque para llevarse el cuerpo, pero éste había desaparecido.

De pronto, vieron cómo el señor Tortuga emergía del fondo del estanque y nadaba tranquila y gozosamente. El niño, profundamente decepcionado, se quedó mirando fijamente al animal y, al cabo de unos instantes, dijo: “Vamos a matarlo”.

En realidad, no eres tú lo que me importa, sino la sensación que me produce amarte.

 

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Una devota se hizo una estatua de Buda en madera y la cubrió con una fina capa de oro. Le quedó hermosísima, y la llevaba consigo adondequiera que iba.

Pasaron los años, y la devota, siempre con su estatua a cuestas, se estableció en un pequeño templo en el que había muchas estatuas de Buda, cada una de ellas con su respectivo altar.

Comenzó todos los días a quemar incienso delante de su dorado Buda, pero descubrió, consternada, que parte del humo se escapaba hacia los altares colindantes.

Entonces se hizo un embudo de papel a través del cual ascendía el humo únicamente hacia su Buda, con lo cual se ennegreció la nariz del precioso Buda dorado, que se puso feísimo.

 

***

 

Federico Guillermo, que reinó en Prusia a comienzos del siglo XVIII, tenía fama de ser un hombre muy temperamental y poco amigo de formalidades y cumplidos. Solía pasear sin escolta por las calles de Berlín y, si se encontraba con alguien que le desagradaba -lo cual no era infrecuente-, no dudaba en usar su bastón contra la desventurada víctima.

No es extraño, por tanto, que, cuando la gente le divisaba, se escabullera lo más discretamente posible. En cierta ocasión, yendo Federico por una calle -golpeando el suelo con su bastón, como de costumbre-, un berlinés tardó demasiado en percatarse de su presencia, y su intento de ocultarse en un portal resultó fallido.

“¡Eh, tú!”, dijo Federico, “¿adónde vas?”.

El hombre se puso a temblar. “A esta casa, Majestad”, respondió.

“¿Es tu casa?”.

“No, Majestad”.

“¿Es la casa de un amigo?”.

“No, Majestad”.

“Entonces, ¿por qué entras en ella?”.

Al hombre le entró miedo de que el rey pudiera confundirle con un ladrón, y decidió decir la verdad: “Para evitar topar con su Majestad”.

“¿Y por qué quieres evitar topar conmigo?”.

“Porque tengo miedo de su Majestad”.

Al oír aquello, Federico Guillermo se puso rojo de furia, agarró al pobre hombre por los hombros, lo sacudió violentamente y le gritó: “¿Cómo te atreves a tener miedo de mi? ¡Yo soy tu soberano, y se supone que tienes que amarme! ¡Ámame, desgraciado! ¡Te ordeno que me ames!”

 

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Una mujer notablemente corpulenta entró en la oficina del registro civil cerrando tras de sí la puerta con un portazo descomunal.

“¿Me ha expedido usted esta licencia para casarme con Jacob Jacobson o no?”, le preguntó al funcionario mientras arrojaba violentamente sobre la mesa el documento.

El funcionario examinó atentamente el documento a través de sus gruesas gafas y dijo: “Sí, señora, creo que lo he expedido yo. ¿Por qué?”

“Porque el tipo ha huido”, respondió la mujer, “y quiero saber qué va a hacer usted al respecto”.

 

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Tras una acalorada discusión con su mujer, el hombre acabó diciendo: “¿Por qué no podemos vivir en paz como nuestros dos perros, que nunca se pelean?”.

“Claro que no se pelean”, reconoció la mujer. “¡Pero átalos juntos, y verás lo que ocurre!”.

 

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Una princesa árabe se había empeñado en casarse con uno de sus esclavos. Todos los esfuerzos del rey por disuadirla de su propósito resultaban inútiles, y ninguno de sus consejeros era capaz de darle una solución.

Al fin, se presentó en la corte un sabio y anciano médico que, al enterarse del apuro del rey, le dijo: “Su Majestad está mal aconsejada, porque, si prohíbe casarse a la princesa, lo que ocurrirá es que ella se enojará con Su Majestad y se sentirá aún más atraída por el esclavo”.

“¡Entonces dime lo que debo hacer!”, gritó el rey.

Y el médico sugirió un plan de acción.

El rey se sentía un tanto escéptico acerca del plan, pero decidió intentarlo. Mandó que llevaran a la joven a su presencia y le dijo: "Voy a someter a una prueba a tu amor por ese hombre: vas a ser encerrada con él durante 30 días y 30 noches en una celda. Si al final sigues queriendo casarte con él, tendrás mi consentimiento".

La princesa, loca de alegría le dio un abrazo a su padre y aceptó encantada someterse a la prueba. Todo marchó perfectamente durante unos días, pero no tardó en presentarse el aburrimiento. Antes de que pasara una semana, ya estaba la princesa suspirando por otro tipo de compañía y la exasperaba todo cuanto dijera o hiciera su amante. Al cabo de dos semanas estaba tan harta de aquel hombre que se puso a chillar y a aporrear la puerta de la celda. Cuando, al fin, consiguió salir, se echó en brazos de su padre, agradecida de que la hubiera librado de aquel hombre al que había llegado a aborrecer.

La separación facilita en común.

Cuando no hay distancia, no es posible establecer relación.

 

***

 

Una maestra observó que uno de los niños de su clase estaba extrañamente triste y pensativo.

“¿Qué es lo que te preocupa?”, le preguntó.

“Mis padres”, contestó él. “Papá se pasa el día trabajando para que yo pueda vestirme, alimentarme y venir a la mejor escuela de la ciudad. Además, hace horas extra para poder enviarme algún día a la universidad. Y mamá se pasa el día cocinando, lavando, planchando y haciendo compras para que yo no tenga por qué preocuparme”.

“Entonces, ¿por qué estás preocupado?”

“Porque tengo miedo de que traten de escaparse”.

 

***

 

Una maestra dijo a sus pequeños alumnos que iba a escribir los nombres de todos ellos en la pizarra y que, detrás de cada nombre, quería poner aquello por lo que cada niño sintiera más agradecimiento.

Uno de los niños estaba cavilando intensamente cuando la maestra escribió su nombre en la pizarra. Y al preguntarle lo que debía poner a continuación, él, finalmente, dijo: “Madre”.

Y eso fue lo que escribió la maestra. Pero, cuando estaba empezando a escribir el siguiente nombre, el niño se puso a agitar frenéticamente su mano.

“¿Si?”. dijo la maestra.

“Por favor, borre Madre”, dijo el niño, “y escriba Perro”-

¿Por qué no?

 

***

 

Un hombre le ofreció a su hija de doce años una propina si cortaba el césped del jardín. La muchacha puso manos a la obra con todo entusiasmo, y al anochecer había quedado perfectamente cortado todo el césped... a excepción de una de las esquinas del mismo.

Cuando el padre le dijo que no podía darle la propina convenida, porque no había cortado todo el césped, ella le replicó que no le importaba, pero que no cortaría aquel trozo de césped.

Intrigado por conocer el motivo, el padre se acercó a examinar el lugar en cuestión y vio que, justamente en el centro de la zona que había quedado sin cortar, había un enorme sapo. La muchacha había sentido demasiada compasión como para atropellarlo con el cortacésped.

Donde hay amor hay desorden. El orden perfecto haría del mundo un cementerio.

 

***

 

El orador había reunido a un cierto número de personas en una esquina callejera. “La revolución se acerca”, decía, “y todo el mundo irá en grandes automóviles! ¡La revolución se acerca, y todo el mundo tendrá teléfono en su cocina! ¡La revolución se acerca, y todo el mundo poseerá una tierra que podrá considerar suya!”.

Del público brotó una voz de protesta: “¡Yo no quiero poseer un gran automóvil ni un terreno ni un teléfono en la cocina!”.

“¡La revolución se acerca”, dijo el orador, “y tú harás lo que se te diga!”.

Si deseas un mundo perfecto, olvídate de la gente.

 

***

 

Un día, Abraham invitó a un mendigo a comer en su tienda. Cuando Abraham estaba dando gracias, el otro empezó a maldecir a Dios y a decir que no soportaba oír Su Santo Nombre.

Presa de indignación, Abraham echó al blasfemo de su tienda.

Aquella noche, cuando estaba haciendo sus oraciones, le dijo Dios a Abraham: “Ese hombre ha blasfemado de mí y me ha injuriado durante cincuenta años y, sin embargo, yo le he dado de comer todos los días. ¿No podías haberlo soportado tú durante un solo almuerzo?”.

 

***

 

Se afirmaba en la aldea que una anciana tenía apariciones divinas, y el cura quería pruebas de la autenticidad de las mismas. “La próxima vez que Dios se te aparezca”, le dijo “pídele que te revele mis pecados, que sólo El conoce. Esa será una prueba suficiente”.

La mujer regresó un mes más tarde, y el cura le preguntó si se le había vuelto a aparecer Dios. Y al responder ella que sí, le dijo: “¿Y le pediste lo que te ordené?”.

“Sí. lo hice”.

“¿Y que te dijo El?”.

“Me dijo: "Dile al cura que he olvidado sus pecados".

¿Será posible que todas las cosas horribles que has hecho hayan sido olvidadas por todos... menos por ti?

 

***

 

En cierta ocasión, se hallaban reunidos en Escete algunos de los ancianos, entre ellos el Abad Juan el Enano.

Mientras estaban cenando, un ancianísimo sacerdote se levantó e intentó servirles. Pero nadie, a excepción de Juan el Enano, quiso aceptar de él ni siquiera un vaso de agua.

A los otros les extrañó bastante la actitud de Juan, y más tarde le dijeron: “¿Cómo es que te has considerado digno de aceptar ser servido por ese santo varón?”.

Y él respondió: “Bueno, veréis, cuando yo ofrezco a la gente un trago de agua, me siento dichoso si aceptan. ¿Acaso me consideráis capaz de entristecer a ese anciano privándole del gozo de darme algo?”.

 

***

 

Cuando una joven de dieciocho años gastó todos sus ahorros en comprar un regalo para su madre, ésta se sintió agradecidísima y verdaderamente feliz, porque una madre y ama de casa suele tener mucho trabajo y no es frecuente que se lo reconozcan.

La joven parecía haber comprendido esto, porque le dijo a su madre: “Esto es porque te matas a trabajar, madre, y nadie lo aprecia”.

Y la madre le dijo: “También tu padre se mata a trabajar...” “Sí”, replicó la joven, “pero él no anda pregonándolo a todas horas”.

 

***

 

Un anciano peregrino recorría su camino hacia las montañas del Himalaya en lo más crudo del invierno. De pronto. se puso a llover.

Un posadero le preguntó: “¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí con este tiempo de perros, buen hombre?”.

Y el anciano respondió alegremente: “Mi corazón llegó primero y al resto de mí le ha sido fácil seguirle”.

 

***

 

Jeremías estaba enamorado de una mujer altísima, y todas las noches, al regresar del trabajo a su casa, suspiraba por poder besarla, pero era demasiado tímido para pedírselo.

Una noche, sin embargo, se armó de valor y le dijo: “¿Querrías darme un beso?”. Ella mostró su conformidad; pero, como Jeremías era extraordinariamente bajo de estatura, se pusieron a buscar algo sobre lo que pudiera subirse. Al fin, encontraron en una herrería abandonada un yunque sobre el que Jeremías alcanzó la altura deseada.

Tras caminar durante cerca de un kilómetro, Jeremías le dijo a la mujer: “¿Podrías darme otro beso, querida?”.

“No”, respondió la mujer. “Ya te he dado uno, y es suficiente por hoy”.

Y Jeremías dijo: “Entonces, ¿por qué no me has impedido cargar con este maldito yunque?”.

¡El amor soporta la carga sin sentir su peso!

 

***

 

Un Califa de Bagdad llamado Al- Mamun poseía un hermoso caballo árabe del que estaba encaprichado el jefe de una tribu, llamado Omah, que le ofreció un gran número de camellos a cambio; pero Al- Mamun no quería desprenderse del animal. Aquello encolerizó a Omah de tal manera que decidió hacerse con el caballo fraudulentamente.

Sabiendo que Al- Mamun solía pasear con su caballo por un determinado camino, Omah se tendió junto a dicho camino disfrazado de mendigo y simulando estar muy enfermo. Y como Al- Mamun era un hombre de buenos sentimientos, al ver al mendigo sintió lástima de él, desmontó y se ofreció a llevarlo a un hospital.

“Por desgracia”, se lamentó el mendigo, “llevo días sin comer y no tengo fuerzas para levantarme”. Entonces, Al-Mamun lo alzó del suelo con mucho cuidado y lo montó en su caballo, con la idea de montar él a continuación. Pero, en cuanto el falso mendigo se vio sobre la silla, salió huyendo al galope, con Al- Mamun corriendo detrás de él para alcanzarlo y gritándole que se detuviera. Una vez que Omah se distanció lo suficiente de su perseguidor, se detuvo y comenzó a hacer caracolear al caballo.

“¡Está bien, me has robado el caballo!”, gritó Al- Mamun.

“¡Ahora sólo tengo una cosa que pedirte!”.

“¿De qué se trata?”, preguntó Omah también a gritos.

“¡Que no cuentes a nadie cómo te hiciste con el caballo!”.

“¿Y por qué no he de hacerlo?”.

“¡Porque quizás un día puede haber un hombre realmente enfermo tendido junto al camino y, si la gente se ha enterado de tu engaño, tal vez pase de largo y no le preste ayuda!”.

 

***

 

Se acercaba la época de las lluvias monzónicas, y un hombre muy anciano estaba cavando hoyos en su jardín.

“¿Qué haces?”, le preguntó su vecino.

“Estoy plantando anacardos”, respondió el anciano.

“¿Esperas llegar a comer anacardos de esos árboles?” “No, no pienso vivir tanto. Pero otros lo harán. Se me ocurrió el otro día que toda mi vida he disfrutado comiendo anacardos plantados por otras personas, y ésta es mi manera de demostrarles mi gratitud”.

 

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Estaba un día Diógenes plantado en la esquina de una calle y riendo como un loco.

“¿De qué te ríes?”, le preguntó un transeúnte.

“¿Ves esa piedra que hay en medio de la calle? Desde que llegué aquí esta mañana, diez personas han tropezado en ella y han maldecido, pero ninguna de ellas se ha tomado la molestia de retirarla para que no tropezaran otros”.

 

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Preguntó un guru a sus discípulos si sabrían decir cuándo acababa la noche y empezaba el día.

Uno de ellos dijo: “Cuando ves a un animal a distancia y puedes distinguir si es una vaca o un caballo”.

“No”, dijo el guru.

“Cuando miras un árbol a distancia y puedes distinguir si es un mango o un anacardo”.

“Tampoco”, dijo el guru.

“Está bien”, dijeron los discípulos, “dinos cuándo es”.

“Cuando miras a un hombre al rostro y reconoces en él a tu hermano; cuando miras a la cara a una mujer y reconoces en ella a tu hermana. Si no eres capaz de esto, entonces, sea la hora que sea, aún es de noche”.

 

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Se encontró un amigo con el famoso ensayista Charles Lamb y le dijo: “Quisiera presentarte a don Fulano de tal”.

“No, muchas gracias”, respondió Lamb. “No me gusta ese hombre”.

“¡Pero si no lo conoces...!”.

“Ya lo sé. Por eso no me gusta”, dijo Lamb.

“Tratándose de personas, yo conozco lo que me gusta”.

“Quieres decir que te gusta lo que conoces”.

 

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Le intrigaba a la congregación el que su rabino desapareciera todas las semanas la víspera del sábado. Sospechando que se encontraba en secreto con el Todopoderoso, encargaron a uno de sus miembros que le siguiera.

Y el “espía” comprobó que el rabino se disfrazaba de campesino y atendía a una mujer pagana paralítica, limpiando su cabaña y preparando para ella la comida del sábado.

Cuando el “espía” regresó, la congregación le preguntó: “¿Adónde ha ido el rabino? ¿Le has visto ascender al cielo?”.

“No”, respondió el otro, “ha subido aún más arriba”.

 

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Cuando el Conde de Mountbatten, el último Virrey de la India, anunció que su sobrino, el príncipe Felipe, iba a casarse con la Princesa Elizabeth, el Mahatma Gandhi le dijo: “Me encanta saber que su sobrino va a casarse con la futura reina, y me gustaría hacerle un regalo de bodas; pero ¿qué puedo regalarle. si no tengo nada?”.

“Tiene usted su rueca”, le dijo el Virrey. “Podría usted hilar y tejer algo para ellos”.

Y Gandhi les hizo un mantel que Mountbatten envió a la Princesa Elizabeth con esta nota: “Guardad esto con las joyas de la Corona”.

...porque había sido tejido por un hombre que había dicho: “Los ingleses deberían marcharse como amigos”.

 

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Había un viejo sufi que se ganaba la vida vendiendo toda clase de baratijas. Parecía como si aquel hombre no tuviera entendimiento, porque la gente le pagaba muchas veces con monedas falsas que él aceptaba sin ninguna protesta, y otras veces afirmaban haberle pagado, cuando en realidad no lo habían hecho, y él aceptaba su palabra.

Cuando le llegó la hora de morir, alzó sus ojos al cielo y dijo: “¡Oh, Alá! He aceptado de la gente muchas monedas falsas, pero ni una sola vez he juzgado a ninguna de esas personas en mi corazón, sino que daba por supuesto que no sabían lo que hacían. Yo también soy una falsa moneda. No me juzgues, por favor”.

Y se oyó una Voz que decía: “¿Cómo es posible juzgar a alguien que no ha juzgado a los demás?”.

Muchos pueden actuar amorosamente. Pero es rara la persona que piensa amorosamente.

 

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La familia se había reunido para cenar, y el hijo mayor anunció que iba a casarse con la vecina de enfrente.

“¡Pero si su familia no le dejó una perra...!”, objetó el padre.

“¡Ni ella ha sido capaz de ahorrar un céntimo!”, añadió la madre.

“¡Y no sabe una palabra de fútbol!”, dijo el hermano pequeño.

“¡Jamás he visto a una chica tan cursi!”, dijo la hermana.

“¡No sabe más que leer novelas!”, dijo el tío.

“¡No tiene gusto para vestir!”, dijo la tía.

“¡Se lo gasta todo en maquillaje!”, dijo la abuela.

“Todo eso es verdad”, dijo el muchacho. “Pero tiene una enorme ventaja sobre todos nosotros”.

“¿Cuál?”, exclamaron todos.

“Que no tiene familia”.

 

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Abad Anastasio tenía un libro de finísimo pergamino que valía veinte monedas y que contenía el Antiguo y el Nuevo Testamento. Una vez fue a visitarle cierto monje que, al ver el libro, se encaprichó de él y se lo llevó. De modo que aquel día, cuando Anastasio fue a leer su libro, descubrió que había desaparecido, y al instante supo que el monje lo había robado. Pero no le denunció, por temor a que, al pecado de hurto, pudiera añadir el de perjurio.

El monje se había ido a la ciudad y quiso vender el libro, por el que pedía dieciocho monedas. El posible comprador le dijo: “Déjame el libro para que pueda averiguar si vale tanto dinero”. Entonces fue a ver al santo Anastasio y le dijo: “Padre, mire este libro y dígame si cree usted que vale dieciocho monedas”. Y Anastasio le dijo: “Sí, es un libro precioso, y por dieciocho monedas es una ganga”.

El otro volvió adonde estaba el monje y le dijo: “Aquí tienes tu dinero. He enseñado el libro al Padre Anastasio y me ha dicho que sí vale las dieciocho monedas”.

El monje estaba anonadado. “¿Fue eso todo lo que dijo? ¿No dijo nada más?”.

“No, no dijo una sola palabra más”.

“Bueno, verás... he cambiado de opinión... y ahora ya no quiero vender el libro...”

Entonces regresó adonde Anastasio y, con lágrimas en los ojos, le suplicó que volviera a quedarse con el libro. Pero Anastasio le dijo con toda paz: “No, hermano, quédate con él. Es un regalo que quiero hacerte”. Sin embargo, el monje dijo: “Si no lo recuperas, jamás tendré paz”.

Y desde entonces, el monje se quedó con Anastasio para el resto de sus días.

 

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Jitoku era un excelente poeta que había decidido estudiar Zen, para lo cual concertó una cita con el Maestro Ekkei en Kyoto. Acudió ilusionadísimo al Maestro, pero en el momento en que se presentó ante éste recibió una bofetada que le dejó perplejo y humillado, pues jamás se había atrevido nadie a golpearle. Pero, como el Zen prohíbe decir ni hacer nada si no lo ordena el Maestro, salió de allí en silencio e, indignadísimo, se fue a ver a Dokuon, el discípulo, le contó lo sucedido y le dijo que pensaba desafiar en duelo al Maestro.

“¡Pero si el Maestro ha querido ser amable contigo...!”, le dijo Dokuon. “Métete de lleno en la práctica del "zazen" y lo comprobarás por ti mismo”.

Y eso fue exactamente lo que hizo Jitoku, ejercitándose durante tres días y tres noches con tal intensidad que alcanzó una iluminación extática muy superior a todo cuanto podría haber imaginado. Y Ekkei le hizo saber su satisfacción por el “satori” obtenido.

Jitoku volvió a visitar a Dokuon, le agradeció su consejo y le dijo: “Si no hubiera sido por tu buen juicio, jamás habría tenido yo esta transformadora experiencia. Y por lo que se refiere al Maestro, ahora veo que su bofetada no fue lo bastante fuerte”.

 

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Muso, uno de los más ilustres Maestros de su tiempo, viajaba en compañía de un discípulo. Llegaron a un río y embarcaron en un “ferry”. Cuando éste estaba a punto de desatracar, llegó corriendo un samurai borracho y saltó dentro de la sobrecargada embarcación, que a punto estuvo de zozobrar. Luego empezó a tambalearse violentamente, poniendo en peligro la estabilidad del frágil navío, por lo que el barquero le suplicó que se estuviera quieto.

“¡No hay derecho a que nos tengan aquí como sardinas en canasta!”, protestó estridentemente el samurai. De pronto, vio a Muso y gritó: “¡Mira quién está ahí! ¡Vamos a arrojar por la borda a ese santón!”.

“Ten paciencia, por favor”, dijo Muso. “No tardaremos en llegar al otro lado”.

“¿Cómo dices? ¿Que tenga yo paciencia?”, gritó el samurai fuera de sí. “¡Qué te parece...! ¡Si no saltas antes de un minuto, yo mismo te echaré por la borda!”.

La sensación de calma que reflejaba el rostro del Maestro ante aquella amenaza enfureció de tal manera al samurai que se acercó a Muso y le arreó un par de bofetones en la cara, haciéndole sangrar. El discípulo, que era un hombre corpulento, ya no aguantó más y le dijo a su Maestro: “Después de lo que ha hecho, ya no merece vivir”.

“¿Por qué alterarse tanto por una tontería?”, dijo Muso con una sonrisa. “Es en ocasiones como ésta cuando se pone a prueba nuestro adiestramiento. Debes recordar que la paciencia es algo más que una palabra”. Y a continuación compuso este poema:.

“El que golpea y el golpeado son simples actores de un drama tan efímero como un sueño”.

 

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Siete tipos locos, que habían estado en la fiesta de una aldea vecina, regresaban de noche a su pueblo tambaleándose, con una borrachera más que mediana.

Se puso a llover, y se refugiaron bajo un árbol para pasar la noche.

Cuando se despertaron a la mañana siguiente, empezaron a gemir y a Lamentarse ruidosamente. “¿Qué sucede?”, preguntó un transeúnte.

“Anoche nos acurrucamos bajo este árbol para dormir, señor”, dijo uno de los locos, “y al despertar esta mañana estábamos hechos un lío y no podemos distinguir de quién es cada brazo y cada pierna”.

“Eso se soluciona enseguida”, dijo el otro. “Dejadme un alfiler”. Se lo dejaron y él lo clavó en la primera pierna que vio. “¡Ay!”, gritó uno de ellos. “Ahí lo tiene”, dijo el transeúnte, “esa pierna es suya”. Luego pinchó en un brazo. “¡Ay!”, exclamó otro, identificándose como el propietario de dicho brazo. Y así sucesivamente, hasta que se deshizo el lío; y los locos regresaron felices a su pueblo, enriquecidos con una nueva experiencia.

Cuando tu corazón responda instintivamente a las alegrías y a las penas de los demás, sabrás que te has desprendido de tu yo y habrás alcanzado la experiencia de tu “uni-corporeidad” con la raza humana... y al fin habrá triunfado el amor.

 

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Verdad

La Verdad no se encuentra en fórmulas...

Un hombre que tomaba el té con un amigo en un restaurante estaba mirando fija y detenidamente su taza. De pronto dijo con aspecto resignado: “¡Ah, mi querido amigo, la vida es como una taza de té...!”.

El otro, tras considerarlo unos instantes, se quedó mirando fija y detenidamente su taza de té y luego preguntó: “¿Por qué? ¿Por qué es la vida como una taza de té?”.

“¿Cómo voy yo a saberlo?”, dijo el primero. “¿Acaso soy yo un intelectual?”.

 

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...ni en cifras... -

“Acusado”, dijo el juez, “le he encontrado a usted culpable de veintitrés cargos. Por tanto, le condeno a usted a un total de ciento setenta y cinco años de cárcel”.

El reo, un hombre anciano, rompió a llorar. La expresión del juez se endulzó y dijo: “Pero no quiero ser cruel. Sé que la condena impuesta es muy severa. Realmente, no tiene usted que cumplirla en su totalidad...”.

En los ojos del reo brilló una luz de esperanza.

“Eso está mejor”, dijo el juez. “Limítese a cumplir los años que pueda”.

 

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Un obispo había decretado que las amas de los curas debían tener al menos cincuenta años. Y durante la visita a la diócesis descubrió, para su sorpresa, que un sacerdote pensaba estar cumpliendo la ley porque tenía dos amas, cada una de las cuales tenía veinticinco años.

 

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...ni tampoco en nombres...

Llegado el momento de poner un nombre a su primogénito, un hombre y su mujer empezaron a discutir. Ella quería que se llamase igual que su abuelo materno, y él quería ponerle el nombre del abuelo paterno. Finalmente, acudieron al rabino para que solventara la cuestión.

“¿Cuál era el nombre de tu padre?”, preguntó el rabino al marido.

“Abiatar”.

“Y cómo se llamaba el tuyo?”, preguntó a la mujer.

“Abiatar”.

“Entonces, ¿cuál es el problema?”, preguntó perplejo el rabino.

“Verá usted, rabino”, dijo la mujer. “Mi padre era un sabio, y el suyo un ladrón de caballos. ¿Cómo voy a permitir que mi hijo se llame igual que un hombre como ése?”.

El rabino se puso a pensar en el asunto muy seriamente, porque se trataba de un problema verdaderamente delicado. No quería que una de las partes se sintiera vencedora y la otra perdedora. Al fin, dijo: “Os sugiero lo siguiente: llamad al niño "Abiatar"; luego esperad a ver si llega a ser un sabio o un ladrón de caballos, y entonces sabréis si le habéis puesto el nombre de uno o de otro abuelo”.

 

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...ni en símbolos...

“Me han dicho que has vendido tu bicicleta...”.

“Así es”.

“¿Y por cuánto la has vendido?”.

“Por treinta dólares”.

“Me parece un precio razonable”.

“Lo es. Pero, si hubiera sabido que el tipo no me iba a pagar le habría pedido el doble”.

 

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...ni en teorías...

Un director de empresa que acababa de asistir a un seminario sobre “motivación” llamó a un empleado a su despacho y le dijo: “De ahora en adelante, se le permitirá a usted planificar y controlar su propio trabajo. Estoy seguro de que eso hará que aumente considerablemente la productividad”.

“¿Me pagarán más?”, preguntó el empleado.

“De ningún modo. El dinero no es un elemento motivador, y usted no obtendría satisfacción de un simple aumento de salario”.

“Bueno, pero, si aumenta la productividad, ¿me pagarán más?”.

“Mire usted”, dijo el director. “Evidentemente, usted no entiende la teoría de la motivación. Llévese a casa este libro y léalo: en él se explica qué es lo que realmente le motiva a usted”.

Cuando el empleado salía del despacho, se detuvo y dijo: “Y si leo este libro, ¿me pagará más?”.

 

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Una joven pareja no sabía qué hacer con los celos que su hijo de tres años sentía hacia su hermanito recién nacido. Para ilustrarse, leyeron un libro de Psicología Infantil.

Un día en que el niño estaba de especial mal humor, la madre le dijo: “Toma este osito de peluche, hijo, y muéstrame lo que sientes hacia tu hermanito”.

Según el libro, el niño debería haber golpeado y retorcido por el cuello al osito de peluche. Pero, en lugar de eso, tomó al osito por una pierna y, con evidente delectación, se fue adonde estaba el bebé y le sacudió con el osito en la cabeza.

 

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...ni en palabras...

“Ardo en deseos de aprender la espiritualidad”, le dijo un vecino al mullah Nasrudin. “¿Querrías venir a mi casa y hablarme de ello?”.

Nasrudin no quiso comprometerse, porque, aun cuando veía que aquel hombre era algo más inteligente que la mayoría, también se daba cuenta de que abrigaba la ilusión de que el misticismo puede transmitirse con palabras.

Algunos días más tarde, el vecino le llamó a gritos desde la terraza: “¡Mullah, ¿podrías ayudarme a soplar mi fuego?; las brasas se están apagando!”.

“¡Naturalmente que si!”, dijo Nasrudin. “¡Tienes a tu disposición mi aliento: ven a mi casa y toma todo lo que puedas!”.

 

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Durante un ensayo con la orquesta, el director le dijo al trompetista: “Pienso que este pasaje requiere... ¿cómo le diría yo?.. un enfoque más wagneriano...; no sé si me explico... Quiero decir: algo más enérgico, por así decirlo algo más acentuado, con más cuerpo, más profundo, más...”.

El trompetista le interrumpió: “¿Quiere que toque más fuerte, señor?”.

“¡Sí, eso es lo que quiero decir!”, fue todo cuanto pudo decir el pobre director.

 

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... ni en slogans...

Un grupo religioso solía usar para sus numerosos congresos un hotel cuyo lema, escrito con grandes caracteres en las paredes del vestíbulo, decía: “No hay problemas, sólo hay oportunidades”.

Un congresista se acercó al mostrador de recepción y dijo: “Usted perdone, pero tengo un problema...”.

Con una sonrisa, el recepcionista le replicó: “Aquí no tenemos problemas, señor. Únicamente tenemos oportunidades” .

“Llámelo como quiera”, dijo el otro impaciente, “pero hay una mujer en la habitación que me han asignado”

 

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...ni en etiquetas...

Un inglés emigró a los Estados Unidos y adquirió la ciudadanía norteamericana.

Cuando regresó de vacaciones a Inglaterra, uno de sus parientes le recriminó por haber cambiado de nacionalidad.

“¿Qué has salido ganando con hacerte ciudadano norteamericano?”, le preguntó.

“Bueno, ante todo, que he ganado la Revolución Americana”, fue la respuesta.

 

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...ni en convencionalismos.

Cuando se reformó el trazado de la frontera ruso- finlandesa, le informaron a un granjero que la nueva línea divisoria pasaba justamente por en medio de su granja y que, consiguientemente, tenía la posibilidad de elegir si quería pertenecer a Rusia o a Finlandia. El granjero prometió pensar seriamente el asunto; y al cabo de unas semanas anunció que deseaba vivir en Finlandia. Acudió una multitud de indignados funcionarios rusos con la intención de explicarle las ventajas de pertenecer a Rusia y no a Finlandia.

El granjero, tras escuchar sus razonamientos, dijo: “Estoy absolutamente de acuerdo con todo lo que ustedes dicen. De hecho, siempre he deseado vivir en la Madre Rusia. Pero, a mi edad, sencillamente no me siento capaz de sobrevivir a otro de esos terribles inviernos rusos”.

 

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...ni en distingos.

Un individuo estaba haciendo su doctorado en filosofía, y su mujer sólo comprendió la seriedad con que estudiaba su marido el día que le preguntó: “¿Cuál es la razón de que me quieras tanto?”.

Veloz como el rayo, el marido replicó: “Cuando dices "tanto", ¿te refieres a la intensidad, a la profundidad, a la frecuencia, a la calidad o a la duración?”.

Jamás ha captado nadie la belleza de la rosa diseccionando sus pétalos.

 

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Tampoco suele encontrarse la Verdad en estadísticas...

Nasrudin fue arrestado y conducido al tribunal bajo la acusación de haber metido carne de caballo en las albóndigas de pollo que servía en su restaurante.

Antes de pronunciar sentencia, el juez quiso saber en qué proporción mezclaba la carne de caballo con la de pollo. Y Nasrudin, bajo juramento, respondió: “Al cincuenta por ciento, Señoría”.

Después del juicio, un amigo le preguntó a Nasrudin qué significaba exactamente lo del “cincuenta por ciento”. Y Nasrudin le dijo: “Un caballo por cada pollo”.

 

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Un grupo de leñadores estuvo durante seis meses cortando madera en el bosque. Para hacerles la comida y lavarles la ropa habían contratado a dos mujeres, las cuales se casaron con dos de ellos al acabar los seis meses. Y la noticia que dio el periódico local fue que el dos por ciento de los hombres se casaban con el ciento por ciento de las mujeres.

 

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...ni en la lógica...

Un gigantesco individuo se disponía a abandonar la taberna a las diez de la noche.

“¿Cómo tan pronto?”, le preguntó el tabernero.

“Por mi mujer”.

“¡No me digas que te da miedo tu mujer! ¿Qué eres tú: un hombre o un ratón?”.

“Si de algo estoy seguro, es de que no soy un ratón, porque a mi mujer le horrorizan los ratones”.

 

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Un profesor de filosofía en París se autoproclamó un día como el hombre más importante del mundo, y procedió a demostrárselo a sus alumnos del siguiente modo.

“¿Cuál es la nación más importante del mundo?”.

“Francia, naturalmente”, respondieron todos.

“¿Y cuál es la ciudad más importante de Francia?”.

“París, obviamente”.

“¿Y acaso no es su universidad el lugar más importante y sagrado de París? Por otra parte, ¿quién puede poner en duda que el más importante y más noble departamento de cualquier universidad es su departamento de filosofía? Y decidme: ¿quién es el jefe del departamento de filosofía?”.

“Usted”, dijeron todos a coro.

 

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El médico: “Ese dolor que siente usted en su pierna es producto de su avanzada edad”.

El paciente: “¿Se cree usted que yo soy tonto? ¡La otra pierna tiene la misma edad!”.

 

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... ni en abstracciones...

Le dijo un discípulo a Hogen, el Maestro Zen: “Cuando yo estudiaba con mi anterior Maestro, me hice una cierta idea acerca de lo que es el Zen”.

“Y bien, ¿qué idea es ésa?”, le preguntó Hogen.

“Cuando le pregunté al Maestro quién era Buda (con lo cual, naturalmente, preguntaba por la Realidad, él me dijo: "Ping-ting viene en busca del fuego".

“¡Excelente respuesta!”, dijo Hogen. “Pero mucho me temo que no la entendieras correctamente. Dime el significado que le diste a esas palabras”.

“Bueno”, dijo el discípulo, “Ping-ting es el dios del fuego. Ahora bien, decir que el dios del fuego viene en busca del fuego es tan absurdo como el hecho de que yo, cuya verdadera naturaleza es realmente Buda, pregunte quién es Buda. ¿Cómo puede alguien que en realidad es Buda, aunque lo sea inconscientemente, formular una pregunta referente a Buda?”.

“¡Ajá!”, dijo Hogen, “¡justamente lo que me temía! Estás completamente equivocado. ¿Por qué no me haces a mí la pregunta?”.

“De acuerdo. ¿Quién es Buda?”.

“Ping- ting viene en busca del fuego”, dijo Hogen.

 

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El gran Gensha invitó a tomar el té a un funcionario de la corte. Tras los saludos de ritual, el funcionario dijo: “No quisiera desperdiciar esta oportunidad que se me brinda de estar con tan gran Maestro. Dígame: ¿qué significa eso que dicen de que, a pesar de que lo tenemos a diario, no lo vemos?”.

Gensha ofreció al funcionario un trozo de pastel y le sirvió el té. Tras consumir ambas cosas, el funcionario, pensando que el Maestro no había escuchado su pregunta, volvió a hacerla. “¡Ah, sí!”, dijo el Maestro. “Eso significa que no lo vemos, a pesar de que lo tenemos a diario”.

Los que saben no hablan; los que hablan no saben: por eso los sabios guardan silencio.

Los inteligentes hablan; los estúpidos discuten.

 

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La verdad es cambiante.

Un pasajero se encontraba completamente perdido por los pasillos de un gran trasatlántico.

Al fin, topó con un camarero y le pidió ayuda para encontrar su camarote.

“¿Cuál es el número de su camarote, señor?”, le preguntó el camarero.

“No sabría decírselo, pero lo reconocería al instante, porque había una lámpara encima de la puerta”.

 

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El juez: “¿Qué edad tiene usted?”.

El reo: “Veintidós años, señoría”.

El juez: “Eso mismo viene diciendo usted desde hace diez años”.

El reo: “Tiene usted razón, señoría. Yo no soy de esos tipos que hoy dicen una cosa y mañana la contraria”.

 

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Una veterana actriz: “En realidad, no sé qué edad tengo porque no deja de cambiar cada minuto”.

 

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La Verdad puede ser relativa.

Un turista norteamericano había salido de su país por primera vez. Al llegar al primer aeropuerto extranjero, se encontró con que tenía que elegir entre dos salidas, en una de las cuales ponía “Pasajeros nacionales”, mientras que en la otra ponía “Extranjeros”.

Sin dudarlo, se dirigió a la primera salida. Cuando, poco después, le dijeron que debería haber tomado la otra salida, él protestó: “¡Pero si yo no soy extranjero! ¡Soy norteamericano!”.

 

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Cuando el dramaturgo inglés Oscar Wilde llegó por la noche a su club, después de asistir al estreno de una de sus obras, que había sido un completo fracaso, alguien le preguntó:. “¿Cómo ha ido el estreno, Oscar?”.

“¡Ah!”, respondió Wilde, “la obra ha sido un enorme éxito. Lo que ha sido un fracaso ha sido el público”.

 

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La Verdad es concreta...

En cierta ocasión, un monje le dijo a Fuketsu:.

“Una vez te oí decir algo que me desconcertó, a saber, que la verdad puede ser comunicada sin hablar y sin guardar silencio. ¿Querrías explicármelo?”.

Y Fuketsu respondió:

“Cuando yo era un muchacho y vivía en el Sur de China, ¡ah, cómo cantaban los pájaros entre las flores en primavera...!”.

Pienso, luego soy inconsciente. En el momento de pensar habito en el mundo Irreal de la abstracción o del pasado o del futuro.

 

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...y, sin embargo, inconmensurable.

Una rana que siempre había vivido en un pozo se sorprendió un día al ver allí a otra rana.

“¿De dónde has venido?”, le preguntó.

“Del mar. Allí es donde vivo”, respondió la otra.

“¿Y cómo es el mar? ¿Es tan grande como mi pozo?”

La rana del mar soltó una carcajada y dijo: “No hay comparación”.

La rana del pozo fingía estar interesada en lo que su visitante tenía que decir acerca del mar, pero en su interior pensaba: “¡De todas las ranas embusteras que he conocido en mi vida, ésta es, sin duda, la mayor de todas... y la más cínica!”.

¿Cómo hablarle del Océano a una rana de pozo, o de la Realidad a un ideólogo?

 

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La Verdad es algo que, en realidad, haces tú.

Un día le dijeron los discípulos a Baal Sem: “Dinos, querido rabino, cómo hemos de servir a Dios”.

Y él respondió: “¿Cómo voy a saberlo yo...?” Y a continuación les contó la siguiente historia:.

“Un rey tenía dos amigos que resultaron ser culpables de un crimen y fueron condenados a muerte. Y, a pesar de que los amaba, el rey no se atrevió a concederles abiertamente el indulto, por temor a dar un mal ejemplo al pueblo. De modo que decidió que se tendiera una cuerda de un lado a otro de un profundo abismo y que cada uno de los dos hombres tratara de pasar por ella: quien lo consiguiera obtendría la libertad; y quien cayera abajo encontraría la muerte. El primero de los dos consiguió atravesar sin mayores problemas. El otro, entonces, le gritó desde el otro lado: "¡Amigo, dime cómo lo has hecho!" Y el primero le respondió: "¿Y cómo voy a saberlo? ¡Lo único que he hecho ha sido que, cuando me escoraba hacia un lado, trataba de inclinarme hacia el lado contrario”.

No aprendas a montar en bicicleta en un aula.

 

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Un niño le pregunta a un electricista: “¿Qué es exactamente la electricidad?”.

“La verdad es que no lo sé, pequeño. Pero puedo hacer que te dé luz”.

 

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Un hombre le pidió a Bayazid que lo aceptara como discípulo.

“Si lo que buscas es la Verdad”, le dijo Bayazid, “hay una serie de requisitos que respetar y unos deberes que cumplir”.

“¿Y cuáles son?”.

“Tendrás que acarrear agua, cortar leña, limpiar y cocinar”.

“Estoy buscando la Verdad, no un empleo”, dijo el hombre, a la vez que se marchaba.

 

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Poco después de que muriera el rabino Mokshe, preguntó a uno de los discípulos de éste el rabino Mendel de Kotyk:

“¿Qué era a lo que tu maestro concedía mayor importancia?”.

El discípulo, tras reflexionar durante unos momentos, respondió: “A lo que estuviera haciendo en ese momento”.

 

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La Verdad se expresa mejor en el silencio...

Bodhidharma, considerado como el primer patriarca Zen, fue el hombre que llevó el budismo de la India a China en el siglo Vl. Cuando decidió regresar a su patria, reunió en torno a sí a sus discípulos chinos, con el fin de nombrar a quien debía sucederle. Para ello sometió a prueba sus poderes de percepción, haciendo a cada uno de ellos la misma pregunta: “¿Qué es la verdad?”.

Respondió Dofuku: “La verdad es lo que está más allá de la afirmación y la negación”. Y le dijo Bodhidharma: “Tú tienes mi misma piel”.

La devota Soji respondió: “La verdad es como la visión que tuvo Anand del país de Buda: una visión que duró un instante y perduró para siempre.. Y le dijo Bodhidharma: “Tú tienes mi misma carne”.

Respondió Doiku: “Los cuatro elementos -viento, agua, tierra y fuego- están vacíos. La verdad es nada”. Y le dijo Bodhidharma: “Tú tienes mis mismos huesos”.

Finalmente, el Maestro miró a Eka, que hizo una profunda reverencia, sonrió y se quedó en silencio. Y le dijo Bodhidharma: “Tú tienes mi misma médula”

 

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El quinto patriarca Zen, Hung-Jun, escogió a Hui- Neng, de entre quinientos monjes, como su sucesor. Cuando le preguntaron por qué había hecho semejante elección, Hung-Jun dijo: “Los otros cuatrocientos noventa y nueve han demostrado una perfecta comprensión del budismo. Hui- Neng es el único que no ha comprendido nada en absoluto. Es el tipo de hombre que se sale de lo corriente. Por eso ha caído sobre él el manto de la auténtica transmisión”.

 

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...y exige lo que constituye el más formidable logro del espíritu humano: una mente abierta...

Cuenta la historia que, cuando Nuevo México entró a formar parte de los Estados Unidos y se celebró en el nuevo estado el primer proceso judicial, el juez que presidía la sesión había sido “cowboy” y había luchado encarnizadamente contra los indios.

El juez ocupó su asiento en el tribunal y la sesión dio comienzo. Al procesado se le acusaba de haber robado un caballo. Se dio lectura a la acusación y se oyó al demandante y a sus testigos.

Tras de lo cual, el abogado defensor se puso en pie y dijo: “Ahora, Señoría, quisiera ofrecer yo la versión de mi defendido”

Y dijo el juez: “¡Siéntese! ¡Eso no será necesario, porque no haría más que confundir al jurado!”

Si tienes un reloj, sabes qué hora es. Si tienes dos relojes, nunca estarás seguro.

 

***

 

...y un corazón audaz.

Alguien llamaba insistentemente al corazón del “buscador”.

“¿Quién es?”, preguntó asustado, el pobre.

“So yo, la Verdad”, fue la respuesta.

“No seas ridículo”, dijo el buscador. “La Verdad habla en el silencio”.

Aquello, efectivamente, hizo que cesaran los golpes, para alivio del buscador.

Lo que él no sabía es que los golpes eran producidos por Ios tremendos latidos de su corazón.

La Verdad que nos libera es casi siempre la Verdad que preferiríamos no oír.

Por eso, cuando decimos que algo no es verdad, lo que demasiado a menudo queremos decir es que no nos gusta.

 

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Su claridad no necesita ser matizada a base de cortesía...

Nota explicativa de una editorial china que devuelve un manuscrito a su autor:

“Hemos examinado atentamente su manuscrito, que nos ha gustado extraordinariamente. Sin embargo, nos tememos que, si publicáramos su excepcional obra, nos sería totalmente imposible en adelante publicar cualquier otra obra que no alcanzara el altísimo nivel de ésta. Y no podemos siquiera imaginar que en los próximos cien años pueda escribirse una obra semejante. Por eso, y lamentándolo profundísimamente, nos vemos obligados a devolverle su increíble escrito y le suplicamos encarecidamente sepa perdonar nuestra cortedad de miras y nuestra pusilanimidad”.

 

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...ni a base de modos culturales de expresión.

Una muchacha norteamericana que tomaba clases de baile en una antigua escuela de danza manifestaba una constante tendencia a ser ella la que “llevaba” a su pareja, lo cual solía originar protestas como: “¡Oye! ¿Quién lleva a quién: tú a mí o yo a ti?”.

Un día, resultó que su pareja era un joven chino, el cual, al poco de empezar el baile, le susurró cortésmente a la muchacha: “¿No suele ser más ventajoso, por lo general, el que, a lo largo del proceso de la danza, la dama evite todo tipo de ideas preconcebidas acerca de la dirección en que debe moverse la pareja?”.

 

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La Verdad es encubierta a veces por la veracidad...

Dos viajantes de dos marcas rivales coinciden en el andén de una estación de ferrocarril.

“Hola”.

“Hola”-

Silencio.

“Adónde va usted?”

“A Calcuta”.

Silencio.

“Escuche: cuando usted dice que va a Calcuta, sabe que yo voy a pensar que en realidad se dirige a Bombay. Pero resulta que yo sé que usted va realmente a Calcuta. De modo que ¿por qué no dice la verdad?”.

 

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...y a veces revelada por la mentira...

Un borracho que vagaba de noche por las calles de la ciudad se cayó en una cloaca y, al ver que se hundía en aquella repugnante inmundicia, comenzó a gritar: “¡Fuego, fuego, fuego!”.

Algunos transeúntes lo oyeron y corrieron a rescatarlo. Una vez que lograron sacarlo de allí, le preguntaron por qué había gritado “¡Fuego!” cuando en realidad no había fuego.

Y él les dio esta irrefutable respuesta: “¿Habría venido alguno de ustedes a rescatarme si yo hubiera gritado: “¡Mierda!”?

 

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Un soldado que se encontraba en el frente fue rápidamente enviado a su casa, porque su padre se estaba muriendo. Hicieron con él una excepción, porque él era la única familia que tenía su padre.

 

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Cuando entró en la Unidad de Cuidados Intensivos, se sorprendió al comprobar que aquel anciano semiinconsciente lleno de tubos no era su padre. Alguien había cometido un tremendo error al enviarle a él equivocadamente.

“¿Cuánto tiempo le queda de vida?”, le preguntó al médico.

“Unas cuantas horas, a lo sumo. Ha llegado usted justo a tiempo”.

El soldado pensó en el hijo de aquel hombre moribundo, que estaría luchando sabe Dios a cuántos kilómetros de allí. Luego pensó que aquel anciano estaría aferrándose a la vida con la única esperanza de poder ver a su hijo una última vez, antes de morir. Entonces se decidió: se inclinó hacia el moribundo, tomó una de sus manos y le dijo dulcemente: “Papá, estoy aquí; he vuelto”.

El anciano se agarró con fuerza a la mano que se le ofrecía; sus ojos sin vida se abrieron para echar un último vistazo a su entorno; una sonrisa de satisfacción iluminó su rostro, y así permaneció hasta que, al cabo de casi una hora, falleció pacíficamente.

 

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... pero siempre tiene sus riesgos.

En una pequeña ciudad se produjo un accidente de tráfico. En torno a la víctima se apiñó tanta gente que un periodista que pasaba por allí no conseguía acercarse lo suficiente para verlo.

Entonces tuvo una idea: “¡Déjenme pasar, por favor!”, empezó a decir mientras se abría paso a codazos. “Soy el padre de la víctima”.

La gente le dejó pasar para que pudiera acercarse al lugar del accidente y descubrir, abochornado, que la víctima era un mono.

 

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Educación

La familia tomó asiento en el restaurante para cenar. Llegó la camarera, tomó nota de lo que deseaban los adultos y luego se dirigió al muchacho de siete años:

«¿Qué vas a tomar?», le preguntó.

El muchacho miró con timidez en torno a la mesa y dijo: «Me gustaría tomar un perrito caliente.»

Antes de que la camarera tuviera tiempo de escribirlo, intervino la madre: «¡Nada de perritos calientes! ¡Tráigale un filete con puré de patatas y zanahorias!»

La camarera hizo como que no la había oído. «¿Cómo quieres el perrito caliente: con ketchup o con mostaza?», le preguntó al muchacho.

«Con ketchup.»

«Vuelvo en un minuto», dijo la camarera dirigiéndose a la cocina.

 

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Cuando la camarera se hubo retirado, hubo unos instantes de silencio producido por el asombro. Al fin, el muchacho miró a todos los presentes y exclamó: «¿Qué os parece? ¡Piensa que soy real!»

«¿Cómo están tus hijos?»

«Están los dos estupendamente, gracias.» «¿Qué edad tienen?»

«El médico, tres años; el abogado, cinco.»

 

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La pequeña Mary se hallaba en la playa con su madre.

«Mami, ¿puedo jugar en la arena?»

«No, mi vida; no quiero que te ensucies el vestido.»

«¿Puedo andar por el agua?»

«No. Te mojarías y agarrarías un resfriado.»

 

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«¿Puedo jugar con los otros niños?»

«No. Te perderías entre la gente.»

«Mami, cómprame un helado.»

«No. Te hace daño a la garganta.»

La pequeña Mary se echó entonces a llorar.

y la madre, volviéndose hacia una señora que se encontraba al lado, le dijo: «¡Por todos los santos! ¿Ha visto usted qué niña tan neurótica?»

 

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Un hombre decidió suministrar dosis masivas de aceite de hígado de bacalao a su perro Dobberman, porque le habían dicho que era muy bueno para los perros. De modo que cada día sujetaba entre sus rodillas la cabeza del animal, que se resistía con todas sus fuerzas, le obligaba a abrir la boca y le vertía el aceite por el gañote.

Pero, un día, el perro logró soltarse y el aceite cayó al suelo. Entonces, para asombro de su dueño, el perro volvió dócilmente a él en clara actitud de querer lamer la cuchara. Fue entonces cuando el hombre descubrió que lo que el perro rechazaba no era el aceite, sino el modo de administrárselo.

 

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Dice una antigua leyenda que, cuando Dios estaba creando el mundo, se le acercaron cuatro ángeles, y uno de ellos le preguntó: «¿qué estás haciendo?»; el segundo le preguntó: «¿por qué lo haces?»; el tercero: «¿puedo ayudarte?»; y el cuarto: «¿cuánto vale todo eso?»

El primero era un científico; el segundo, un filósofo; el tercero, un altruista; el cuarto, un agente inmobiliario.

Un quinto ángel se dedicaba a observar y a aplaudir con entusiasmo. Era un místico.

 

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El pequeño Johnny estaba siendo sometido a unas pruebas para conseguir un papel en una obra de teatro que se iba a representar en la escuela. Su madre sabía que el muchacho había puesto en ello toda su ilusión, pero ella temía que no iban a escogerlo. El día que se repartieron los papeles, Johnny regresó corriendo de la escuela, se echó en brazos de su madre y, lleno de orgullo y de excitación, le gritó: «¿A que no sabes una cosa? ¡Me han escogido para aplaudir!»

Del informe escolar de un niño: «Samuel participa estupendamente en el coro del colegio escuchando con mucha atención.»

 

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Uno de los pocos hombres que han caminado por la luna cuenta cómo tuvo que reprimir sus instintos artísticos cuando llegó al satélite.

Recuerda que, cuando se hallaba mirando embelesado a la Tierra, estaba como paralizado por el asombro y diciéndose para sí: «¡Dios mío, qué preciosidad!»

Pero en seguida, volviendo en sí, se dijo: «Deja de perder el tiempo y dedícate a recoger piedras.»

Hay dos tipos de educación:

la que te enseña a ganarte la vida y la que te enseña a vivir.

 

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En cierta ocasión le preguntaron a Andrew Carnegie, uno de los hombres más ricos del mundo: «Habrá habido algún momento en el que usted podría haberse retirado, ¿no es

así? Porque usted siempre ha tenido mucho más de lo que necesitaba...»

Y él respondió: «Sí, es verdad. Pero no pude retirarme. Había olvidado cómo hacerla.»

Muchos temen que, si se paran a pensar y a preguntarse, no van a ser capaces de volver a ponerse en marcha.

 

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Aquel anciano había pasado la mayor parte de su vida en la que se consideraba una de las más hermosas islas del mundo. Y ahora que había regresado a la gran ciudad para pasar en ella sus últimos años, alguien le dijo: «Tiene que ser fantástico haber vivido tantos años en una isla que es considerada como una de las maravillas del mundo...»

El anciano reflexionó unos momentos y dijo: «Bueno..., para serie sincero, si yo hubiera conocido la fama de la isla, la habría mirado con más detenimiento.»

Las personas no necesitan que les enseñen a mirar. Necesitan tan sólo que las libren de las escuelas que las ciegan.

 

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Hacia 1850, el pintor norteamericano James McNeill Whistler pasó una breve -y académicamente desafortunada- temporada en la Academia Militar de West Point. Cuentan las crónicas que, cuando le encargaron diseñar un puente, dibujó un romántico puente de piedra, sobre el que había dos niños pescando, flanqueado por idílicas orillas cubiertas de hierba. «¡Quite a esos niños del puente!», le dijo el instructor. «¡Esto es un ejercicio de ingeniería!»

Whistler quitó a los niños del puente, los dibujó pescando desde una de las orillas del río y entregó de nuevo su ejercicio. El instructor bramó enfurecido: «¡Le he dicho que quite a esos niños! ¡Suprímalos totalmente!»

Pero el instinto creativo de Whistler era demasiado fuerte. Cuando rehizo el dibujo, había «eliminado completamente» a los niños, efectivamente; ahora los había enterrado bajo dos pequeñas tumbas en la orilla del río.

 

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Al darse cuenta de que su padre se estaba haciendo viejo, el hijo de un ladrón le pidió: "Padre, enséñame tu oficio, para que, cuando te retires, pueda yo seguir la tradición de la familia.»

El padre no dijo ni palabra, pero aquella noche se llevó al muchacho consigo para asaltar una casa. Una vez dentro, abrió un gran armario y ordenó a su hijo que averiguara lo que había dentro. Apenas el muchacho se había introducido en el armario, el padre cerró violentamente la puerta y dio vuelta a la llave, haciendo tanto ruido que logró despertar a toda la casa. A continuación, se largó tranquilamente.

En el interior del armario, el muchacho estaba aterrorizado, enojadísimo y preguntándose cómo iba a arreglárselas para escapar. Entonces tuvo una idea: comenzó a maullar como un gato; con lo cual, un criado encendió una vela y abrió el armario para dejar salir al gato. En cuanto se abrió la puerta, el muchacho saltó afuera y todo el mundo se fue tras él.

Al topar con un pozo que había junto al camino, el muchacho arrojó en él una enorme piedra y se ocultó en las sombras; al cabo de un rato logró escabullirse, mientras sus perseguidores escudriñaban el pozo con la esperanza de descubrir en él al ladrón.

De regreso a su casa, el muchacho se olvidó de su enfado, impaciente como estaba por relatar su aventura. Pero su padre le dijo: “¿Para qué me cuentas esa historia? Estás aquí, yeso es lo que importa. Ya has aprendido el oficio.»

 

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La educación no debería ser una preparación para la vida; debería ser vida.

Un grupo de estudiantes pidió al novelista Sinclair Lewis que les diera una conferencia, y le explicaron que todos ellos querían ser escritores como él.

Lewis inició su conferencia preguntando: «¿Cuántos de vosotros pretenden realmente ser escritores?» Y todos levantaron la mano.

«En tal caso no merece la pena que os hable. Mi único consejo es: id a casa y escribid, escribid, escribid...»

Y, dicho esto, se guardó sus papeles en el bolsillo y abandonó la sala.

 

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Con la ayuda de un Manual de instrucciones, una mujer estuvo durante horas tratando de montar un aparato que acababa de comprar. Finalmente, se rindió y dejó las piezas esparcidas encima de la mesa de la cocina.

Imagínese la sorpresa que se llevó cuando, al cabo de varias horas, regresó a la cocina y comprobó que la asistenta había montado el aparato y éste funcionaba a la perfección.

“.¿Cómo diablos lo ha hecho?», le preguntó asombrada.

“.Verá, señora..., cuando uno no sabe leer se ve obligado a emplear el cerebro», le respondió tranquilamente.

 

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Un hombre que acababa de jubilarse, después de cuarenta y siete años de trabajo como reportero y director de un periódico, telefoneó a la Junta local de Educación y, tras explicar sus antecedentes periodísticos, dijo que le gustaría participar en la campaña de alfabetización.

Se produjo una larga pausa y, al fin, alguien al otro lado del hilo dijo: ..Es una estupenda Idea. Pero dígame: ¿desea usted enseñar o aprender?»

 

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Tres muchachos acusados de haber robado unas sandías fueron conducidos ante el tribunal y presentados ante un juez del que esperaban lo peor, porque tenía fama de ser un hombre muy severo.

Pero también era un prudente educador. Tras dar un golpe con su martillo, el juez dijo: ..Cualquiera de los presentes que no haya robado una sola sandía cuando era un muchacho, que levante la mano.» Y se quedó esperando. Tanto los funcionarios de la audiencia como los policías, los espectadores y hasta el propio juez mantuvieron sus manos quietas.

Satisfecho de que nadie en la sala hubiera levantado la mano, el juez declaró: ..El caso queda sobreseído.»

 

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Una mujer muy piadosa se lamentaba de las costumbres de los jóvenes: «¡La culpa la tienen los automóviles!», le decía a su anciana madre. ..¿No ves cómo hoy día pueden recorrer kilómetros para asistir a un baile o a una cita? ¿A que en tus tiempos no era así?»

y la anciana, de ochenta y siete años, le respondió:

«Bueno la verdad es que en mis tiempos íbamos hasta donde podíamos.»

 

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La madre: “¿Sabías que Dios estaba presente cuando cogiste esa galleta de la cocina?»

El niño: "Sí.»

“¿y sabías que te estaba viendo?"

"Sí.»

“¿y qué crees que te estaba diciendo Dios?»

"Me decía: "No estás tú solo; estamos los dos. De modo que coge dos galletas."»

 

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Cuando el joven rabino sucedió a su padre, todo el mundo empezó a decirle que no se parecía en nada a éste.

"Al contrario». replicaba el joven. "Soy exactamente igual que el viejo. El no imitaba a nadie. y yo tampoco.»

¡Sé tú mismo!

Guárdate de imitar la conducta de los "grandes» si no posees la disposición interior que a ellos les movía a obrar.

 

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Cuando se interpretó por primera vez en Londres El Mesías de Haendel, el Rey, que se encontraba presente, se sintió tan arrebatado por el sentimiento religioso durante el «Aleluya» que, olvidando los convencionalismos, se puso en pie para rendir un silencioso homenaje de respeto a la obra maestra que estaba escuchando.

Al verlo, todos los nobles que allí se encontraban siguieron el ejemplo del rey y se pusieron también en pie. Naturalmente, aquello era una señal inequívoca de que todo el mundo debía ponerse en pie.

Desde entonces se considera obligado ponerse en pie siempre que suena el «Aleluya», independientemente de lo que uno sienta o de la calidad de la interpretación.

 

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Un viejo marinero dejó de fumar cuando vio que su loro tosía cada vez más. Tenía miedo de que el humo de su pipa, que casi siempre llenaba la habitación, fuera perjudicial para la salud de su loro.

Luego hizo que un veterinario examinara al animal. Y, tras un concienzudo reconocimiento, el veterinario llegó a la conclusión de que el loro no padecía de psitacosis ni de pneumonía. Sencillamente, imitaba la tos del fumador empedernido que era su dueño.

 

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El tío Joe había venido a pasar el fin de semana, y el pequeño Jimmy está entusiasmado ante la idea de compartir con el gran héroe la habitación y la cama.

Inmediatamente después de apagar la luz, Jimmy recuerda algo. «¡Arrea!", exclama, «¡casi me olvido!"

Y, saltando de la cama, se arrodilla junto a ella. No queriendo dar un mal ejemplo a su pequeño compañero de habitación, el tío Joe se levanta también de la cama y se arrodilla al otro lado.

«¡Eh, tú!", le susurra Jimmy todo asustado, «¡si mañana lo descubre mamá, te la cargas! ¡El orinal está a este lado!"

 

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«Me gustaría que vistieras más de acuerdo con tu posición. Es lamentable que te hayas hecho tan desaliñado.»

«¡Yo no soy ningún desaliñado!»

«Sí lo eres. Recuerda a tu abuelo, siempre tan elegante, con sus trajes caros y perfectamente cortados...»

«¡Ajá, te pillé! ¡Precisamente son los trajes de mi abuelo los que yo uso!»

 

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Un filósofo que tenía un solo par de zapatos pidió al zapatero que se los reparara mientras él esperaba.

“Es la hora de cerrar», le dijo el zapatero, «de modo que no puedo reparárselos ahora. ¿Por qué no viene usted a recogerlos mañana?»

“No tengo más que este par de zapatos, y no puedo andar descalzo.»

“Eso no es problema: le prestaré a usted hasta mañana un par de zapatos usados.»

“¿Cómo dice? ¿Llevar yo los zapatos de otro? ¿Por quién me ha tomado?»

“¿Y qué inconveniente tiene usted en llevar en los pies los zapatos de otro cuando no le importa llevar las ideas de otras personas en su cabeza?»

 

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«¿Qué habéis hecho hoy en la escuela?», le preguntó un padre a su hijo adolescente.

«Hemos tenido clases sobre el sexo», le respondió el muchacho.

«¿Clases sobre el sexo? ¿y qué os han dicho?»

«Bueno, primero vino un cura y nos dijo por qué no debíamos. Luego, un médico nos dijo cómo no debíamos. Por último, el director nos habló de dónde no debíamos.»

 

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La directora del Colegio Mayor se dirigía a las nuevas alumnas y estimó conveniente aludir al tema de la moralidad sexual.

«En los momentos de tentación», les dijo, «haceos una sola pregunta: ¿Acaso una hora de placer vale por toda una vida de deshonra?»

Al final de su alocución, preguntó si había algo que aclarar. Una de las muchachas alzó tímidamente la mano y dijo: «¿Podría decimos cómo se consigue que dure una hora?»

 

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El Presidente de los Estados Unidos William Howard Taft se hallaba una noche cenando cuando el más pequeño de sus hijos hizo un comentario irrespetuoso acerca de su padre.

Todos quedaron paralizados por la audacia del muchacho, y el silencio se podía cortar.

"Pero, bueno», dijo la señora Taft, «¿no vas a castigarle?»

«Si el comentario se refería a mí en cuanto padre, naturalmente que será castigado», dijo Taft. "Pero, si se refería al Presidente de los Estados Unidos, está en su derecho, porque la Constitución se lo permite.»

¿y por qué un padre va a quedar exento de la crítica que es buena para un Presidente?

 

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Un guru estaba dando clase a un grupo de jóvenes discípulos. En un determinado momento, éstos le pidieron que les revelara el sagrado «Mantra» por el que los muertos pueden ser devueltos a la vida.

“¿y qué pensáis hacer con una cosa tan peligrosa?», les preguntó el guru.

«Nada. Sólo es para robustecer nuestra fe», le respondieron.

«El conocimiento prematuro es peligroso, hijos míos», dijo el anciano.

«¿y cuándo es prematuro el conocimiento?», preguntaron ellos.

«Cuando le proporciona poder a alguien que aún no posee la sabiduría que debe acompañar al uso de tal poder.»

Los discípulos, no obstante, insistieron. De modo que el santo varón, muy a su pesar, les susurró al oído el «Mantra» sagrado, suplicándoles repetidas veces que lo emplearan con suma discreción.

No mucho después, iban los jóvenes paseando por un lugar desierto cuando tropezaron con un montón de huesos calcinados. Con la frivolidad con que suele comportarse la gente cuando va en grupo, decidieron poner a prueba el «Mantra» que sólo debía ser empleado previa una prolongada reflexión.

y en cuanto hubieron pronunciado las palabras mágicas, los huesos se cubrieron de carne y se transformaron en voraces lobos que les atacaron y les hicieron pedazos.

 

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A la edad de sesenta y un años, el Maestro Soyen Shaku abandonó este mundo, pero no sin antes haber realizado una gigantesca obra: dejó a la posteridad un cúmulo de enseñanzas más variadas y sublimes que la mayoría de los maestros Zen. Se decía que sus discípulos solían caer rendidos por el sueño después del almuerzo, agotados del cansancio propio del verano. Y aun cuando él nunca malgastaba un minuto, jamás dijo una palabra acerca de esta debilidad de sus discípulos.

Cuando sólo tenía doce años, ya estudiaba los principios filosóficos de la escuela Tendai. Un día de verano, el calor era tan agobiante que el pequeño Soyen, al ver que su Maestro estaba ausente, se tendió y se quedó dormido durante tres horas, al cabo de las cuales depertó sobresaltado cuando oyó entrar al Maestro; pero no pudo impedir que éste le sorprendiera tendido en el suelo.

«Te ruego, por favor, que me perdones», le susurró el Maestro mientras pasaba con todo cuidado por encima del cuerpo de Soyen, como si se tratara de un distinguido huésped. Desde entonces, Soyen nunca volvió a dormirse durante el día.

 

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Correteando por la calle, un pequeño rapaz, al dar la vuelta a una esquina, chocó inesperadamente con un hombre.. “¡Santo cielo!», dijo el hombre, “¿adónde vas con tanta prisa?»

"A casa», respondió el muchacho. "Llevo prisa, porque mi madre me va a sacudir.»

“¿y tantas ganas tienes de que te sacudan que vas corriendo de esa manera?», le preguntó asombrado el otro.

"No. Pero, si mi padre llega a casa antes que yo, será él quien me atice.»

Los niños son como espejos: en presencia del amor,

es amor lo que reflejan; cuando el amor está ausente, no tienen nada que reflejar.

 

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Nasrudin le entregó un cántaro a un muchacho y le dijo que fuera a sacar agua del pozo. Pero, antes de que el muchacho se dispusiera a obedecerle, le dio una bofetada y le gritó: «¡y ojo con dejarlo caer!»

Alguien que lo había visto le dijo: «¿Cómo puedes pegar a un pobre niño antes de que cometa una falta?»

y respondió Nasrudin: «¿Te parecería mejor que le pegara después de haber roto el cántaro, una vez que éste y el agua se hubieran perdido? Si le pego antes, lo recordará, y así se salvarán el cántaro y el agua.»

 

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Desesperados, unos padres llamaron con urgencia al psicólogo infantil, porque, sencillamente, no sabían qué hacer con su hijo, que se había subido al caballo de madera de otro niño de la vecindad y se negaba terminantemente a bajar de él. Tenía en su casa tres caballos de madera, pero se había empeñado en que era precisamente aquél el que quería. Y todos los intentos por hacerle bajar del caballo le habían hecho gritar y berrear de tal manera que no hubo más remedio que desistir.

Lo primero que hizo el psicólogo fue establecer sus honorarios. Luego fue adonde estaba el niño, le pasó Cariñosamente la mano por el pelo, se inclinó hacia él y, sonriendo, le susurró algo al oído. Al instante, el niño se bajó del caballo y se fue dócilmente a casa con sus padres.

“¿Qué clase de magia ha empleado usted con el niño?», le preguntaron al psicólogo los asombrados padres. El psicólogo se guardó en el bolsillo sus honorarios y dijo: "Sencillamente, me he inclinado hacia él y le he dicho: "Si no te bajas inmediatamente de ese caballo, te voy a pegar tal paliza que no vas a poder sentarte en una semana." Supongo que era para esto para lo que me han pagado.»

 

***

 

Antes de castigar a un niño, pregúntate si no serás tú la causa de la transgresión.

Los padres: “¿Por qué, a pesar de que Johnny es más pequeño que tú, saca siempre mejores notas en la escuela?"

El niño de siete años: "Porque los padres de Johnny son inteligentes.»

 

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El niño moderno:

Un hombre pretendía fomentar en sus hijos la afición a la música, de modo que les compró un piano.

Cuando llegó a casa, los encontró contemplando desconcertados el piano. Y ellos, al verle, le preguntaron: «¿Cómo se enchufa?»

 

***

 

Un niño se encontraba, por primera vez en su vida, en un pueblo, lejos de la gran ciudad. Se hallaba de pie en la acera cuando llegó un anciano conduciendo un carro tirado por un caballo y entró en una tienda. El muchacho se quedó mirando asombrado al caballo, un animal que él no había visto en su vida. Cuando el anciano salió de la tienda y se disponía a marcharse, el niño le dijo: ..Oiga, señor, le advierto que esa cosa ha perdido todo el combustible...

 

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Una niña, en una frutería, le muestra una piel de plátano al dependiente. «¿Qué deseas, preciosa?», le pregunta éste.

«Que lo rellene», le responde la niña.

 

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El maestro de la escuela de tiro con arco tenía fama de ser además un verdadero Maestro de la Vida.

Un día, el más aventajado de sus discípulos logró hacer tres dianas seguidas durante una competición de carácter local, y todo el mundo estalló en aplausos. Las felicitaciones llovieron sobre el discípulo... y sobre el Maestro.

Pero éste no parecía estar impresionado. Daba incluso la sensación de querer quitarle importancia al hecho.

Cuando, más tarde, el discípulo le preguntó la razón de su actitud, el Maestro le dijo: «Aún te falta por aprender que el blanco no es el blanco.»

«¿y qué ES el blanco?», quiso saber el discípulo.

Pero el Maestro no se lo dijo. Era algo que el joven tendría que aprender algún día por sí mismo, porque no podía decirse con palabras.

Un día descubrió

que lo que tenía que ambicionar no era el éxito,

sino la actitud;

no el blanco,

sino la desaparición del ego.

 

***

 

Un maestro aprendió a ser un educador prudente y compasivo del modo más difícil que hay: cometiendo muchos errores. He aquí uno de ellos:

Siendo director de una escuela, se le acercó un alumno a decirle que quería marcharse a otra escuela.

«Por qué, hijo mío? ¿Pasa algo malo? ¿Hay algo que te entristezca? Tus notas son buenas...»

"No, no pasa nada malo, señor. Sencillamente, quiero marcharme.»

“¿Se trata de los profesores? ¿Hay algún profesor que no te guste?»

«No, señor, no se trata de los profesores.»

“¿Se trata, entonces, de otros alumnos? ¿Te has peleado con alguno de ellos?»

«No, no es nada de eso.»

“¿Es cuestión económica? ¿Te resulta excesivamente cara la pensión?»

“No, señor, tampoco es eso.»

El director se quedó callado durante un buen rato, confiando en que su silencio le haría hablar al muchacho. De pronto, éste empezó a llorar y a enjugarse las lágrimas. El director supo que había vencido. Y en el tono más suave y comprensivo de que era capaz, le dijo: "Lloras porque algo te molesta, ¿no es así?»

El muchacho asintió con la cabeza.

"Está bien. Dime, pues, por qué lloras.»

El muchacho se le quedó mirando fijamente y le dijo: "Por todas esas preguntas que está usted haciéndome.»

 

***

 

Se hablaba de construir un reformatorio para muchachos, y se solicitó el parecer de un célebre experto en educación. Este hizo un apasionado alegato en favor de unos métodos educativos humanos en el reformatorio, urgiendo a los fundadores a no escatimar medios para conseguir los servicios de unos educadores bondadosos y competentes.

y concluyó diciendo: "Con lograr salvar a un solo muchacho de la depravación moral, ya habrán quedado justificados los gastos y los esfuerzos que se inviertan en una institución de este tipo.»

Posteriormente, un miembro de la junta directiva le dijo: “¿No ha estado usted ligeramente exagerado? ¿Cree de veras que el salvar a un solo muchacho justificaría todos los gastos y esfuerzos?»

“¡Si se tratara de mi hijo, sí1», fue la respuesta.

Autoridad

He aquí un cuento del místico de Calcuta Ramakrishna:

Érase una vez un rey al que un sacerdote solía leerle todos los días el Bhagavad Gita. A continuación, el sacerdote le explicaba el texto y decía: «Oh, rey, ¿has comprendido lo que he dicho?»

y el rey nunca respondía «sí» o «no», sino que se limitaba a decir: «Más vale que primero lo hayas comprendido tú.»

Lo cual afligía siempre al pobre sacerdote, que se había pasado horas preparando su lección diaria para el rey y era consciente de que sus explicaciones eran perfectamente lúcidas y claras.

Pero el sacerdote era un sincero buscador de la Verdad. Y un día, mientras se hallaba meditando, comprendió de pronto el carácter ilusorio -la realidad relativa- de todas las cosas: casa, familia, riquezas, amigos, honor, reputación y todo lo demás. Y lo vio con tal claridad que en su corazón se apagó todo deseo de semejantes cosas. Entonces decidió dejar su patria y emprender una existencia de asceta errante.

y antes de marcharse envió al rey el siguiente mensaje: «Oh, rey, al fin he comprendido.»

 

***

 

La mujer se encontraba aquejada de un grave resfriado, y nada de cuanto le recetaba el médico parecía poder aliviarla.

«¿No puede usted hacer nada para curarme, doctor?», le preguntó un día completamente frustrada.

«Tengo una idea», dijo el médico. «Váyase a su casa, tome una ducha y, antes de secarse, quédese usted desnuda en medio de una corriente de aire.»

«¿y con eso me curaré?«, preguntó ella, llena de asombro.

«No, pero agarrará usted una neumonía. Y eso sí puedo curarlo.»

¿No te ha ocurrido nunca que tu guru te haya ofrecido el remedio para un mal que él mismo ha ocasionado?

 

***

 

«Gracias a Dios, se nos ocurrió llevar una mula para la excursión, porque, cuando uno de los chicos tuvo un accidente, usamos la mula para traerlo.»

«¿y qué accidente tuvo?»

«La mula le pegó una coz.»

«¿Puedes recomendarme a un buen médico?»

«Te sugiero que vayas a ver al doctor Chung. El me salvó la vida.»

«¿Cómo fue eso?»

«Verás: yo ya tenía la grave enfermedad que ahora padezco, y fui a ver al doctor Ching; tomé la medicina que él me recetó y me sentí peor. De modo que fui a ver al doctor Chang: tomé también su medicina y me puse a morir. Por último, fui a ver al doctor Chung... y no estaba.»

 

***

 

El creer en la autoridad pone en peligro la capacidad de percepción:

El médico se inclinó sobre el inmóvil paciente. A continuación, volvió a erguirse y dijo: «Siento tener que decirle, señora, que su marido ya no está con nosotros.»

Una tenue voz en tono de protesta salió de labios del «difunto»: «¡No... Todavía estoy vivo...!»

«¡Cierra la boca!», le dijo la mujer. «¡El doctor sabe más que tú!»

 

***

 

Un vecino acudió a Nasrudin a pedirle prestado su asno.

«Lo siento, pero lo he alquilado», le dijo Nasrudin.

En aquel momento, el animal comenzó a rebuznar en la cuadra.

 

«¡Pero si le estoy oyendo rebuznar...!», dijo el vecino.

«¡Pero, bueno...!, ¿a quién vas a creer: al asno o a mí?»

 

***

 

El príncipe heredero era un verdadero zoquete, por lo que el rey contrató los servicios de un tutor especial, el cual comenzó sus lecciones explicando al príncipe el primer teorema de Euclides.

“¿Está claro, Alteza?», le preguntó cuando hubo concluido.

"No», respondió el príncipe.

De modo que el tutor, armándose de paciencia, volvió a explicarle el teorema. “¿Ya ha quedado claro?»

"No», volvió a responder el príncipe.

Y una vez más lo intentó el tutor... sin éxito. Al cabo de diez intentos, el real zoquete seguía sin entender el teorema, y el pobre tutor no pudo contener sus lágrimas. "Créame, Alteza», le dijo entre sollozos, "este teorema es verdadero, y la forma en que se lo he demostrado es la única que hay...»

Al oír aquello, el príncipe se puso en pie y, haciendo una solemne inclinación, dijo: "Mi querido amigo, tengo una fe absoluta en lo que usted dice, de modo que, si usted me asegura que el teorema es verdadero, yo lo acepto incondicionalmente. Lo único que siento es que no me lo haya dicho usted antes. Si lo hubiera hecho, podríamos haber pasado al segundo teorema sin necesidad de perder tanto tiempo.»

De este modo tienes todas las respuestas correctas sin necesidad de saber geometría, exactamente igual que hay personas que -según ellas- poseen todas las creencias debidas sin necesidad de conocer a Dios. Decirle a la autoridad: «Piensa por mí, por favor, que yo soy tonto» es como decir: «Bebe por mí, por favor, que tengo sed.»

 

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Dice Buda: «Los monjes y los sabios no han de aceptar mis palabras por respeto a mí, sino que deben analizarlas, del mismo modo que un orfebre analiza el oro a base de cortarlo, fundirlo, rasparlo y sacarle brillo.»

En un cine, un hombre muy alto se dirige a un niño que está sentado detrás de él:

«¿Puedes ver la pantalla, pequeño?»

«No.»

«No te preocupes. Mírame y ríete siempre que yo lo haga.»

 

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Siendo el mariscal Ferdinand Foch el comandante en jefe de las fuerzas aliadas durante la Primera Guerra Mundial, su «chauffeuf», Pierre, era asiduamente solicitado por los periodistas para obtener de él información acerca de lo que pensaba el mariscal. Y siguieron haciéndolo una vez que la guerra hubo terminado. Pero Pierre nunca soltaba prenda.

Un día, los periodistas asaltaron a Pierre cuando éste salía del cuartel general. Y mientras se arremolinaban en torno a él, el «chauffeur» dijo: «Hoy ha hablado el mariscal.»

«¿y qué ha dicho?», le preguntaron ansiosos.

«Ha dicho: "Pierre, ¿cuándo crees tú que acabará la guerra?"»

La hija de un pastor protestante le preguntó a éste de dónde sacaba las ideas para sus sermones. «De Dios», le respondió su padre. «Entonces, ¿por qué te veo siempre tachando lo que escribes?», le preguntó ella.

 

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Marconi, el genio de la radio, había estado toda la noche en el laboratorio discutiendo con un amigo acerca de los complicados problemas de la comunicación inalámbrica.

Cuando, por la mañana, salían del laboratorio, Marconi dijo de pronto: «Llevo toda la vida estudiando este asunto, pero hay algo acerca de la radio que, sencillamente, soy incapaz de comprender.»

«¿Que hay algo de la radio que tú no comprendes?», exclamó su amigo lleno de asombro. «¿y qué es?»

«¿Por qué funciona?», dijo Marconi.

 

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Hace muchos años, un obispo de la costa este de los Estados Unidos se hallaba visitando una pequeña universidad religiosa de la costa oeste, alojándose en casa del rector de la universidad, un joven y progresista catedrático de física y química.

Un día, el rector invitó a los miembros de su facultad a cenar con el obispo, para que pudieran beneficiarse del saber y la experiencia de éste. Después de la cena, la conversación se centró en torno al tema del milenio, del que el obispo aseguró que no podía tardar en llegar. Y una de las razones que adujo para ello era que ya se había descubierto todo en el terreno de la naturaleza y se habían hecho todos los inventos posibles.

El rector, con toda cortesía, mostró su desacuerdo y dijo que, en su opinión, la humanidad se encontraba en los umbrales de una era de grandes descubrimientos. El obispo desafió al rector a que mencionara uno de ellos, y el rector dijo que tenía la esperanza de que en el plazo de cincuenta años, más o menos, los humanos podrían volar.

Aquello le produjo al obispo un ataque de risa. «¡Qué tontería, mi querido amigo!», exclamó. «Si Dios hubiera querido que los humanos voláramos, nos habría dado alas. El volar está reservado a las aves y a los ángeles.»

El obispo se apellidaba Wright y tenía dos hijos llamados Orville y Wilbur, que fueron los inventores del aeroplano.

 

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Un antiguo rey de la India sentenció a muerte a un hombre, el cual, al conocer la sentencia, suplicó que le fuera condonada y prometió: «si el rey tiene compasión y me perdona la vida, yo enseñaré a su caballo a volar en el plazo de un año.»

«Conforme», dijo el rey. «Pero si, al cabo de ese tiempo, el caballo no es capaz de volar, serás ejecutado.»

Cuando, más tarde, sus familiares le preguntaron preocupados cómo pensaba cumplir lo prometido, el hombre dijo: «En el plazo de un año, el rey puede morir. ° puede que muera el caballo. 0, ¿quién sabe?, ¡puede que el caballo aprenda a volar!»

 

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Un joven científico se jactaba, en presencia de un guru, de los logros de la ciencia moderna.

"Podemos volar como los pájaros», decía. «¡Podemos hacer todo cuanto hacen los pájaros!»

«Excepto descansar sobre un alambre de espino», dijo el guru.

 

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El médico, tras examinar detenidamente al paciente, dijo: "Ha tenido usted un ataque de neumonía. Es usted músico, ¿no es cierto?.

"Sí.., respondió asombrado el paciente.

"y toca usted un instrumento de viento...»

«¡Exacto! ¿Cómo lo sabe?.

«¡Elemental, mi querido amigo! Tiene usted una inconfundible lesión de pulmón, y su laringe está inflamada, debido, indudablemente, a que la ha sometido usted a una intensa presión. Dígame, ¿qué instrumento toca usted?»

«El acordeón.»

¡Los riesgos de la infalibilidad!

 

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Se celebraba el cumpleaños del párroco, y los niños habían acudido a felicitarle y a llevarle sus regalos.

El párroco tomó el paquete, envuelto en papel de regalo, que le entregó la pequeña Mary y dijo: «iAh!, ya veo que me has traído un libro...» (El padre de Mary regentaba una librería en la ciudad).

«Sí. ¿Cómo lo sabe?»

«¡El Padre lo sabe todo...!»

".Y tú, Tommy, me has traído un jersey», dijo el párroco al recoger el paquete que le entregaba Tommy. (El padre de T ommy vendía artículos de lana). «Es verdad», dijo el niño. «¿Cómo lo sabe?» «¡Ah, el Padre lo sabe todo...!»

y así sucesivamente, hasta que llegó el regalo de Bobby, cuyo envoltorio estaba húmedo (el padre de Bobby vendía vinos y licores). Y el párroco dijo: «Ya veo que me has traído una botella de whisky y que se te ha derramado un poco...» «Se equivoca», dijo Bobby, «no es whisky.» «Bueno, entonces será una botella de ron...» «Tampoco.» El párroco tenía los dedos mojados y se llevó uno de ellos a la boca, pero no identificó el sabor. «¿Es ginebra...?» «No», respondió Bobby. «Le he traído un cachorro.»

 

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Debido a una serie de circunstancias, un huevo de águila fue a parar a un rincón del granero donde una gallina empollaba sus huevos. Y así fue como el pequeño aguilucho fue incubado junto con los polluelos.

Pasado algún tiempo, el aguilucho, Inexplicablemente, empezó a sentir deseos de volar. De modo que le preguntó a mamá-gallina: “¿Cuándo voy a aprender a volar?»

La pobre gallina era perfectamente consciente de que ella no podía volar ni tenía la más ligera idea de lo que otras aves hacían para adiestrar a sus crías en el arte del vuelo. Pero, como le daba vergüenza reconocer su incapacidad, respondió evasiva mente: "Todavía es pronto, hijo mío. Ya te enseñaré cuando llegue el momento.»

Pasaron los meses, y el joven aguilucho empezó a sospechar que su madre no sabía volar. Pero no fue capaz de escapar y volar por su cuenta, porque su intenso deseo de volar se había mezclado con el sentimiento de agradecimiento que experimentaba hacia el ave que le había Incubado.

 

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Basándose en los informes que le habían dado de él, el Califa nombró a Nasrudin Consejero Mayor de la corte. Y puesto que su autoridad no le provenía de su propia competencia, sino del patronazgo del Califa, Nasrudin se convirtió en un peligro para todos cuantos acudían a consultarle, como se evidenció en el siguiente caso:

«Nasrudin, tú que eres un hombre de experiencia», le dijo un cortesano, «¿conoces algún remedio para el dolor de ojos? Te lo pregunto, porque a mí me duelen tremendamente.»

«Permíteme que comparta contigo mi experiencia», le dijo Nasrudin. «En cierta ocasión tuve dolor de muelas, y no encontré alivio hasta que me las hice sacar.»

 

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El médico decidió que había llegado el momento de decirle al paciente la verdad: «Creo que es mi deber decirle que está usted muy enfermo y que no es probable que viva más de uno o dos días. Debería usted poner en orden sus asuntos. ¿Hay alguien a quien desearía ver?»

"Sí», le respondió el paciente con un hilo de voz.

“¿A quién?», preguntó el médico.

"A otro médico.»

 

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En cierta ocasión, un joven escritor le confesaba a Mark Twain que estaba perdiendo la confianza en su capacidad para escribir. «¿No ha experimentado usted nunca esa sensación?», le preguntó.

"Sí», respondió Twain. "Una vez, después de llevar casi quince años escribiendo, de pronto me vino la idea de que no poseía el más mínimo talento de escritor.»

“¿y qué hizo usted? ¿Dejó de escribir?»

«¿Cómo iba a hacerlo? ¡Para entonces ya era yo famoso!»

 

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Un hombre muy rico decidió hacer realidad el sueño de toda su vida: dirigir una orquesta. Para ello contrató a un percusionista, a tres saxofonistas y a veinticuatro violinistas. En el primer ensayo dirigió tan penosamente que el percusionista sugirió a los demás músicos la idea de largarse todos. Pero uno de los saxofonistas dijo: «¿y por qué marchamos, si nos paga estupendamente? Además, algo sabrá de música...»

En el siguiente ensayo, el director era sencillamente incapaz de llevar el ritmo. Con lo cual, el percusionista se puso a golpear los instrumentos con furia. El director golpeó el atril con su batuta para imponer silencio, miró ferozmente a los músicos y preguntó: «¿Quién ha sido?»

 

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En cierta ocasión, un amigo le hizo saber al gerente de una orquesta que le encantaría tener un puesto en la misma. Y el gerente le replicó: «No tenía ni idea de que supieras tocar algún instrumento...»

«y no sé hacerlo», le respondió su amigo, «pero he visto que tienes ahí a un tipo que no hace más que agitar una vara mientras los demás tocan. Creo que yo podría hacer ese trabajo...»

 

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Para complacer a un funcionario, en cierta ocasión Abraham Lincoln firmó una orden de traslado de ciertos regimientos. El Secretario de la Guerra, Stanton, convencido de que el Presidente había cometido un grave error, se negó a cursar dicha orden. Y, por si fuera poco, añadió: «¡Lincoln está loco!»

Cuando se lo contaron a Lincoln, éste dijo: «Si Stanton ha dicho que estoy loco, debo de estarlo, porque él tiene razón casi siempre. Tendré que ir con cuidado y estudiarlo detenidamente.»

Y esto fue exactamente lo que hizo. Stanton le convenció de que la orden era un error, y Lincoln se apresuró a revocarla. Todo el mundo sabía que una parte de la grandeza de Lincoln residía en su manera de aceptar las críticas.

 

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Un recluta recibió la orden de hacer guardia a la entrada del campamento, y se le dieron instrucciones en el sentido de que no permitiera pasar a ningún coche que no llevara una determinada banderola.

Así fue como detuvo a un coche en el que viajaba un general, el cual ordenó a su conductor que hiciera caso omiso del centinela y siguiera adelante. Entonces el recluta se plantó en medio, fusil en mano, y dijo tranquilamente: "Usted perdone, señor, pero soy un novato. ¿Contra quién debo disparar: contra usted o contra el conductor?»

Conseguirás la grandeza cuando prescindas de la dignidad de los que están por encima de ti y hagas que los que están por debajo prescindan de tu propia dignidad. Cuando no seas arrogante con el humilde ni humilde con el arrogante.

 

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Érase una vez un rabino a quien la gente tenía por un hombre de Dios. No pasaba un día en el que no acudiera a su puerta una multitud de personas en busca de consejo, de curación o de una simple bendición de aquel santo varón. y cada vez que el rabino hablaba, la gente le escuchaba absorta, como bebiendo cada una de sus palabras.

Pero había entre sus oyentes un desagradable individuo que no perdía ocasión de contradecir al Maestro. Había observado los puntos débiles del rabino y se burlaba de sus defectos, para consternación de los discípulos, que empezaron a mirarle como si fuera la encarnación del diablo.

Un día, el «diablo» cayó enfermo y, al poco tiempo, falleció. Y todo el mundo respiró aliviado. Externamente reflejaban la debida compunción, pero en sus corazones estaban contentos, porque las inspiradas palabras del Maestro ya no serían interrumpidas, ni sus soflamas serían criticadas por tan irrespetuoso hereje.

Por eso la gente estaba sorprendida al ver al Maestro auténticamente compungido durante el funeral. Cuando, más tarde, un discípulo le preguntó si estaba entristecido por la condenación eterna del difunto, él respondió: «No, en absoluto. ¿Por qué iba a entristecerme por nuestro amigo, si sé que está en el cielo? Por quien estaba afligido era por mí mismo. Ese hombre era el único amigo que tenía. Estoy rodeado de personas que me veneran, pero él era el único que hablaba en mi contra. Y me temo que, desaparecido él, vaya dejar de crecer.» Dicho lo cual, el Maestro rompió a llorar.

 

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En cierta ocasión, una mujer acudió al rabino Israel y le hizo saber su secreta aflicción: llevaba veinte años casada y no había tenido ningún hijo. «¡Qué casualidad!», dijo el rabino. «Exactamente lo mismo le ocurrió a mi madre.» Y le contó la siguiente historia:

Durante veinte años, su madre no había tenido ningún hijo. Un día se enteró de que el santo Baal Sem Tob se hallaba en la ciudad, de modo que le faltó tiempo para ir a la casa donde se alojaba y suplicarle que rezara por ella para que pudiera tener un hijo. «¿Qué estás dispuesta a hacer al respecto?», le preguntó el santo varón. «¿Qué puedo hacer?», replicó ella. «Mi marido es un pobre librero, pero yo sí tengo algo que puedo ofrecer le al rabino.» Y, dicho esto, salió corriendo hacia su casa, sacó una «katinka» del arca donde había estado celosamente guardada y regresó corriendo a ofrecérsela al rabino. (La «katinka», como todo el mundo sabe, es una esclavina que lleva la novia el día de su boda, una preciosa reliquia de familia transmitida de generación en generación). Cuando la mujer llegó, el rabino ya se había marchado a otra ciudad, de modo que ella le siguió. Pero, como era pobre, tuvo que ir andando y, al llegar, el rabino también había abandonado aquella ciudad. Seis semanas estuvo siguiéndole de ciudad en ciudad, hasta que, finalmente, logró alcanzarlo. El rabino tomó la «katinka» y se la donó a la sinagoga del lugar.

El rabino Israel concluyó: «Mi madre regresó andando de nuevo hasta su casa, y un año después nací yo.»

«¡Qué casualidad, verdaderamente!», exclamó la mujer. «Yo también tengo en casa una "katinka” Voy a traértela inmediatamente y, si tú se la regalas a la sinagoga, Dios me concederá un hijo.»

«¡Ah, no, querida!», dijo apenado el rabino. «No funcionará. Hay una diferencia entre mi madre y tú, y es que tú has oído su historia, mientras que ella no tenía un guión que seguir.»

Cuando un santo ha empleado una escalera, ésta se desecha y no puede ser usada de nuevo.

 

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Un enorme camión, debido a su excesiva altura, había quedado inmovilizado en un paso inferior por encima del cual pasaba la vía férrea. Todos los esfuerzos de los «expertos» por sacarlo de allí habían sido inútiles, y el tráfico había quedado detenido a ambos lados del lugar en cuestión, formándose un atasco monumental.

Había allí un muchacho que intentaba a toda costa llamar la atención del que parecía dirigir la maniobra, pero éste le rechazaba una y otra vez. Al fin, completamente exasperado, el individuo aquel le espetó: «Supongo que quieres decimos cómo tenemos que hacer este trabajo, ¿no es así?»

«Sí», respondió el muchacho. «Les sugiero que quiten un poco de aire a los neumáticos.»

En la mente de los profanos hay muchas posibilidades.

En la de los expertos, muy pocas.

 

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Allá por los años treinta, una empresa norteamericana envió una máquina a un cliente del Japón.

Un mes más tarde, la empresa recibió un cable: «Máquina no funciona. Envíen alguien repararla.»

La empresa envió a un experto al Japón. Pero, antes de que tuviera la oportunidad de examinar la máquina, la empresa americana recibió un segundo cable: «Hombre demasiado joven. Envíen hombre mayor.»

y la respuesta de la empresa fue: «Preferible sírvanse de él. El inventó máquina.»

 

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Un ciempiés consultó a una lechuza acerca de un dolor que sentía en las patas.

La lechuza le dijo: «¡Tienes demasiadas patas! Si te convirtieras en un ratón, sólo tendrías cuatro patas... y una vigésimo quinta parte del dolor.»

«Esa es una gran idea», dijo el ciempiés. «Pero ahora dime cómo puedo convertirme en un ratón.»

«¡Hombre, no me molestes con detalles de simple ejecución!», dijo la lechuza. «Yo sólo estoy aquí para establecer la política a seguir.»

 

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Un gran pintor le pidió a un amigo médico que fuese a ver lo que él creía que era su mejor obra. El médico sometió la obra a un cuidadoso examen, tomándose tiempo para ver cada uno de los detalles. Al cabo de diez minutos, el artista empezó a inquietarse. «Bueno, ¿qué te parece?», preguntó todo nervioso.

«Parece tratarse de una neumonía doble», respondió el médico.

 

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Los peligros de fiarse de un experto:

Un hombre recibió una nota de un amigo escrita de un modo absolutamente ilegible. Tras ímprobos esfuerzos por entenderla, al fin se le ocurrió solicitar la ayuda del farmacéutico.

Este estuvo todo un minuto examinando fijamente la nota; luego tomó una gran botella de color oscuro de la estantería, la puso sobre el mostrador y dijo: "Son dos dólares.»

 

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Un grupo de estudiantes estaba bastante descontento de la baja calidad de la cerveza que se servía en la cafetería.

Algunos de ellos tuvieron la brillante idea de echar un poco de aquella cerveza en un frasco y enviarla al laboratorio del hospital, esperando averiguar su composición.

Al día siguiente recibieron una nota que decía: "Su caballo padece ictericia.»

 

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En cierta ocasión, un discípulo le dijo a Confucio: “¿Cuáles son los ingredientes fundamentales de un buen gobierno?»

Le respondió Confucio: "Alimentos, armas y la confianza del pueblo.»

"Pero, si tuvieras que prescindir de uno de esos tres ingredientes», siguió preguntando el discípulo, “¿de cuál de ellos prescindirías?»

"De las armas.»

“¿y si tuvieras que prescindir de uno de los otros dos?»

"De los alimentos.»

“¡Pero, sin alimentos, la gente moriría...!»

"Desde tiempo inmemorial», dijo Confucio, "la muerte ha sido el destino de los seres humanos. Pero un pueblo que ya no confía en sus gobernantes está verdaderamente perdido.»

 

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Cuando, debido a un accidente, el cacique de la aldea perdió el uso de sus piernas, tuvo que caminar con muletas. Poco a poco, fue aprendiendo a moverse con rapidez, llegando incluso a bailar y a realizar pequeñas piruetas, para regocijo de sus vecinos.

Luego se le metió en la cabeza la idea de adiestrar a sus hijos en el uso de las muletas, no tardando en convertirse en un símbolo de prestigio en aquella aldea el caminar con muletas; y al cabo de poco tiempo, todo el mundo caminaba de ese modo.

Pasadas cuatro generaciones, no había nadie en la aldea que caminara sin muletas. La propia escuela incluía en su currículum un curso de «Muletería teórica y aplicada», y los artesanos de la aldea se hicieron célebres por la calidad de las muletas que fabricaban. Llegó incluso a hablarse de crear unas muletas accionadas electrónica mente.

Un día se presentó un joven turco ante los jefes de la aldea y les preguntó por qué todo el mundo caminaba allí con muletas, a pesar de que a todos les había dado Dios unas piernas para caminar. A los ancianos les hizo gracia que aquel insolente joven se considerara más listo que ellos, y decidieron darle una lección. «¿Por qué no nos enseñas cómo se hace?», le dijeron.

«De acuerdo», dijo el joven.

y se determinó que la demostración tuviera lugar el sábado siguiente, a las diez en punto de la mañana, en la plaza de la aldea. Allí estaba todo el mundo cuando llegó el joven al centro de la plaza caminando con ayuda de unas muletas; y cuando el reloj de la aldea comenzó a dar la hora, el joven se irguió y soltó las muletas. La multitud guardaba un expectante silencio mientras él daba un enérgico paso adelante... y caía de bruces.

Con lo cual, todos se confirmaron en su creencia de que era absolutamente imposible caminar sin ayuda de unas muletas.

 

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Mientras el fabricante de ruedas hacía su trabajo en un extremo de la enorme sala, el príncipe Huan de Ch'i leía un libro en el otro extremo.

Dejando por un momento el escoplo y el mazo, el fabricante de ruedas llamó la atención del príncipe y le preguntó qué libro estaba leyendo.

«Un libro que contiene las palabras de los sabios», le respondió el príncipe.

«¿Y están vivos esos sabios?», le preguntó el otro.

«¡Oh, no!», dijo el príncipe. «Todos ellos han muerto.»

«Entonces, lo que estás leyendo puede no ser más que los residuos y las heces de personas desaparecidas», dijo el ruedero.

«¿Cómo te atreves tú, un fabricante de ruedas, a criticar un libro que yo estoy leyendo? ¡Explica lo que has dicho o morirás!»

«Verás», dijo el otro, «desde mi punto de vista de fabricante de ruedas, así es como yo lo veo: cuando yo estoy haciendo una rueda, si el ritmo de mis golpes es demasiado lento, los cortes son profundos, pero no uniformes; y si el ritmo es demasiado rápido, los cortes son uniformes, pero no profundos. El ritmo adecuado, ni demasiado rápido ni demasiado lento, no lo coge la mano si no le viene dictado por el corazón. Es algo que no puede expresarse con palabras; requiere un arte que yo no puedo transmitir a mi hijo. Por eso es por lo que no puedo dejar que haga él mi trabajo, y aquí me tienes todavía, a mis setenta y cinco años, haciendo ruedas. En mi opinión, lo mismo ocurre con los que nos han precedido. Todo lo que era digno de ser transmitido murió con ellos: el resto lo pusieron en sus libros. Por eso decía que lo que estás leyendo son los residuos y las heces de personas desaparecidas.».

 

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Antiguamente era habitual en el Japón usar faroles de papel. Un papel que protegía una vela encendida, todo ello sujetado por varas de bambú.

Sucedió que un ciego fue a visitar a un amigo y, como se hizo tarde, éste le ofreció un farol para que regresara a su casa.

Lo cual hizo reír al ciego. «Para mí es lo mismo el día que la noche», le dijo. «¿Qué voy a hacer yo con un farol?»

Su amigo le replicó: «Es verdad que no necesitas ver el camino hacia tu casa. Pero el farol puede servirte para disuadir a alguien que quisiera atracarte en la oscuridad.»

De modo que el ciego tomó el farol y salió. Al poco rato, alguien tropezó con él, haciéndole perder el equilibrio.

«¡Eh!, ¿por qué no va con más cuidado, amigo?», gritó el ciego. «¿Es que no ha visto el farol?»

«Hermano», dijo el otro, «su farol está apagado.»

Es más seguro andar con la propia oscuridad que con la luz de otro.

Espiritualidad

Dada la naturaleza de la búsqueda espiritual...

Un hombre llegó junto a una elevada torre, entró y vio que estaba todo oscuro. Moviéndose a tientas, tropezó con una escalera de caracol. Le entró curiosidad por saber adónde conducía y empezó a subir por ella. A medida que ascendía, iba sintiendo un creciente desasosiego. Entonces miró detrás de sí y comprobó, horrorizado, que los peldaños se iban desprendiendo y desapareciendo a medida que él los iba dejando atrás. Ante él, la escalera serpenteaba hacia arriba, y él no tenía ni idea de hasta dónde conducía; detrás de él se abría un enorme y negro vacío.

 

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“.los verdaderos buscadores son pocos...

Cuando el rey visitó los monasterios de Un Chi, el gran Maestro Zen, le sorprendió comprobar que había en ellos más de diez mil monjes.

Queriendo saber el número exacto de ellos, el rey preguntó: “¿Cuántos discípulos tienes?»

y Un Chi respondió: "Cuatro o cinco, como mucho.»

 

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“.y los impostores muchos...

Una pareja en su luna de miel se disponía a meterse en la cama, en su habitación del hotel, cuando, de pronto, irrumpió un ladrón enmascarado, el cual dibujó con una tiza un círculo en el suelo, le hizo una seña al recién casado y le dijo: «No te muevas de ese círculo. Si das un paso, te descerrajo un tiro en la cabeza.»

Mientras el pobre hombre permanecía completamente inmóvil en el lugar indicado, el ladrón arrambló con todo lo que pudo y lo introdujo en un saco; y cuando iba a marcharse, vio a la hermosa mujer, que se cubría con una sábana. La hizo acercarse a él, encendió la radio, la obligó a bailar con él, la acarició, la besó... y la habría violado si ella no se hubiera opuesto con todas sus fuerzas.

Cuando, al fin, el ladrón salió de la habitación, la mujer se volvió al marido y le gritó: «¿Qué clase de hombre eres tú, que te quedas ahí parado en medio de ese círculo sin hacer nada, mientras a mí casi me violan?»

«¡No es verdad que no haya hecho nada!», protestó el hombre.

«¿Ah, no? ¿y qué has hecho, si puede saberse?»

«Desafiarle. ¡Cada vez que él volvía la cabeza hacia mí, yo sacaba un pie del círculo!»

El peligro que estamos dispuestos a correr es el que podemos afrontar a una distancia prudencial.

 

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Después de treinta años viendo la televisión, un marido le dijo a su mujer: «¿Por qué no hacemos esta noche algo realmente excitante?»

Al instante, ella pensó en pasar una noche en la ciudad. «¡Fantástico!», exclamó. «¿Qué has pensado que hagamos?»

«Bueno..., podríamos intercambiar nuestros asientos.»

 

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En una pequeña ciudad fronteriza había un anciano que llevaba cincuenta años viviendo en la misma casa.

Un buen día sorprendió a todo el mundo mudándose a la casa de al lado. Los periodistas locales cayeron sobre él ansiosos por saber las razones de la mudanza.

«Supongo que se debe al gitano que hay en mí», declaró con una sonrisa de satisfacción.

¿Han oído hablar del hombre que acompañó a Cristóbal Colón en su expedición al Nuevo Mundo y se pasó el viaje preocupado por la posibilidad de no regresar a tiempo para suceder al viejo sastre de su pueblo, y que otro pudiera birlarle el trabajo?

Para alcanzar el éxito en la aventura llamada «espiritualidad», hay que estar resuelto a sacarle todo el jugo a la vida. La mayoría de la gente se contenta con bagatelas como la riqueza, la fama, el bienestar y la compañía humana.

Un hombre estaba tan enamorado de la fama que estaba dispuesto a ahorcarse si ello le hacía salir en grandes titulares. ¿Hay realmente alguna diferencia entre él y la mayoría de la gente de negocios y de los políticos? (Por no hablar de todos los demás, que tanta importancia le damos a la opinión pública).

 

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“.porque falta lo único esencial.

Cuenta una antigua fábula india que había un ratón que estaba siempre angustiado, porque tenía miedo del gato. Un mago se compadeció de él y lo convirtió... en un gato.

Pero entonces empezó a sentir miedo del perro. De modo que el mago lo convirtió en perro. Luego empezó a sentir miedo de la pantera, y el mago lo convirtió en pantera.

Con lo cual comenzó a temer al cazador.

Llegado a este punto, el mago se dio por vencido y volvió a convertirlo en ratón, diciéndole: “Nada de lo que haga por ti va a servirte de ayuda, porque siempre tendrás el corazón de un ratón.»

 

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Un cura entró en la taberna y montó en cólera al encontrar allí a un montón de feligreses. Se puso a dar vueltas alrededor de ellos y les obligó a salir, conduciéndolos hasta la iglesia.

Una vez allí, les dijo solemnemente: «¡Todos los que quieran ir al cielo, que den un paso hacia la izquierda! Todos dieron el paso, excepto uno que se quedó tercamente en su sitio.

El cura le miró ferozmente y le dijo: «¿Tú no quieres ir al cielo?

«No», respondió el otro.

«¿Pretendes quedarte ahí y decirme que no quieres ir al cielo cuando te mueras?

«¡Por supuesto que quiero ir al cielo cuando me muera! Pensaba que había que ir ahora...»

Sólo estamos dispuestos a recorrer todo el camino... cuando no nos funcionen los frenos.

 

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Una monja budista llamada Ryonen, nacida en 1779, era nieta del célebre guerrero japonés Shingen y había sido tenida por una de las mujeres más hermosas del Japón y una poetisa de notable talento, hasta el punto de que a la temprana edad de diecisiete años fue elegida para servir en la corte imperial, donde llegó a cobrar un profundo afecto hacia su Alteza Imperial la Emperatriz. Pero ésta falleció de muerte repentina, y Ryonen sufrió una profunda experiencia espiritual que le hizo tomar una aguda conciencia de la naturaleza pasajera de todas las cosas. Fue entonces cuando se decidió a estudiar el Zen.

Pero su familia no quería ni oír hablar de ello, y prácticamente la obligaron a casarse, no sin antes haber obtenido de sus padres y de su futuro esposo la promesa de que quedaría libre para hacerse monja una vez que hubiera dado a luz a su tercer hijo. Lo cual ocurrió cuando ella contaba veinticinco años. Y entonces, ni las súplicas de su esposo ni ninguna otra cosa en el mundo pudieron disuadirla de hacer lo que había anhelado con toda su alma. De modo que se rapó la cabeza, tomó el nombre de Ryonen (que significa «comprender con claridad”) e inició su búsqueda.

Llegada a la ciudad de Edo, pidió al Maestro Tetsugyu que la aceptara como discípula. Ella contempló unos instantes y la rechazó, porque era demasiado hermosa.

Entonces acudió a otro Maestro, Hakuo, el cual la rechazó por el mismo motivo: su hermosura -dijo- únicamente causaría inconvenientes. De modo que Ryonen desfiguró su rostro con un hierro al rojo vivo, destruyendo para siempre su belleza física. Cuando volvió a presentarse ante Hakuo, éste la aceptó como discípula.

Para conmemorar la ocasión, Ryonen escribió en la parte de atrás de un pequeño espejo un poema:

Como dama de mi Emperatriz, quemé incienso para perfumar mis hermosos ropajes.

Ahora, como pobre sin hogar, quemo mi rostro para entrar en el mundo del Zen.

y cuando supo que le había llegado la hora de abandonar este mundo, escribió otro poema:

Sesenta y seis veces

han contemplado estos ojos

la belleza del otoño...

No pidas más.

Limítate a escuchar el rumor de los pinos cuando el viento está en calma.

 

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Érase una vez un campo de concentración en el que vivía un prisionero que, a pesar de estar sentenciado a muerte, se sentía libre y carente de temor. Un día apareció en medio de la explanada tocando su guitarra, y una gran multitud se arremolinó en torno a él para escuchar, porque, bajo el hechizo de la música, los que le oían se veían, como él, libres del miedo. Cuando las autoridades de la prisión lo vieron, prohibieron al hombre volver a tocar.

Pero, al día siguiente, allí estaba él de nuevo, cantando y tocando su guitarra, rodeado de una multitud. Los guardianes se lo llevaron de allí sin contemplaciones y le cortaron los dedos.

y una vez más, al día siguiente, se puso a cantar y a hacer la música que podía con sus muñones sanguinolentos. Y, esta vez, la gente aplaudía entusiasmada. Los guardianes volvieron a llevárselo a rastras y destrozaron su guitarra.

Al día siguiente, de nuevo estaba cantando con toda su alma. ¡y qué forma tan pura y tan inspirada de cantar! La gente se puso a corearle y, mientras duró el cántico, sus corazones se hicieron tan puros como el suyo, y sus espíritus igualmente invencibles. Los guardianes estaban esta vez tan enojados que le arrancaron la lengua.

Sobre el campo de concentración cayó un espeso silencio, algo indefinible y como inmortal.

Y, para asombro de todos, al día siguiente estaba allí de nuevo, balanceándose y danzando a los sones de una silenciosa música que sólo él podía oír. Y al poco tiempo, todo el mundo estaba alzando sus manos y danzando en torno a su sangrante y destrozada figura, mientras los guardianes estaban como inmovilizados y

no salían de su estupor.

Sudha Chandran, una bailarina clásica de la India contemporánea, vio literalmente truncada su carrera en la flor de la vida, pues tuvieron que amputarle su pierna derecha. Pero, tras haberle adaptado una pierna artificial, retornó a la danza y, aunque parezca increíble, volvió a estar de nuevo en la cumbre. Cuando le preguntaron cómo lo había conseguido, ella respondió sencillamente: «No hacen falta pies para bailar.»

 

***

 

Un avaro enterró su oro al pie de un árbol que se alzaba en su jardín. Todas las semanas lo desenterraba y lo contemplaba durante horas. Pero, un buen día, llegó un ladrón, desenterró el oro y se lo llevó. Cuando el avaro fue a contemplar su tesoro, todo lo que encontró fue un agujero vacío.

El hombre comenzó a dar alaridos de dolor, al punto que sus vecinos acudieron corriendo a averiguar lo que ocurría. Y, cuando lo averiguaron, uno de ellos le preguntó: «¿Empleaba usted su oro en algo?»

«No», respondió el avaro. «Lo único que hacía era contemplarlo todas las semanas.»

«Bueno, entonces», dijo el vecino, «por el mismo precio puede usted seguir viniendo todas las semanas y contemplar el agujero.»

No es nuestro dinero,

sino nuestra capacidad de disfrutar, lo que nos hace ricos o pobres. Afanarse por la riqueza

y no ser capaz de disfrutar

es lo mismo que estar calvo

y coleccionar peines.

 

***

 

Visitando un asilo, un periodista trataba de obtener de un hombre muy anciano una historia de interés humano.

«Oiga, abuelo», le dijo el joven periodista, «¿cómo se sentiría usted si de pronto recibiera una carta en la que le comunicaran que un pariente lejano le había dejado en herencia diez millones de dólares?»

«Mira, hijo», le dijo pausadamente el anciano, «yo seguiría teniendo noventa y cinco años, ¿no es así?»

 

***

 

Una noche, dos mercaderes en joyas llegaron casi al mismo tiempo a un refugio de caravanas en el desierto. Cada uno de ellos era absolutamente consciente de la presencia del otro y, mientras descargaban sus respectivos camellos, uno de ellos no pudo resistir la tentación de dejar caer al suelo, como por accidente, una enorme perla, la cual fue rodando hacia el otro, que con afectada cortesía la recogió y se la devolvió a su dueño diciendo: «¡Hermosa perla la suya, sí señor! Grande y brillante como pocas...»

«Muy amable de su parte», dijo el otro. «Pero, de hecho, es una de las gemas más pequeñas de mi colección.»

Un beduino que estaba sentado junto al fuego y había observado la escena se levantó e invitó a ambos a cenar con él. Y cuando empezaron a comer, les contó la siguiente historia:

«También yo, queridos amigos, fui en otro tiempo joyero como ustedes. Un día me sorprendió en el desierto una gran tormenta que nos arrastró a mí y a mi caravana de aquí para allá, hasta que, perdido todo contacto con mi séquito, quedé totalmente aislado y sin saber dónde estaba. Pasaron los días, y me entró verdadero pánico cuando caí en la cuenta de que estaba dando vueltas en círculo, sin saber en absoluto dónde me encontraba ni en qué dirección debía caminar. Entonces, prácticamente muerto de hambre, eché al suelo toda la carga que llevaba mi camello y me puse a rebuscar en ella por enésima vez. Imaginen la emoción que sentí cuando di con una bolsa que hasta entonces no había visto. Con dedos temblorosos, la abrí, esperando encontrar algo de comer. E imaginen también mi desilusión cuando descubrí que lo único que contenía eran perlas...»

 

***

 

Un sufi de impresionante aspecto llegó a las puertas del palacio, y nadie se atrevió a detenerle mientras se dirigía resueltamente hacia el trono, sobre el que se sentaba el santo Ibrahim ben Adam.

“¿Qué es lo que deseas?», le preguntó el rey.

«Un lugar donde dormir en este refugio de caravanas.»

"Esto no es un refugio de caravanas. Es mi palacio.»

“¿Puedo saber quién lo ocupó antes que tú?»

"Mi padre, que en paz descanse.»

“¿y antes de él?»

"Mi abuelo, también fallecido.»

"y un lugar como éste, donde la gente se hospeda por un tiempo y luego se marcha... ¿dices que no es un refugio de caravanas?»

¡Todos estamos en la sala de espera!

 

***

 

Un avaro había acumulado quinientos mil dinares y se las prometía muy felices pensando en el estupendo año que iba a pasar haciendo cábalas sobre el mejor modo de invertir su dinero. Pero, inesperadamente, se presentó el Ángel de la Muerte para llevárselo consigo.

El hombre se puso a pedir y a suplicar, apelando a mil argumentos para que le fuera permitido vivir un poco más, pero el Ángel se mostró inflexible. «¡Concédeme tres días de vida, y te daré la mitad de mi fortuna!», le suplicó el hombre. Pero el Ángel no quiso ni oír hablar de ello y comenzó a tirar de él. «¡Concédeme al menos un día, te lo ruego, y podrás tener todo lo que he ahorrado con tanto sudor y esfuerzo!» Pero el Ángel seguía impávido.

Lo único que consiguió obtener del Ángel fueron unos breves instantes para escribir apresuradamente la siguiente nota: «A quien encuentre esta nota, quienquiera que sea: si tienes lo suficiente para vivir, no malgastes tu vida acumulando fortunas. ¡Vive! ¡Mis quinientos mil dinares no me han servido para comprar ni una sola hora de vida!»

Cuando muere un millonario y la gente pregunta: «¿Cuánto habrá dejado?», la respuesta, naturalmente, es: «Todo.»

Aunque la respuesta también puede ser: «No ha dejado nada. Le ha sido arrebatado.»

 

***

 

El místico indio Ramakrishna solía decir:

Dios se ríe en dos ocasiones. Se ríe cuando oye cómo un médico dice a una madre: «No temas. Yo curaré a tu hijo.» Entonces Dios se dice para sí: «¡Estoy pensando llevarme la vida del muchacho, y este individuo cree que puede salvarlo...!”

y también se ríe cuando ve a dos hermanos repartirse las tierras trazando un lindero y diciendo: «Este lado me pertenece a mí, y el otro a ti.» Entonces Dios se dice para sí: «¡El universo entero me pertenece a mí, y éstos reclaman su propia parte...!»

Cuando fueron a decirle a un hombre que su casa se la había llevado la riada, soltó una carcajada y dijo: «¡imposible! ¡Precisamente tengo la llave de mi casa en el bolsillo!»

 

***

 

y dijo Buda:

«Esta tierra es mía, y éstos son mis hijos”.. son las palabras que dice el loco que no comprende que ni siquiera él mismo es suyo.»

En realidad, nunca posees cosas.

Tan sólo las retienes durante un tiempo. Si eres incapaz de desprenderte de ellas, serás agarrado por ellas.

Todo cuanto atesores debes tenerlo en el hueco de tu mano como si fuera agua.

Trata de apresarla y desaparecerá. Intenta apropiártela y te manchará.

Déjala en libertad y será tuya para siempre.

 

***

 

He aquí una historia que un Maestro contaba a sus discípulos para mostrarles lo dañoso que un simple e insignificante apego puede resultar para quienes han llegado a ser ricos en dones espirituales.

En cierta ocasión, un aldeano, montado en su asno, pasaba por delante de una cueva que había en la montaña, en el preciso momento en que la cueva, por arte de magia, y como ocurría muy raras veces, se abría para que entrara en ella quien quisiera enriquecerse con sus tesoros. El hombre se introdujo en la cueva y se encontró ante verdaderas montañas de joyas y piedras preciosas con las que se apresuró a llenar las alforjas de su asno, porque sabía que, según la leyenda, la cueva sólo permanecería abierta durante unos breves instantes, de modo que había que darse prisa para hacerse con el tesoro.

Una vez cargado el asno, el hombre salió de allí felicitándose por su buena suerte; pero, de pronto, recordó que se había dejado el bastón en la cueva. Entonces volvió sobre sus pasos y se introdujo otra vez en la cueva. Pero había llegado el momento en que la cueva debía cerrarse de nuevo, con lo que el hombre desapareció en su interior y nunca más se le volvió a ver.

Después de esperar su regreso durante casi dos años, los habitantes de la aldea vendieron el tesoro que habían encontrado a lomos del asno, convirtiéndose en los auténticos beneficiarios de la buena suerte del infortunado aldeano.

Cuando el gorrión

hace su nido en el bosque,

no ocupa más que una rama.

Cuando el ciervo

apaga su sed en el río,

no bebe más que lo que le cabe en la panza.

Nosotros acumulamos cosas porque tenemos el corazón vacío.

 

***

 

Había un viejo Maestro Zen, de nombre Nonoko, que vivía solo en una cabaña al pie de una montaña. Una noche, mientras Nonoko se hallaba sentado y meditando, un extraño irrumpió en la cabaña y, blandiendo una espada, conminó a Nonoko a que le entregara todo su dinero. Pero Nonoko, sin interrumpir su meditación, le dijo: « Todo mi dinero está en una escudilla que se encuentra sobre aquel estante. Toma lo que necesites, pero déjame cinco yens, porque la semana que viene debo pagar mis impuestos.»

El extraño vació la escudilla y volvió a meter en ella cinco yens, como le había dicho el Maestro. Pero tomó también un hermoso jarrón que encontró en el estante.

«Trata ese jarrón con cuidado», le dijo Nonoko. «Puede romperse fácilmente.»

El extraño echó otra ojeada en torno a la pequeña y humilde estancia y se dispuso a marchar.

«No has dado las gracias», dijo Nonoko.

El hombre dio las gracias y salió.

Al día siguiente, toda la aldea estaba alborotada. Eran muchos los que afirmaban haber sido robados. Alguien advirtió la falta del jarrón en el estante de la cabaña de Nonoko y le preguntó si también él había sido víctima del ladrón. «No», dijo Nonoko. «Le di el jarrón y algo de dinero a un extraño. Me dio las gracias y se marchó. Era un tipo bastante amable, aunque un poco imprudente con la espada.»

 

***

 

Un rico musulmán acudió a la mezquita después de una fiesta y, naturalmente, tuvo que quitarse sus elegantes y costosos zapatos y dejarlos a la entrada. Cuando, después de orar, salió afuera, los zapatos habían desaparecido.

«¡Qué descuidado soy!», se dijo para sí. «Al cometer la necedad de dejar aquí los zapatos, he dado ocasión a alguien para robarlos. Con gusto se los habría regalado. Pero ahora soy responsable de haber creado un ladrón.»

 

***

 

Como buen filósofo que era, Sócrates creía que la persona sabia viviría instintivamente de manera frugal. El mismo ni siquiera llevaba zapatos; sin embargo, una y otra vez cedía al hechizo de la plaza del mercado y solía acudir allí a ver las mercancías que se exhibían.

Cuando un amigo le preguntó la razón, Sócrates le dijo: «Me encanta ir allí y descubrir sin cuántas cosas soy perfectamente feliz.»

La espiritualidad no consiste en saber lo que quieres, sino en comprender lo que no necesitas.

 

***

 

Ha habido personas

que han hecho la vida agradable para sí y para los demás

con muy pocos medios.

Había en el Japón un grupo de caballeros de cierta edad que solían reunirse a charlar y a beber té. Una de sus diversiones consistía en buscar costosas variedades de té y crear nuevas mezclas que deleitaran el paladar.

Cuando le llegó el turno de agasajar a los demás al miembro de más edad del grupo, hizo alarde del más exquisito ceremonial para servir un té cuyas hojas había extraído de una lata de oro. Todo el mundo se deshizo en elogios hacia el té y quisieron saber cómo había conseguido hacer tan excepcional mezcla.

El hombre sonrió y dijo: «Caballeros, ese té que han encontrado tan delicioso es el que beben los empleados de mi granja. Las mejores cosas de la vida no son costosas ni difíciles de encontrar.»

 

***

 

El guru estaba meditando a la orilla del río cuando llegó junto a él un discípulo, se inclinó y depositó a sus pies dos enormes perlas como prenda de respeto y devoción.

El guru abrió sus ojos y tomó una de las perlas, pero con tan poco cuidado que se le escapó de la mano y fue rodando hasta caer al río.

Horrorizado, el discípulo se zambulló en el agua para recuperarla, pero, a pesar de bucear una y otra vez hasta que se hizo de noche, no consiguió dar con ella.

Al fin, completamente empapado y exhausto, sacó al guru de su meditación y le dijo: «Tú viste dónde cayó. Indícame el lugar exacto para que yo pueda recuperarla.»

El guru tomó la otra perla, la lanzó al río y dijo: «¡Justo allí!»

No trates de poseer cosas,

porque las cosas en realidad no pueden ser poseídas. Limítate a cerciorarte

de que no eres tú poseído por ellas,

y serás el soberano de la creación.

 

***

 

Cuando Buda entró en la capital del rey Pransanjit, el propio rey en persona salió a recibirlo. Había sido amigo del padre de Buda y había oído hablar del tremendo espíritu de renuncia del muchacho. De modo que intentó persuadir a Buda de que renunciara a su vida de mendigo errante y regresara al palacio, pensando que con ello estaba prestando un servicio a su viejo amigo.

Buda se quedó mirando a los ojos de Pransanjit y dijo: «Respóndeme sinceramente: a pesar de toda tu aparente alegría, ¿te ha dado tu reino un solo día de felicidad?»

Pransanjit bajó su mirada y permaneció mudo.

No hay mayor alegría

que no tener motivo de tristeza;

no hay mayor riqueza

que contentarse con lo que uno tiene.

 

***

 

Un mono y una hiena caminaban por el bosque cuando, de pronto, dijo la hiena: "Siempre que paso junto a aquellos arbustos, sale de ellos un león y me ataca, no sé por qué.»

"Esta vez voy a ir yo contigo», dijo el mono, "y me pondré de tu lado contra el león.»

De modo que se dirigieron juntos hacia los arbustos y, al llegar a ellos, saltó el león sobre la hiena y la atacó hasta casi dejarla muerta. Mientras tanto, el mono lo observaba todo desde un árbol al que se había encaramado en el momento en que apareció el león.

“¿Por qué no has hecho nada para ayudarme?», le recriminaría más tarde la hiena.

"Te reías tanto», respondió el mono, «que creía que ibas ganando.»

 

***

 

El gran santo budista Nagarjuna solía andar cubierto únicamente con un taparrabos y, aunque parezca absurdo, llevaba también un platillo de oro que le había regalado el rey, el cual había sido su discípulo.

Una noche, estaba a punto de acostarse para dormir entre las ruinas de un antiguo monasterio cuando observó la presencia de un ladrón escondido detrás de una de las columnas. «Ven aquí y toma esto», dijo Nagarjuna mientras le ofrecía el platillo. «Así no me molestarás una vez que me haya dormido.»

El ladrón agarró con ansia el platillo y salió zumbando. Pero a la mañana siguiente regresó con el platillo... y con una petición: «Cuando anoche te desprendiste con tanta facilidad de este platillo, hiciste que me sintiera muy pobre. Enséñame a adquirir la riqueza que hace posible practicar tan fantástico desprendimiento.»

Nadie puede quitarte

lo que nunca has hecho tuyo.

 

***

 

Uno de los seguidores de Junaid acudió a éste con una bolsa llena de monedas de oro.

«¿Tienes aún algunas monedas más de oro?», le pregunto Junaid.

«Sí, muchas más.»

«¿y estás apegado a ellas?»

«Sí, lo estoy.»

«Entonces debes guardar también éstas, porque tu necesidad es mayor que la mía. Como yo no tengo ni deseo nada, soy mucho más rico que tú, ya ves...»

El corazón del instruido

es como un espejo:

no se apodera de nada ni rechaza nada; recibe, pero no guarda.

 

***

 

En un terreno desocupado que lindaba con su casa, un cuáquero había puesto un cartel con la siguiente leyenda: Este terreno le será dado a quienquiera que esté verdaderamente satisfecho.

Un acaudalado granjero que pasó por allí se detuvo a leer el cartel y se dijo: «Si nuestro amigo el cuáquero está dispuesto a entregar este terreno, también yo puedo reclamarlo antes de que lo haga otro. Soy rico y tengo cuanto necesito, de modo que cumplo el requisito exigido.»

Se acercó, pues, a la puerta de la casa, llamó y explicó el motivo de su presencia. «¿y estás verdaderamente satisfecho?», le preguntó el cuáquero.

«Naturalmente que sí: tengo todo cuanto necesito.»

«Amigo», le dijo el cuáquero, «si estás satisfecho, ¿para qué quieres ese terreno?»

Mientras otros se afanan por las riquezas, el instruido, contento con lo que tiene, lo posee sin necesidad de afanarse.

Al contentarse con poco,

es tan rico como un rey. Incluso el reyes pobre

cuando no le basta con su reino.

 

***

 

Pirro, rey de Epiro, fue abordado por su amigo Cineas, el cual le preguntó: «Si conquistas Roma, ¿qué será lo siguiente que hagas?»

Pirro le respondió: «Sicilia es la siguiente puerta, y será fácil tomarla.»

«¿y qué harás después de tomar Sicilia?»

«Entonces pasaremos a África y saquearemos Cartago.»

«¿y después de Cartago?»

«Entonces le llegará el turno a Grecia.»

«¿ Y cuál será, si me permites preguntarlo, el fruto de todas esas conquistas?»

«Una vez hechas todas esas conquistas», dijo Pirro, «podremos sentamos y divertimos.»

«¿y no podemos», dijo Cineas, «divertimos ahora?»

Los pobres piensan que serán felices cuando sean ricos.

Los ricos piensan que serán felices cuando se hayan librado de sus úlceras.

 

***

 

Un hombre y su mujer viajaron hasta el otro extremo del país para visitar a unos amigos, los cuales les llevaron a presenciar unas carreras de caballos. Fascinados por el espectáculo de los caballos persiguiéndose mutuamente alrededor de una pista, estuvieron toda la tarde apostando, hasta que no les quedó más que un par de dólares.

Al día siguiente, el hombre convenció a su mujer para que le permitiera ir solo al hipódromo. En la primera carrera participaba un caballo cuya cotización era de cincuenta a uno. Apostó por él y ganó. En la siguiente carrera apostó por otro penco todo lo que había ganado, y volvió a ganar. Estuvo repitiendo la misma jugada toda la tarde y acabó ganando cincuenta y siete mil dólares.

De regreso a casa, pasó por delante de un garito. Una voz interior, la misma que creía él que le había guiado en su elección de los caballos, pareció decirle: «Párate y entra ahí.» De modo que se paró, entró y se vio frente a una ruleta. La voz dijo: «Número trece.» El hombre puso sus cincuenta y siete mil dólares al número trece. Giró la ruleta, y el «croupier» anunció: «¡Número catorce!»

De modo que el hombre se fue andando a casa con los bolsillos vacíos. Al llegar, su mujer, que estaba en el porche, le preguntó: «¿Qué tal te ha ido?»

El marido se encogió de hombros y dijo: «He perdido los dos dólares.»

Bien pensado,

nunca perderás más que eso, independientemente de lo que puedas perder.

 

***

 

A Buda parecían dejarle impávido los insultos que le lanzaba aquel visitante. Cuando, más tarde, sus discípulos quisieron saber cuál era el secreto de su imperturbabilidad, él dijo:

“Imaginad lo que ocurriría si alguien os ofreciera algo y no lo tomarais; o si alguien os enviara una carta y os negarais a abrirla: su contenido no os afectaría en lo más mínimo, ¿no es así? Pues haced lo mismo cuando os injurien, y no perderéis la calma.»

La única clase de auténtica dignidad es la que no sufre menoscabo con la falta de respeto de los demás. Por mucho que escupas a las cataratas del Niágara, no lograrás reducir su grandeza.

 

***

 

Dos residentes de una institución para sordomudos tuvieron una pelea. Cuando un empleado de la institución acudió a poner orden, comprobó que uno de ellos le estaba dando la espalda al otro y se partía de risa.

“¿Dónde está la gracia? ¿Por qué tu compañero parece estar tan enfadado?», le preguntó el empleado por señas.

y hablando también por señas, le respondió el sordomudo: .Porque quiere echarme pestes, pero yo me niego a mirarlo.»

 

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Un día, Hasan de Basra se encontró con Rabi'a al Adawiya junto al río y, arrojando su estera al agua, se subió a ella y dijo: «Oh Rabi'a, vamos a rezar juntos.»

y Rabi'a le dijo: «Oh Hasan, ¿por qué te comportas como un vendedor en el bazar de este mundo? Lo haces a causa de tu debilidad...»

Dicho lo cual, arrojó su estera al aire, se subió a ella volando y dijo: «Sube aquí, Hasan, para que la gente pueda vemos.»

Pero aquello era más de lo que Hasan podía hacer, de modo que se quedó en silencio. Queriendo ganarse su corazón, Rabi'a le dijo: «Oh Hasan, un pez puede hacer lo que tú has hecho, y una mosca puede hacer lo que he hecho yo. Lo verdaderamente esencial es superior a todo eso, y en ello es en lo que debemos ocupamos.»

 

***

 

En cierta ocasión, Buda se vio amenazado de muerte por un bandido llamado Angulimal.

"Sé bueno», le dijo Buda, "y ayúdame a cumplir mi último deseo. Corta una rama de ese árbol.»

Con un golpe de su espada, el bandido hizo lo que le pedía Buda. “¿y ahora, qué?», le preguntó a continuación.

"Ponla de nuevo en su sitio», dijo Buda.

El bandido soltó una carcajada: "¡Debes de estar loco si piensas que alguien puede hacer semejante cosa!»

"Al contrario», le dijo Buda. "Eres tú el loco al pensar que eres poderoso porque puedes herir y destruir. Eso es cosa de niños. El poderoso es el que sabe crear y curar.»

El ariete puede demoler un muro; lo que no puede es reparar la brecha.

 

***

 

Un visitante de un manicomio vio cómo uno de los internos se balanceaba en una silla mientras, con aire tierno y satisfecho, repetía una y otra vez: ..Lulú, Lulú...»

“¿Cuál es el problema de este hombre?», le preguntó al médico.

“Lulú. Es el nombre de la mujer que le dio calabazas», respondió el doctor.

Siguieron adelante y llegaron a una celda con las paredes acolchadas, cuyo ocupante no dejaba de golpear su cabeza contra la pared mientras gemía: ..Lulú, Lulú...»

“¿También es Lulú el problema de este hombre?», pregunto el visitante.

“Sí», dijo el médico. ..Este es el que acabó casándose con Lulú.»

Sólo hay dos desgracias en la vida: no conseguir lo que deseas

y conseguir lo que deseas.

 

***

 

Un joven ejecutivo empresarial telefoneó un día a su representante en el extranjero y anunció lacónica mente: «Llamando para dar instrucciones. Esta llamada no durará más de tres minutos. Yo hablaré, y usted no deberá interrumpirme. Cualquier comentario o duda que tenga usted que exponer, deberá transmitírmelo más tarde por cable.»

Y, dicho esto, empezó a transmitir su mensaje. Pero lo hizo tan rápido que no agotó los tres minutos. «Tenemos aún veinte segundos», le dijo a su interlocutor. «¿Tiene usted algo que decir?»

«Sí», respondió el otro. «Ha hablado usted tan deprisa que no he podido comprender una sola palabra.»

Una buena manera

de cubrir menos distancia en más tiempo consiste en ir más deprisa.

 

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Un joven se presentó ante el Maestro y le preguntó: “¿Cuánto tiempo crees probable que puede llevarme el alcanzar la iluminación?»

"Diez años», le respondió el Maestro.

El joven quedó impresionado. “¿Tanto?», preguntó sin dar crédito a sus oídos.

y el Maestro le dijo: "No, me he equivocado. Te llevará veinte años.»

“¿Por qué el doble?», preguntó el joven.

"Bien pensado», dijo el Maestro, "en tu caso probablemente sean treinta años.»

Algunas personas nunca aprenderán nada, porque lo comprenden todo demasiado pronto. Después de todo, la sabiduría no es una estación a la que se llega, sino una manera de viajar. Si viajas demasiado aprisa, no ves el paisaje.

Saber exactamente adónde va uno puede ser la mejor manera de extraviarse. No todos los que pierden el tiempo se extravían.

 

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Un predicador norteamericano preguntó al camarero de un restaurante de Pekín qué era la religión para los chinos.

El camarero le hizo salir a la terraza y le preguntó: “¿Qué es lo que ve usted desde aquí, señor?»

"Veo una calle y unas casas, gente que pasea y autobuses y taxis que circulan.»

"y qué más?»

"Árboles.»

“¿Qué más?»

"Está soplando el viento...»

El chino extendió sus brazos y exclamó: “¡Eso es la religión, señor!»

¡Lo buscas como quien busca la visión con los ojos abiertos! Es tan evidente que es difícil verlo.

 

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El discípulo: “¿Qué es el Tao?»

El Maestro: "Todo es Tao.»

El discípulo: “¿y cómo puedo obtenerlo?»

El Maestro: "Si tratas de obtenerlo, no lo encontrarás.»

Jamás es natural quien intenta ser natural; o quien intenta no intentarlo.

 

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Una anciana en la China estuvo manteniendo a un monje durante más de veinte años. Le construyó una pequeña cabaña y le dio de comer, mientras él empleaba todo su tiempo en meditar.

Al cabo de dicho tiempo, ella se preguntó qué progresos habría hecho aquel hombre. De modo que decidió someterle a prueba, para lo cual solicitó la ayuda de una muchacha que tenía fama de ser muy apasionada. «Ve a la cabaña", le dijo, «y abrázalo. Y luego dile: "¿Qué quieres que hagamos ahora?""

La muchacha fue a ver al monje aquella noche y lo encontró meditando. Y, sin más preámbulos, comenzó a acariciarlo y le dijo: «¿Qué quieres que hagamos ahora?" El monje montó en cólera ante tal impertinencia, empuñó una escoba y obligó a la muchacha a salir de la cabaña.

Cuando la muchacha le contó a la anciana lo que había ocurrido, ésta se indignó: «¡Pensar que le he dado de comer durante veinte años", exclamó, «y no ha sido capaz de mostrar la menor comprensión hacia tu necesidad ni intención alguna de llevarte al buen camino! '¡No necesitaba sucumbir a la pasión; pero, después de tantos años de oración, podía al menos haber ganado en compasión!"

 

***

 

El devoto se arrodilló para ser iniciado en el discipulado, y el guru le susurró al oído el sagrado «mantra», advirtiéndole que no se lo revelara a nadie.

«¿y qué ocurrirá si lo hago?», preguntó el devoto.

«Aquel a quien revelares el "mantra"», le dijo el guru, «quedará libre de la esclavitud de la ignorancia y el sufrimiento; pero tú quedarás excluido del discipulado y te condenarás.»

Tan pronto hubo escuchado aquellas palabras, el devoto salió corriendo hacia la plaza del mercado, congregó a una gran multitud en torno a él y repitió a voz en cuello el sagrado «mantra», para que lo oyeran todos.

Los discípulos se lo contaron más tarde al guru y pidieron que aquel individuo fuera expulsado del monasterio, por desobediente.

El guru sonrió y dijo: «No necesita nada de cuanto yo pueda enseñarle. Con su acción ha demostrado ser un guru con todas las de la ley.»

 

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Cuando Buda emprendió su búsqueda espiritual, se dedicó a practicar innumerables austeridades.

Un buen día acertaron a pasar dos músicos junto al árbol bajo el que estaba él sentado haciendo meditación. Y uno de ellos le decía al otro: «No tenses demasiado las cuerdas de tu cítara, o se romperán. No las dejes demasiado flojas, o no producirán música. Procura dar con el término medio.»

Aquellas palabras produjeron tal impacto en Buda que revolucionaron toda su manera de ver la espiritualidad.

Estaba convencido de que habían sido pronunciadas para él, y desde aquel instante renunció a todos sus rigores y emprendió un camino fácil y liviano: el de la moderación. De hecho, su método de acceder a la iluminación se conoce con el nombre de «vía media».

 

***

 

Érase una vez un hombre muy austero que no ingería alimentos ni bebida mientras el sol no se hubiera ocultado. Un buen día ocurrió algo que le pareció ser un signo de que el cielo aprobaba sus austeridades: en lo alto de una montaña cercana, una estrella singularmente brillante se dejaba ver a plena luz del día, aunque nadie sabía quién la había puesto allí.

El hombre decidió subir a la montaña, y una niña de la aldea insistió en acompañarle. El día era caluroso, y no tardaron ambos en sentir sed. El animó a la niña a que bebiera, pero ella le dijo que no lo haría si no bebía también él. El pobre hombre se vio en un dilema: aborrecía la idea de romper su ayuno, pero también detestaba ver a la niña padeciendo sed. Al fin, se decidió a beber, y la niña hizo lo mismo.

Durante un buen rato, no se atrevió a levantar la vista al cielo, porque temía que la estrella hubiera desaparecido. Imagínese su sorpresa cuando, al decidirse por fin a mirar hacia arriba, vio que había dos estrellas resplandeciendo en lo alto de la montaña.

 

***

 

Naturaleza humana

Los seres humanos reaccionan no frente a la realidad, sino frente a las ideas que tienen en su mente...

Un grupo de turistas había quedado aislado en un lugar desértico y, como no tenían más víveres que unas latas de conserva cuyo plazo de caducidad ya había expirado, decidieron dárselos a probar antes a un perro, el cual pareció comerlos con gusto y no padecer ningún tipo de efectos.

Pero al día siguiente se enteraron de que el perro había muerto, y todo el mundo fue presa del pánico. Muchos comenzaron a vomitar y a quejarse de fiebre y disentería.

Consiguieron hacerse con los servicios de un médico para que tratara a las víctimas del envenenamiento. El médico quiso saber qué le había ocurrido exactamente al perro, para lo cual se hicieron las debidas pesquisas. Y un vecino del lugar, que lo había visto casualmente, dijo: «¡Ah!, ¿el perro? Anoche fue atropellado por un automóvil»

 

***

 

La Peste se dirigía a Damasco y pasó velozmente junto a la tienda del jefe de una caravana en el desierto.

“¿Adónde vas tan deprisa?», le preguntó el jefe.

«A Damasco. Pienso cobrarme un millar de vidas.»

De regreso de Damasco, la Peste pasó de nuevo junto a la caravana. Entonces le dijo el jefe: “¡Ya sé que te has cobrado 50.000 vidas, no el millar que me habías dicho!»

"No», le respondió la Peste. "Yo sólo me he cobrado mil vidas. El resto se las ha llevado el Miedo.»

 

***

 

Lo que los seres humanos ven no es lo que hay, sino lo que les han enseñado a ver.

Tommy acababa de regresar de la playa.

“¿Había más niños bañándose?», le preguntó su madre.

"Sí», respondió Tommy.

“¿Niños o niñas?»

“¿y cómo quieres que lo sepa? No llevaban ropa.»

 

***

 

La cultura y las circunstancias

les hacen vivir una «existencia de ascensor”

La impaciente y arrogante viuda pulsó el botón de llamada del ascensor y se puso furiosa, porque éste no apareció al instante.

Cuando, al fin, lo hizo, le rugió al ascensorista: «¿Dónde demonios estaba usted?»

"Señora, ¿dónde quería usted que estuviera con un ascensor?»

 

***

 

Los muros que les aprisionan son mentales, no reales.

Un oso recorría constantemente, arriba y abajo, los seis metros de largo de su jaula.

Cuando, al cabo de cinco años, quitaron la jaula, el oso siguió recorriendo arriba y abajo los mismos seis metros, como si aún estuviera en la jaula. Y lo estaba... para él.

 

***

 

Dos hombres de andar vacilante esperaban impacientes, a última hora de la noche, en la estación de autobuses, mucho después de que éstos hubieran dejado de circular.

Debido a su intoxicación etílica, tardaron un par de horas en enterarse de que el último autobús había salido hacía ya mucho tiempo. Y al ver una serie de autobuses estacionados en el aparcamiento, decidieron «tomar prestado» uno de ellos para ir a casa.

Pero, para su decepción, no pudieron encontrar el autobús que buscaban. «¿Será posible?», dijo uno de ellos. ..¡Entre los cien autobuses no hay ni uno solo de la línea 36!»

«¡No te preocupes!», le dijo el otro. ..Nos llevamos un 22 hasta la última parada, y desde allí hacemos a pie los tres últimos kilómetros.»

 

***

 

Lo que los seres humanos aman u odian no es la esencia de las cosas o de las personas, sino únicamente su aspecto.

Un muchacho había contraído lo que propiamente podría llamarse una «bocadillofobia». Cada vez que veía un bocadillo, se echaba a temblar y a gritar de miedo. Su madre estaba tan preocupada que llevó al chico a que lo viera un terapeuta, el cual le dijo: «Es una fobia fácil de eliminar. Llévese al muchacho a casa y oblíguele a ver, de principio a fin, cómo hace usted un bocadillo. Ello hará que se desvanezcan todas sus estúpidas ideas acerca de los bocadillos, y dejará de temblar y de chillar.»

Y eso fue exactamente lo que hizo la madre. Tomó en sus manos dos rebanadas de pan y le preguntó a su hijo: «¿Te da miedo esto?» «No», respondió el muchacho. Luego le mostró la mantequilla y le hizo la misma pregunta, y el muchacho volvió a dar la misma respuesta. A continuación le hizo ver cómo extendía la mantequilla sobre el pan y le mostró después unas hojas de lechuga. Le volvió a preguntar si aquello le daba miedo, y él volvió a responder que no. Ella puso la lechuga encima del pan, tomó unas rodajas de tomate y repitió nuevamente la pregunta, obteniendo la misma respuesta. Puso el tomate encima de la lechuga y, después de comprobar que tampoco la loncha de jamón le producía miedo, puso ésta encima de las rodajas de tomate.

Entonces tomó con una mano la rebanada de pan con la lechuga, el tomate y el jamón, y con la otra mano tomó la otra rebanada; se lo mostró todo y vio que seguía sin sentir miedo.

Pero en el momento en que lo juntó todo y formó el bocadillo, el muchacho empezó a gritar: ..¡Bocadillo! ¡Bocadillo!», y se echó a temblar aterrorizado.

Un joven ciego de nacimiento se enamoró de una muchacha. Todo iba estupendamente, hasta que un amigo le dijo que la muchacha no era precisamente una belleza. Yen aquel instante perdió todo interés por ella. ¡Qué absurdo! La había estado «viendo» perfectamente. ¡El ciego era su amigo!

 

***

 

Si te fijas en lo que se suele llamar «comportamiento libre y responsable», probablemente descubras que no se trata de una acción consciente, sino de un movimiento mecánico...

Se cuenta que, cuando ardió la Gran Biblioteca de Alejandría, sólo se salvó un libro. Un libro corriente y vulgar, sin ningún interés, que fue vendido por muy poco precio a un pobre hombre que apenas sabía leer.

Pero aquel libro, aparentemente carente de todo interés, probablemente era el libro más valioso del mundo, porque en la parte interior de su contracubierta alguien había escrito apresuradamente, con grandes letras redondas, una serie de frases que encerraban el secreto de la Piedra Filosofal (un minúsculo guijarro capaz de convertir en oro todo lo que tocaba).

Allí se afirmaba que aquella inestimable piedrecilla se hallaba en algún lugar de la ribera del Mar Negro, entre otros miles de pequeñas piedras exactamente iguales en todo, excepto en una cosa: mientras que todas las demás piedras eran frías al tacto, sólo aquella piedra estaba caliente, como si tuviera vida. El hombre que compró el libro se felicitó por su buena suerte, vendió todo cuanto poseía, pidió prestada una considerable suma de dinero para poder vivir todo un año y partió hacia el Mar Negro, donde plantó su tienda y emprendió la laboriosa tarea de buscar la Piedra Filosofal.

y procedió del siguiente modo: tomaba una piedra del suelo; si estaba fría al tacto, no volvía a arrojarla en la orilla, porque, de haberlo hecho, podría tomar la misma piedra docenas de veces y sentir siempre su frío tacto; lo que hacía era arrojarla al mar. De manera que todos los días pasaba horas y más horas sin cejar en su paciente esfuerzo: tomaba una piedra, notaba que estaba fría y la arrojaba al mar; tomaba otra piedra... y así sucesiva e interminablemente.

Pasó una semana, un mes, diez meses, un año entero haciendo lo mismo. Entonces pidió prestado algo más de dinero y siguió con su tarea otros dos años. Una y otra vez, sin parar, tomaba una piedra, notaba que estaba fría y la arrojaba al mar. Y así una hora tras otra, día tras día, semana tras semana... ¡y la Piedra Filosofal sin aparecer!

Una tarde recogió una piedra del suelo, y era caliente al tacto; y, debido a la fuerza de la costumbre... Ha arrojó al Mar Negro!

 

***

 

...y de reacciones programadas.

Un científico se había pasado diez años investigando la posibilidad de transformar el agua en petróleo. Estaba convencido de que todo lo que necesitaba para llevar a cabo la deseada transformación era una sola sustancia; pero, por más que lo intentó, la fórmula se le resistía.

Un día se enteró de que en las montañas del Tibet vivía un Lama que lo sabía todo y podía revelarle la fórmula que andaba buscando.

Pero tenía que cumplir tres condiciones: debería viajar hasta allí completamente solo, y el viaje era muy peligroso; debería ir a pie, y el viaje era largo y penoso; y, si conseguía llegar hasta el Lama, no podría hacerle más que una sola pregunta.

Le llevó una serie de largos y penosos meses cumplir las dos primeras condiciones. Y cuando logró llegar a presencia del Lama, se llevó la sorpresa de su vida al comprobar que se trataba no de un anciano con barba y lleno de arrugas, sino de una joven y atractiva mujer, mucho más hermosa que cuanto él habría podido imaginar.

Ella le sonrió dulcemente y, con una voz que a él le pareció celestial, le dijo: «¡Enhorabuena, viajero! Has logrado llegar a esta verdadera fortaleza. Ahora dime: ¿cuál es tu pregunta?»

Y, para su propia sorpresa, el científico se oyó a sí mismo decir: «Señora, ¿puedo saber si está usted casada?»

 

***

 

En lugar de tocar la realidad, responden a estereotipos...

En la cena de clausura de un congreso internacional, un delegado norteamericano se volvió hacia el delegado chino, que estaba sentado junto a él, señaló la sopa con el dedo y le preguntó con un cierto aire de superioridad: “¿Gustal sopa?» El chino asintió amable y ceremoniosamente.

Posteriormente, a lo largo de la cena, seguiría preguntándole: “¿Gustal pescado?», “¿gustal calne?», "gustal fluta?”… y la respuesta, invariablemente, consistía en un gesto de afable asentimiento.

Al final de la cena, el presidente del congreso presentó al conferenciante especialmente invitado para la ocasión, que no era otro sino el chino de marras, el cual pronunció un agudo e ingenioso discurso en un impecable inglés, para asombro de su compañero de mesa.

Finalizada la alocución, el conferenciante se dirigió al americano y, con una maliciosa sonrisa en sus ojos, le preguntó: “¿Gustal disculso?»

 

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…O a principios rígidos...

Dos cazadores se vieron mutuamente implicados en un pleito. Uno de ellos le preguntó a su abogado si no sería una buena idea enviarle al juez unas perdices. El abogado se mostró horrorizado: «Este juez se enorgullece de su incorruptibilidad», le dijo. «Un gesto como ése produciría justamente el efecto contrario del que usted pretende.»

Una vez concluido -y ganado- el proceso, el hombre invitó a su abogado a cenar y le agradeció el consejo referente a las perdices: «¿Sabe usted?», le dijo, «al final acabé enviando las perdices al juez... bajo el nombre de nuestro oponente.»

La indignación moral puede cegar

tanto como la venalidad.

 

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…O a simples apariencias...

Una niña acompañó a su padre a la Casa Blanca a ver al Presidente Lincoln, de quien le habían dicho que no era precisamente un dechado de hermosura.

Lincoln sentó a la niña sobre sus rodillas y estuvo charlando con ella un buen rato, con su proverbial afabilidad y talante festivo. De pronto, la niña le gritó a su padre: «¡Papi, no es verdad que sea feo! ¡Es francamente guapo!»

 

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Un niño negro contemplaba extasiado al vendedor de globos en la feria, el cual era, evidentemente, un excelente vendedor: en un determinado momento, soltó un globo rojo, que se elevó por los aires, atrayendo a una multitud de posibles jóvenes clientes.

Luego soltó un globo azul, después uno amarillo, a continuación un globo blanco... Todos ellos remontaron el vuelo hacia el cielo hasta que desaparecieron. El niño negro, sin embargo, no dejaba de mirar un globo negro que el vendedor no soltaba en ningún momento. Finalmente, le preguntó: "Señor, si soltara usted el globo negro, ¿subiría tan alto como los demás?»

El vendedor sonrió comprensivamente al niño, soltó el cordel con que tenía sujeto el globo negro y, mientras éste se elevaba hacia lo alto, dijo: "No es el color lo que hace subir, hijo. Es lo que hay dentro.»

 

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…O a etiquetas...

Isaac Goldstein se encontró con un primo suyo en una calle de Nueva York.

«¿Qué es de tu vida?», le preguntó.

«¿No te has enterado?», le preguntó a su vez su primo. «Soy socio de la firma Goldstein & Murphy.»

«¿Goldstein & Murphy? ¡Es verdaderamente fantástico este país: gentes de tan diferentes procedencias que se asocian para hacer negocios...! De todos modos, debo confesarte que me he llevado una sorpresa...»

«¿A eso lo llamas una sorpresa? Pues tengo para ti una sorpresa aún mayor: ¡yo soy Murphy!»

 

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Una delegación de trabajadores soviéticos visitaba una fábrica en Detroit. En un determinado momento, el jefe del grupo preguntó al capataz de la fábrica cuántas horas trabajaba a la semana un trabajador norteamericano.

«Cuarenta», respondió el capataz.

El soviético hizo un gesto de sorpresa y dijo: «En mi país, el trabajador medio hace unas sesenta horas a la semana.»

«¿Sesenta horas?», exclamó el capataz. «¡Ni en sueños conseguiría usted que estos hombres trabajaran todo ese tiempo! ¡Son un hatajo de comunistas!»

 

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…aunque a veces, de todos modos...

Un hombre acudió a su párroco y le dijo: «Ayer murió mi perro, Padre, y querría ofrecer una misa por su eterno descanso.»

El párroco respondió escandalizado: «¡Nosotros no ofrecemos misas por los animales! Inténtelo en la iglesia de los protestantes que hay en la esquina. Es probable que ellos quieran rezar por su perro...»

«La verdad es que le tenía un enorme cariño», dijo el feligrés, «y me gustaría ofrecerle una despedida decente. Pero, claro, no sé lo que se acostumbra a dar en estos casos... ¿Cree usted que bastará con quinientos dólares?»

«¡Un momento!», dijo el párroco. «¡No me había dicho usted que su perro era católico!»

 

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Los seres humanos se enorgullecen

 de su capacidad de razonamiento...

y luego tratan de demostrarlo

de las más asombrosas maneras.

Un Gobernador, visitando la penitenciaría del estado, hablaba con un vagabundo que había solicitado el indulto.

“¿Qué es lo que tiene usted contra este lugar? Seguramente no ha disfrutado usted nunca de tantas comodidades, ¿no es así?»

"Sí, señor», respondió el otro. "Pero, aun así, me gustaría salir de aquí.»

“¿Acaso no le dan bien de comer?»

"Por supuesto que sí, pero no se trata de eso.»

"Pues ¿de qué se trata?»

"Verá, señor, no tengo más que una objeción contra este lugar: la reputación que tiene en todo el estado.»

 

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En una pequeña ciudad, un periodista estaba haciendo una encuesta acerca de lo que la gente pensaba del alcalde.

«Es un mentiroso y un tramposo», respondió el empleado de la gasolinera.

«Es un asno pomposo», contestó el maestro de la escuela.

«Jamás en mi vida he votado por él», declaró el farmacéutico.

«Es el político más corrupto que he visto en mi vida», dijo el barbero.

Cuando, finalmente, el periodista se encontró con el alcalde, le preguntó qué sueldo cobraba por su cargo.

«¡Cielos, si yo no recibo sueldo alguno!», le dijo el alcalde.

«Entonces, ¿por qué aceptó el cargo?»

«Por el honor que supone.»

 

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Un hombre apoyado en la barra del bar se volvió hacia un desconocido que se encontraba sentado junto a él y le dijo: ..Francamente, no lo entiendo. Sólo me hace falta una

copa, una sola copa, para emborracharme.»

“¿De veras? ¿Una sola copa?»

“Una sola, de veras. Y, por lo general, es la octava.»

 

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En una calle de Las Vegas, un individuo se acercó a un tipo elegantemente vestido y le dijo: “¿Podría usted dejarme veinticinco dólares, señor? Llevo dos días sin comer y no tengo dónde dormir.»

“¿Y cómo sé que no se va a gastar el dinero en un casino?»

“¡Ah, eso sí que no!», le dijo el otro.” ”El dinero para jugar ya lo tengo reservado.»

 

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Una pareja se preguntaba cómo podría deshacerse de cinco preciosos cachorrillos que acababa de parir su perra. El hombre recorrió en coche toda la ciudad tratando de regalarlos, pero nadie los quería.

Entonces acudieron a la emisora local para que anunciaran que estaban dispuestos a regalar unos cachorros con «pedigree” Pero fue inútil: a nadie parecía interesarle.

Al fin, un vecino les dio un valioso consejo. Regresaron a la emisora y anunciaron por la radio que vendían los cachorros a veinticinco dólares cada uno. Antes de que acabara el día habían vendido los cinco cachorros.

 

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Dos presuntos compradores andaban mirando los vehículos puestos a la venta en una exposición de coches usados. Se les acerca un dependiente y empieza a soltarles el pertinente rollo; entonces uno de ellos le enseña una cartulina donde dice: «Lo sentimos, pero somos sordomudos».

El dependiente saca una libreta y les explica por escrito las innumerables ventajas de cualquier coche por el que ellos manifiestan tener algún interés. Finalmente, se deciden por un pequeño y bien conservado Volkswagen.

Se suben a él para probarlo, dan una vuelta a la manzana y parecen tan complacidos que se diría que la venta ya está hecha. Pero, al regresar junto al vendedor, ambos menean la cabeza con énfasis dando a entender que no les convence.

El vendedor escribe a toda prisa en la libreta: «¿Por qué? ¿Qué es lo que no les gusta?»

Uno de ellos toma la libreta y escribe: «¡No tiene radio!»

 

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Al regresar un hombre a su aldea natal por primera vez en muchos años, uno de los vecinos le dijo: «Supongo que sabrás que el viejo Smith perdió su granja...»

«No, no lo sabía. ¿Qué sucedió?»

«Pues resulta que un día se le metió en la cabeza la idea de que la cerca de su vecino estaba dos metros dentro de sus tierras. Se obsesionó con el asunto y acabó yendo a un abogado y le dijo que pensaba que aquello era una usurpación. Bueno, pues el abogado pensó lo mismo.»

Dice Voltaire: «Sólo me he arruinado en dos ocasiones: la primera, una vez que perdí un pleito; la segunda, una vez que gané otro pleito.»

 

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Es verdaderamente asombroso

ver cómo los seres humanos emplean su imaginación...

«Si alguna vez vuelves a casarte o te buscas una amante después de que yo haya muerto, volveré y te amargaré la existencia»~ le dijo a su marido una mujer agonizante.

De modo que cuando, unos meses después de que falleciera su mujer, se enamoró de otra, le horrorizó, aunque no le sorprendió, comprobar que el espíritu de la difunta entraba aquella noche en la casa y le reprochaba amargamente su infidelidad.

Aquello se repitió noche tras noche, hasta que, no pudiendo soportarlo más, fue a consultar con un Maestro Zen, el cual le dijo: «Qué es lo que te hace pensar que se trata de un espíritu?»

«El hecho de que sabe perfectamente y es capaz de describirme la más mínima cosa que yo haya podido decir, hacer, pensar o sentir.»

El Maestro le entregó una bolsa llena de granos de soja y le dijo: «Asegúrate de que nadie abre esta bolsa y, cuando ella se te aparezca esta noche, pregúntale cuántos granos de soja contiene la bolsa.»

Cuando, aquella noche, el hombre le hizo la pregunta al espíritu, éste salió huyendo y nunca más volvió. «¿Por qué?», le preguntaría más tarde al Maestro.

El Maestro sonrió y dijo: «¿No te parece extraño que tu famoso espíritu supiera únicamente lo que tú sabías?»

 

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En la vieja Rusia, un hombre llevó consigo a su mujer al bosque, se suponía que para cazar lobos. Pero, cuando llegaron los lobos, él salió huyendo y abandonó a su mujer. A la mañana siguiente puso una corona mortuoria en la puerta de su casa y se vistió de luto..., aunque no por mucho tiempo, porque tenía una amante con la que se casó seis meses después.

La noche de bodas se le apareció su primera mujer gritando: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!» Y, para su asombro, comprobó que su nueva mujer no había visto ni oído nada. La primera mujer regresaba todas las noches pidiendo socorro, hasta que el hombre no pudo soportarlo. Una noche tomó su escopeta y echó a correr detrás de su ex-mujer con intención de matarla por segunda vez. Ella se metió en el bosque, y él la siguió, pero tropezó y perdió la escopeta. En aquel momento aparecieron los lobos, se le echaron encima y pusieron fin a su vida.

 

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…y sus emociones...

En un vagón-restaurante, un pasajero estaba encargando la cena al camarero. «De postre», dijo, «tomaré pastelillos y helado».

El camarero le dijo que no tenían pastelillos. El hombre explotó: «¿Cómo dice? ¿Que no tienen pastelillos? ¡Es absurdo! Soy uno de los mejores clientes de este ferrocarril. Todos los años organizo viajes para millares de turistas y envío cientos de toneladas de mercancías... Y cuando a mí personalmente se me ocurre viajar en el tren, ¡resulta que no puedo conseguir algo tan simple como unos pastelillos! ¡Me va a oír el presidente de la compañía!»

El «chef», que lo había oído, llamó aparte al camarero y le dijo: «Podemos conseguirle pastelillos en la próxima parada.»

Y, justo después de la mencionada parada, el camarero se acercó al enojado caballero y le dijo: «Me satisface informarle, señor, de que nuestro "chef" ha preparado estos pastelillos especialmente para usted y espera que le gusten. Además, nos gustaría invitarle a una copa de este brandy de setenta y cinco años. Es obsequio de la casa.»

El pasajero arrojó su servilleta encima de la mesa, levantó un puño y gritó: «¡Al diablo con los pastelillos! ¡Prefiero estar furioso!»

…(¡qué vacías estarían nuestras vidas si no tuviéramos de qué ofendemos}...

 

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Aquel hombre era un cliente habitual, y la dirección hacía todo lo posible por complacerle. Por eso, cuando un día se quejó de que sólo le habían dado una rebanada de pan con la comida, el camarero se apresuró a llevarle otras cuatro.

«Está bien», dijo, «pero no crea que es suficiente. Me gusta el pan, y me gusta en cantidad.»

De modo que la siguiente noche que fue a cenar le dieron una docena de rebanadas. «No está mal», dijo, «pero sigue usted mostrándose un tanto frugal, ¿no cree?»

Ni siquiera una cesta llena de pan consiguió, la noche siguiente, acallar sus quejas.

De modo que el dueño decidió darle una lección. Encargó especialmente para él una gigantesca rebanada de pan de dos metros de largo por uno de ancho, y él mismo en persona, con la ayuda de dos camareros, se la llevó, la puso sobre una mesa supletoria y esperó su reacción.

El hombre, tras mirar con verdadera furia la gigantesca rebanada, se encaró con el dueño y le dijo: «¡Así que volvemos a las andadas!, ¿eh? ¡Una sola rebanada!»

…{encender una vela es bueno, pero maldecir de la oscuridad es divertido)...

 

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Un ex-convicto de un campo de concentración nazi fue a visitar a un amigo que había compartido con él tan penosa experiencia.

«¿Has olvidado ya a los nazis?», le preguntó a su amigo.

«Sí.»

«Pues yo no. Aún sigo odiándolos con toda mi alma.»

«Entonces», le dijo apaciblemente su amigo, «aún siguen teniéndote prisionero.»

…(nuestros enemigos no son los que nos odian, sino aquellos a quienes nosotros odiamos)...

 

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…y qué orgullosos se sienten,

en general por motivos equivocados...,

Los amigos del compositor George Gershwin trataban de hacer entender al padre de éste que la «Rhapsody in BIue» era la obra de un auténtico genio.

«Por supuesto que sí», dijo el anciano. «Según creo, dura quince minutos, ¿no es así?»

 

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…de sus propios logros.

En un lugar del trópico, un misionero decidió impresionar a sus feligreses llevando consigo a algunos de ellos a dar una vuelta en un avión. El aparato voló por encima de las aldeas, las colinas, los bosques y los ríos de la región. De vez en cuando, los pasajeros miraban por la ventanilla, pero en general no parecían estar demasiado impresionados.

De regreso a tierra, descendieron todos del avión sin hacer el más mínimo comentario. El misionero, ansioso de obtener alguna reacción, exclamó: “¿No ha sido maravilloso? ¡Es fantástico lo que los seres humanos pueden conseguir! ¡Hemos estado allá arriba, en el cielo, por encima de las casas, de los árboles y de las montañas, contemplando la tierra!»

El grupo escuchaba impasible. Al fin, el cabecilla del mismo dijo: "También los insectos lo hacen.»

«Y, lo que es aún más, ¡son felices!»

Después de varios miles de años,

hemos avanzado tanto que por las noches cerramos a cal y canto puertas y ventanas, mientras los «nativos», menos avanzados, duermen en sus chozas totalmente abiertas.

 

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«¡Cuánto lo siento!», dijo el psicólogo a su paciente, « Yo puedo ayudarle a cambiar su comportamiento, pero la Naturaleza se toma su tiempo y sigue su propio ritmo...

El capitán de un submarino, con el fin de probar la eficacia del personal de la sala de máquinas, dio la orden de avanzar a la máxima velocidad, y luego mandó de pronto efectuar una parada de emergencia. Sus órdenes fueron obedecidas al instante.

Se encendió el sistema de megafonía y se oyó su voz: «Les habla el capitán. Mi enhorabuena a la sala de máquinas. Han detenido el barco en 55,05 segundos exactamente.»

Casi inmediatamente después sonó estentórea otra voz: ..Les habla el cocinero. El barco se habrá detenido, pero los filetes con patatas se han ido a hacer puñetas. ¡Esta noche, cena fría para todos!»

 

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…Además, en realidad no puedo resolver su problema...

El principal ejecutivo de una gran compañía estaba verdaderamente admirado de su propia salud y de sus energías. Sin embargo, padecía una embarazosa debilidad: siempre que entraba en el despacho del presidente para presentarle su informe semanal, ¡se mojaba los pantalones!

El presidente, un tipo bastante comprensivo, le aconsejó que fuera a ver a un especialista. Cuando, a la semana siguiente, se presentó de nuevo en el despacho del presidente, se volvió a mojar los pantalones. ..¿No fue usted a ver al especialista?., le preguntó.

“Sí, pero no estaba. Entonces fui a ver a un psicólogo, y estoy curado: ¡ya no me siento violento!»

 

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…Tan sólo puedo cambiarlo por otro...

Poco después de concluida la Segunda Guerra Mundial, un conductor de autobús londinense observó la presencia de un pasajero que llevaba un enorme paquete sobre sus rodillas.

“¿Qué lleva usted ahí?", le preguntó.

"Una bomba sin explotar que cayó cerca de mi casa. La llevo a la comisaría."

“¡Santo Dios! ¡No debería llevar algo así sobre sus rodillas! ¡Será mejor que lo ponga debajo del asiento!"

(La solución a un problema cambia el problema).

 

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…O agravar el que usted tiene.»

El psicólogo a su paciente: "De manera que llevo diez años tratándole a usted de un complejo de culpabilidad, ¿y todavía se siente usted culpable por semejante tontería? ¡Debería usted avergonzarse de sí mismo!"

 

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Un individuo acudió al psiquiatra, el cual le diagnosticó que padecía de adicción al trabajo. Y el tipo tuvo que buscar un segundo empleo para poder pagar la terapia.

 

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Dos niños se encuentran en la calle.

“¿Cuántos años tienes?»

"Cinco. ¿y tú?»

"No lo sé.»

 “¿No sabes cuántos años tienes?,.

"No.,.

“¿Te preocupan las mujeres?,.

"No.”

«Tienes cuatro años."

 

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Un periodista recibió el encargo de recabar la opinión del hombre de la calle acerca de la mujer moderna. La primera persona a la que abordó era un hombre que acababa de cumplir ciento tres años.

«Me temo, hijo, que no voy a serle de mucha ayuda, le dijo apesadumbrado el anciano. «¡Dejé de pensar en las mujeres hace casi dos años!,.

 

***

 

Relaciones

El diálogo es el alma de toda relación. Desgraciadamente, los obstáculos al diálogo son muchos, pero son pocos los que los superan.

Habríamos dado un gran paso si, ante todo, habláramos menos y escucháramos más,...

El Presidente Theodore Roosevelt sentía verdadera pasión por la caza mayor y, cuando supo que un famoso cazador inglés estaba en los Estados Unidos, le invitó a la Casa

Blanca con la esperanza de que le revelara algunos de sus secretos cinegéticos.

Tras permanecer reunidos ellos dos solos durante dos horas, sin que nadie les molestara, el inglés salió un tanto aturdido.

«¿Qué le ha dicho usted al Presidente?», le preguntó un periodista.

«Le he dicho mi nombre», respondió el visitante, completamente exhausto.

 

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Cuando Calvin Coolidge era Presidente de los Estados Unidos, tenía que ver cada día a docenas de personas, la mayoría de las cuales le presentaban quejas de uno u otro tipo.

Un día, una de esas personas, concretamente un Gobernador, le dijo al Presidente que no comprendía cómo era capaz de entrevistarse con tantas personas en el espacio de unas pocas horas.

"Usted», le decía el Gobernador, "ha despachado a todos sus visitantes cuando llega la hora de cenar, mientras que a mí me suelen dar las tantas en mi despacho...»

"Sí», le dijo Coolidge. «Eso le pasa porque usted habla.»

 

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…nos abstuviéramos de pretender saber de antemano de qué está hablando el otro...

Un muchacho de catorce años dijo durante la cena que le habían escogido para explicar la lección a sus compañeros de clase al día siguiente. Su padre, que era un experto en métodos de instrucción militar, aprovechó la ocasión para hacer que su hijo se beneficiara de su propia preparación y experiencia.

« Te diré cómo procedemos en el ejército, hijo», empezó diciendo. «Ante todo, nosotros escogemos los objetivos en función de la acción, la situación y el nivel de realización. Ahora bien, has de decidir de antemano qué ACCION pretendes que realicen tus alumnos, en qué SITUACION quieres que la realicen y, finalmente, con qué PERFECCION deseas que la realicen. Recuerda siempre que toda educación debe estar orientada a la realización, realización y realización.»

El muchacho no parecía estar muy impresionado. Lo único que dijo fue: «No funcionará, papá.»

«¡Por supuesto que sí! ¡Siempre funciona! ¿Por qué no va a funcionar?»

«Porque tengo que dar una clase sobre sexualidad», dijo el muchacho.

…y qué es lo que el otro desea...

 

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Había dos camiones pegados el uno al otro por su parte trasera, y un camionero, con un pie en cada camión, intentaba denodadamente mover un enorme cajón.

Pasó por allí otro individuo que, al ver la apurada situación del camionero, se ofreció voluntariamente a ayudarle. Al cabo de más de media hora de inútiles esfuerzos, ambos estaban sudorosos y de un humor de mil demonios.

«Me temo que es inútil», dijo el voluntario sin resuello. “¡Nunca conseguiremos sacarlo de este maldito camión!»

“¿Sacarlo?», bramó el camionero. “¡Santo Dios! ¡Yo no quiero sacarlo! ¡Quiero echarlo más adentro!»

 

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…y no reaccionáramos en función de lo que suponemos que el otro ha dicho...

El borracho del pueblo, con un periódico en la mano, se acercó tambaleando al cura y le saludó con toda cortesía. El cura, un tanto molesto, ignoró su saludo, porque el tipo venía bastante «colocado”

Pero se había acercado a él con un propósito: «Usted perdone, padre», le dijo, «¿podría usted decir me qué es lo que produce la artritis?» El cura hizo como que no le oía.

Pero cuando el otro repitió la pregunta, el cura se volvió enojado hacia él y le gritó: «¡La bebida produce la artritis! ¡El juego produce la artritis! ¡El ir detrás de las mujeres produce la artritis! ¡Todo eso produce la artritis...!» Y sólo después de unos instantes, ya demasiado tarde, le inquirió: “¿Por qué me lo preguntas?"

"Porque aquí, en el periódico, dice que es eso lo que padece el Papa."

 

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…ni diéramos por supuesto que sabemos de lo que el otro está hablando...

El dueño de un almacén oyó cómo uno de sus dependientes le decía a una clienta: «No, señora, ya hace bastantes semanas que no la tenemos, y no parece que vayamos a tenerla en unos cuantos días...»

Horrorizado por lo que había oído, el dueño se precipitó hacia la clienta cuando ésta se disponía a salir, y le dijo: «Disculpe usted al dependiente, señora. Por supuesto que la tendremos muy pronto. De hecho, hemos cursado un pedido hace un par de semanas...»

Luego se llevó aparte al dependiente y le regañó: «¡Nunca jamás se le ocurra decir que no tenemos algo! ¡Si no lo tenemos, diga que lo hemos pedido y que lo estamos esperando! Y ahora dígame: ¿qué es lo que quería esa señora?»

«Lluvia», respondió el dependiente.

 

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…ni diéramos nuestra propia interpretación a las palabras del otro...

Un periodista estaba entrevistando a una señora que acababa de cumplir cien años. Ella parecía ser una persona extraordinariamente vivaz, encantada de recordar su pasado. Había conocido la época de las diligencias y la de los aviones supersónicos, y parecía dispuesta a describir toda su vida.

Cuando la entrevista hubo terminado, todavía parecía deseosa de seguir hablando, de modo que el periodista le hizo a bote pronto una pregunta para que la conversación no cesara: «¿Ha estado usted alguna vez en cama?»

«¡Oh, querido, claro que sí1», dijo ella ligeramente ruborizada, «docenas de veces. ¡E incluso dos veces en un pajar!»

 

***

 

…Pero, por desgracia, frecuentemente ni siquiera oímos lo que el otro está diciendo...

Una pareja celebraba sus bodas de oro, y estuvieron todo el día de fiesta, celebrándolo con cantidad de familiares y amigos que acudieron a felicitarles. Por eso se sintieron aliviados cuando, al anochecer, pudieron quedarse solos en el porche contemplando la puesta del sol y descansando del ajetreo de todo el día.

En un determinado momento, el anciano se quedó mirando afectuosamente a su mujer y le dijo: ..Querida, estoy orgulloso de ti.»

“¿Qué has dicho?», preguntó la anciana. “Ya sabes que soy un poco dura de oído. Habla más alto.»

“¡Estoy orgulloso de ti!»

“Me parece muy lógico», dijo ella con un gesto despectivo. “También yo estoy harta de ti.»

La perfecta escucha consiste en escuchar no tanto a los demás cuanto a uno mismo. La perfecta visión consiste en mirar no tanto a los demás cuanto a uno mismo.

Porque nunca comprenderán a los demás quienes no se han escuchado a sí mismos; ni podrán ver la realidad de los demás quienes no se han explorado a sí mismos. El perfecto oyente te escucha aunque no digas nada.

La mujer al marido, absorto en el periódico: ..No necesitas tomarte la molestia de seguir gruñendo: "sí, querida", "no, querida” Hace diez minutos que he dejado de hablar.»

 

***

 

…y casi nunca hablamos acerca de lo mismo...

«Querido», dijo la mujer, «siento verdadera vergüenza de cómo vivimos. Mi padre nos paga la renta de la casa; mi hermano nos manda comida y dinero para ropa; mi tío nos paga las facturas del agua y de la luz; y nuestros amigos nos regalan entradas para el teatro. La verdad es que no me quejo, pero sí creo que podríamos hacerlo mejor...»

«Naturalmente que podemos», dijo el marido. «Precisamente llevo unos días pensando en ello: tienes un hermano y dos tíos que no nos dan ni un céntimo.»

…¿o sí?

 

***

 

La mujer de Nasrudin deseaba tener un animal doméstico que le hiciera compañía, de modo que se compró un mono.

A Nasrudin no le gustó demasiado. «¿Qué le vas a dar de comer?», preguntó.

"Exactamente lo mismo que comamos nosotros», respondió la mujer.

“¿y dónde va a dormir?»

"Con nosotros, en nuestra misma cama.»

«¿Con nosotros? ¿y qué pasa con el olor?»

"Si yo puedo soportado, supongo que el mono también podrá.»

 

***

 

La forma más segura de acabar con una relación: insistir en que las cosas se hagan a nuestro modo.

Johnny, un fuerte y robusto niño de tres años, hizo amistad con una enorme cabra llamada "Billy» que vivía en la casa de al lado. Todas las mañanas, Johnny recogía hierba y lechugas y se las daba a Billy para desayunar. Su amistad llegó a ser tan profunda que Johnny se pasaba las horas muertas en la agradable compañía de Billy.

Un día se le ocurrió a Johnny que un cambio de dieta le vendría bien a Billy. De modo que decidió llevarle berros, en lugar de lechuga. Billy mordisqueó los berros, decidió que no los quería y mostró ostensiblemente su rechazo. Johnny agarró entonces a Billy por uno de los cuernos y trató de obligarle a comer los berros. Billy se defendía embistiendo a Johnny, primero suavemente, y luego, ante la insistencia del niño, con tremenda energía, hasta el punto de que Johnny dio un traspié y cayó hacia atrás, golpeándose fuertemente en la espalda.

Johnny se sintió tan ofendido que, tras sacudirse la ropa, lanzó una feroz mirada a Billy y se largó, para nunca más volver. Algunos días más tarde, cuando su padre le preguntó por qué no pasaba ya a la casa de al lado para estar con Billy, Johnny respondió: "Porque me ha rechazado.»

 

***

 

Con demasiada frecuencia, vemos a las personas no como ellas son, sino como somos nosotros.

Una joven y activa mujer manifestaba unos inequívocos síntomas de «stress» y de excesiva tensión. El médico le recetó unos tranquilizantes y le dijo que volviera al cabo de dos semanas.

Cuando volvió, el médico le preguntó si había experimentado algún cambio. Y ella respondió: «No, ninguno. Pero sí he observado que los demás parecen bastante más relajados.»

 

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Una mujer se quejaba ante una amiga que había ido a verla de lo desaliñada y poco cuidadosa que era una vecina suya. «¡Tendrías que ver cómo lleva de sucios a los niños... y cómo tiene la casa! Es una auténtica desgracia tener que vivir con semejante vecindario... Echa una mirada a la ropa que tiene tendida en el patio: fíjate en las manchas negras que tienen esas sábanas y esas toallas...»

La amiga se acercó a la ventana, miró hacia fuera y dijo: «A mí me parece que esa ropa está perfectamente limpia, querida. Lo que tiene manchas son tus cristales.»

 

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Una mujer recibía clases de canto, y tenía una voz tan chillona y desapacible que un vecino, no pudiendo soportarlo más, consiguió armarse de valor, llamó a su puerta y, cuando ella salió, le dijo: «¡Señora, si no deja usted de cantar, creo que voy a volverme loco!»

«¿De qué está usted hablando?», dijo la mujer. «¡Dejé de cantar hace dos horas!»

¡Cuánto lo siento! No eres tú con quien me relaciono, sino con una imagen que tengo en mi mente.

 

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Samuel estaba muy triste, y no era para menos: su casero le había mandado dejar el piso, y no tenía adónde ir. De pronto se le ocurrió: ¡podría vivir con su buen amigo Moisés! La idea le proporcionó a Samuel un gran consuelo, hasta que le asaltó otro pensamiento: «¿Qué te hace estar tan seguro de que Moisés te va a dar cobijo en su casa?» «¿y por qué no?», se respondió el propio Samuel indignado. «A fin de cuentas, fui yo quien le proporcionó la casa en la que ahora vive, y fui también yo quien le adelantó el dinero para pagar la renta de los primeros seis meses. Lo menos que puede hacer es darme alojamiento durante una o dos semanas, mientras estoy en apuros...»

y así quedó la cosa hasta que, después de cenar, le asaltó de nuevo la duda: «Suponte que se negara...» «¿Negarse?», se respondió él mismo. «¿y por qué, si puede saberse, habría de negarse? Ese hombre me debe todo cuanto tiene: fui yo quien le proporcionó el trabajo que ahora tiene; y fui yo quien le presentó a su encantadora mujer, que le ha dado esos tres hijos de los que él se siente tan orgulloso. ¿y ese hombre va a negarme una habitación durante una semana? ¡imposible!”

y así quedó de nuevo la cosa hasta que, una vez en la cama, comprobó que no podía dormir, porque nuevamente le entró la duda: "Pero suponte -no es más que una suposición- que él llegara a negarse. ¿Qué pasaría?» Aquello fue ya demasiado para Samuel: "Pero ¿cómo demonios va a poder negarse?», se gritó a sí mismo, casi fuera de sí. "Si ese hombre está vivo, es gracias a mí: yo lo salvé de morir ahogado cuando era un niño. ¿y va a ser ahora tan desagradecido como para dejarme en la calle en pleno invierno?»

Pero la duda seguía carcomiéndole: "Suponte...» El pobre Samuel se debatió mientras pudo. Finalmente, hacia las dos de la mañana, saltó de la cama, se fue a casa de Moisés y se puso a tocar insistentemente el timbre, hasta que Moisés, medio dormido, abrió la puerta y exclamó asombrado: «¡Samuel! ¿Qué ocurre? ¿Qué haces aquí a estas horas de la noche?» Pero para entonces estaba Samuel tan enojado que no pudo impedir gritar: "¡Te diré lo que hago aquí a estas horas de la noche! ¡Si piensas que voy a pedirte que me admitas en tu casa ni siquiera un solo día, estás muy equivocado! ¡No quiero tener nada que ver contigo, ni con tu casa, ni con tu mujer, ni con tu condenada familia! ¡A la mierda todos vosotros!» Y, dicho esto, dio media vuelta, pegó un portazo y se marchó.

 

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La mayoría de las veces vemos a los demás con los anteojos de nuestras ideas preconcebidas.

El jefe: «Parece usted exhausta. ¿Qué le ha sucedido?»

La secretaria: «Bueno... No, será mejor que no se lo diga. No me creería usted...»

«¡Por supuesto que la creeré!»

«No, usted no me creería. Sé que no podría creerme...»

«Le aseguro que la voy a creer. ¡Se lo prometo!»

«En fin, se lo diré: hoy he trabajado demasiado.»

«¡No lo creo!»

 

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Un amigo le pidió a Nasrudin que le prestara una suma de dinero. Nasrudin estaba convencido de que el otro no se lo devolvería, pero, como no quería ofender a su amigo, y además se trataba de una pequeña suma, accedió a hacerle el préstamo. V, para su sorpresa, justamente una semana después de prestárselo, el amigo le devolvió el dinero.

Un mes más tarde, volvió a pedirle prestado, aunque esta vez se trataba de una suma algo mayor. Nasrudin se negó en redondo y, cuando el otro le preguntó el porqué, le dijo: «La otra vez no esperaba que me devolvieras el dinero, y me lo devolviste; esta vez espero que me lo devuelvas, y no voy a permitir que me engañes de nuevo.»

 

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La mayoría de las veces, los defectos que vemos en los demás son nuestros propios defectos.

«Perdone, señor», dijo un tímido estudiante, «pero no he sido capaz de descifrar lo que me escribió usted al margen en mi último examen...»

«Le decía que escribiera usted de un modo más legible», le replicó el profesor.

 

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«Querido», le dijo una mujer a su marido durante una fiesta, «sería mejor que no bebieras más. Ya estás empezando a parecer borroso.»

 

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Es verdaderamente infrecuente una relación en la que no se cultive la amistad del otro por lo que puede uno obtener de él.

«He oído que has roto con Tom. ¿Qué ha ocurrido?»

«Sencillamente, que mis sentimientos hacia él han cambiado. Eso es lo que ha ocurrido.»

«¿y piensas devolverle el anillo de compromiso?»

«¡Ah, no! ¡Mis sentimientos hacia el anillo no han cambiado!»

 

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Una joven llama por teléfono a la papelería: «¿Recuerda las participaciones de boda que le encargué la semana pasada? Bueno, pues quisiera saber si no es demasiado tarde para efectuar algunos cambios.»

«Dígame de qué se trata, señorita, y lo comprobaré», dijo el empleado al otro lado del teléfono.

«De acuerdo. Se trata de cambiar la fecha, la iglesia y el nombre del novio.»

Es absolutamente imposible estar felizmente casado con otra persona si uno no se ha divorciado antes de sí mismo.

 

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Un granjero decidió que le había llegado el momento de casarse, de manera que ensilló su mula, se fue a la ciudad a buscar novia y no tardó en conocer a una mujer que, Según creía él, sería una buena esposa. Y se casaron.

Después de la ceremonia, subieron ambos a la mula e iniciaron el camino de regreso a la granja. Al cabo de un rato, la mula se detuvo y se negó a seguir adelante, de modo que el granjero desmontó y empezó a golpear a la mula con una vara, hasta que el animal se puso de nuevo en movimiento.

«La primera en la frente», dijo el granjero.

Unos kilómetros más adelante, la mula volvió a detenerse, y una vez más desmontó el granjero y golpeó a la mula hasta que ésta decidió reiniciar la marcha. «La segunda en la boca», dijo el granjero.

Pocos kilómetros después, la mula se detuvo por tercera vez. Pero entonces el granjero desmontó, hizo desmontar a su mujer, sacó su pistola y le pegó un tiro en la cabeza a la mula, la cual murió al instante.

«¡Qué estúpido y qué cruel eres!», le gritó su mujer. «¡Era un animal fuerte y robusto que podría habernos sido muy útil en la granja, y vas tú y, en un arranque de cólera, acabas con él! ¡Si hubiera sabido que eras tan bruto, jamás me habría casado contigo...!»; y siguió increpándole durante casi diez minutos.

El granjero estuvo escuchándola hasta que ella se detuvo para tomar aliento. Entonces le dijo: «La primera en la frente.»

Cuenta la historia que vivieron felices para siempre.

 

***

 

«Tienes mala cara. Jack. ¿Qué te pasa?»

«Bueno llegué a casa cuando ya amanecía y. justamente cuando yo estaba desnudándome, se despertó mi mujer y me dijo: "¿No te levantas demasiado pronto. Jack?" De manera que, para evitar una discusión, volví a vestirme y me vine a trabajar.»

¿Cuál es el precio de la paz?

 

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Dos «drogatas” completamente «colgados», deambulan por la calle. De frente a ellos viene caminando otro «colega” el cual levanta su mano en señal de saludo y dice: «¿Qué hay?»

Cuatro manzanas más abajo. uno de los drogatas se vuelve al otro y le dice: «Tío, creía que no iba a parar de hablar...»

Las reacciones son relativas...

 

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…¿o sí?

Un joven granjero era tan taciturno que su novia, después de cinco años de relaciones, llegó a la conclusión de que él jamás le propondría casarse y que tendría que ser ella quien tomara la iniciativa.

Un día, sentados a solas en el jardín, ella le dijo: «John, casémonos... ¿Me oyes, John? ¿Nos casaremos?»

Siguió un largo silencio. Y al fin dijo John: «Sí.»

Otro silencio interminable, que rompió la chica diciendo: «Dime algo, John. ¿Por qué no me dices nada?»

«Me temo que ya he dicho demasiado...»

 

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En la antigua India se acostumbraba a sacar agua de los pozos por medio de una rueda persa, un ingenioso artefacto cuyo único inconveniente era el tremendo ruido que hacía cuando estaba en funcionamiento.

Un día acertó a pasar un jinete junto a una granja y pidió agua para su caballo. El granjero puso en marcha gustoso la rueda persa, pero el caballo, que no estaba acostumbrado a semejante estruendo, no se acercaba por nada del mundo.

«¿No podría usted hacer cesar ese estruendo para que mi caballo pueda beber?», preguntó el jinete.

«Me temo que no es posible, señor», respondió el granjero. «Si su caballo quiere beber, tendrá que hacerlo a pesar del ruido, porque el agua sólo llega aquí con ese ruido...»

…y la amistad con sus más y sus menos.

 

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Relacionarse es reaccionar.

Reaccionar es comprenderse a sí mismo. Comprenderse a sí mismo es alcanzar la iluminación. Las relaciones son una escuela de iluminación.

 

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Servicio

Un agricultor, cuyo maíz siempre había obtenido el primer premio en la Feria del Estado, tenía la costumbre de compartir sus mejores semillas de maíz con todos los demás agricultores de los contornos.

Cuando le preguntaron por qué lo hacía, dijo: «En realidad, es por puro interés. El viento tiene la virtud de trasladar el polen de unos campos a otros. Por eso, si mis vecinos cultivaran un maíz de clase inferior, la polinización rebajaría la calidad de mi propio maíz. Esta es la razón por la que me interesa enormemente que sólo planten el mejor maíz.»

Todo lo que das a otros

te lo estás dando a ti mismo.

 

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En cierta ocasión, los diversos miembros y órganos del cuerpo estaban muy enfadados con el estómago. Se quejaban de que ellos tenían que buscar el alimento y dárselo al estómago, mientras que éste no hacía más que devorar el fruto del trabajo de todos ellos.

De modo que decidieron no darle más alimento al estómago. Las manos dejaron de llevarlo a la boca, los dientes dejaron de masticar y la garganta dejó de tragar. Pensaban que con ello obligarían al estómago a espabilar.

Pero lo único que consiguieron fue debilitar el cuerpo, hasta el punto de que todos ellos se vieron en auténtico peligro de muerte. De este modo, fueron ellos, en definitiva, los que aprendieron la lección de que, al ayudarse unos a otros, en realidad trabajaban por su propio bienestar.

 

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Es imposible ayudar a otro sin ayudarse a sí mismo, o dañar a otro sin dañarse a sí mismo.

Nasrudin estaba mascullando algo entre dientes con cara de satisfacción. Un amigo lo vio y le preguntó qué le pasaba.

«Ese imbécil de Ahmed», dijo Nasrudin, «tiene la costumbre de pegarme unas tremendas palmadas en la espalda siempre que me ve. Pues bien, hoy me he puesto un cartucho de dinamita bajo la chaqueta, y esta vez, cuando me dé la palmada, la explosión le va a arrancar el brazo.»

 

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El Gobernador de una colonia le dijo a un jefe indígena: «Lamento profundamente la opresión a que mi pueblo somete al suyo. Debe usted ayudarme a solucionar el problema.»

«¿y cuál es el problema?», preguntó el jefe.

«Escuche, mi querido amigo. Si yo le atara a usted a un poste y le prendiera fuego, usted tendría un problema, ¿no cree?»

«¿Yo? ¡Con que usted me soltara, asunto arreglado! Ahora bien, si me dejara quemarme vivo, yo moriría, y entonces sería usted quien tuviera el problema.»

 

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Un individuo subió a un tren en Nueva York y le dijo al revisor que se dirigía a Fordham. «El tren no se detiene en Fordham los sábados», le dijo el revisor, «pero le diré lo que podemos hacer. Cuando entre el tren en la estación de Fordham, reducirá la marcha; entonces yo le abriré la puerta y usted podrá saltar del tren. Pero, cuando toque usted el suelo, tenga la precaución de correr unos cuantos metros en la misma dirección que el tren. De lo contrario, caerá usted de bruces.»

Al llegar a Fordham, se abrió la puerta, y el pasajero hizo lo que el revisor le había indicado. Pero, al verle, otro revisor abrió otra puerta y le hizo subir al tren mientras éste recobraba su velocidad. «¡Tiene usted suerte, amigo», le dijo el revisor, «el tren no se detiene en Fordham los sábados!»

A tu humilde manera, puedes servir a los demás... alejándolos de su camino.

Existe el noble arte

de hacer cosas;

y existe también el noble arte de no hacerlas.

 

***

 

Según los periódicos, la ola de calor estaba ocasionando numerosos desvanecimientos; por eso a la joven dama no le sorprendió ver cómo un hombre de cierta edad, que estaba junto a ella en la iglesia acompañado por su esposa, se dejaba caer al suelo. Inmediatamente, la joven se arrodilló junto a él, le puso enérgicamente una mano en la cabeza y oprimió ésta entre sus rodillas. «Mantenga la cabeza abajo», le susurró de modo apremiante. «Se sentirá mejor si consigue que la sangre le llegue a la cabeza.»

La esposa lo miraba todo, muerta de risa y no hacía nada por ayudar a su marido ni a la joven, la cual pensó para sí que aquella mujer no debía de tener sentimientos.

Entonces, para consternación de la joven, el hombre consiguió librarse de su presión y masculló: «¿Qué demonios hace usted, estúpida? ¿No ve que intento recoger mi sombrero de debajo del banco?»

Las personas que se empeñan en mejorar las cosas suelen conseguir empeorarlas.

En último término,

la solución de los problemas

no consiste en hacer ni en dejar de hacer, sino en comprender,

porque donde hay verdadera comprensión no hay problemas.

 

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Un sacerdote paseaba por la calle cuando, de pronto, vio cómo un niño se esforzaba, dando saltos, por llegar al timbre de una puerta. Pero el pobre niño era demasiado pequeño, y el timbre estaba demasiado alto.

De modo que el sacerdote, para ayudar al pequeño, se acercó y pulsó el timbre. Luego, volviéndose sonriente al muchacho, le preguntó: «¿Qué hacemos ahora?»

«Correr todo lo que podamos», le respondió el niño.

 

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Una maestra pidió a sus pequeños alumnos que contaran las buenas acciones que habían realizado en favor de los animales.

Se oyeron historias verdaderamente conmovedoras. Y cuando le llegó el turno a Tommy, éste dijo orgullosamente: «Bueno, pues yo una vez le pegué una patada a un chico que había pegado una patada a un perro.»

Hay quienes emprenden una guerra para acabar con todas las guerras, o adoptan la violencia para llegar al amor.

 

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Hace muchos años, un extraño pájaro que nunca había sido visto en China se posó en un suburbio de la capital. Aquello le encantó al emperador, el cual ordenó que se le ofreciera al pájaro comida de su propia mesa y que fuera enviada su orquesta para deleitarle con su música.

Pero el pájaro, que parecía estar muy triste y abatido, se negó a probar siquiera la comida que se le ofrecía, y en muy poco tiempo se puso enfermo y murió.

 

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Un pájaro comía unas bayas venenosas que, sin embargo, no le hacían daño. Un día recogió una buena cantidad y reservó unas cuantas para que las comiera su amigo, un conejo, el cual, no queriendo parecer desagradecido, comió las bayas y murió.

Si la acusación fuera la de asalto con intención de hacer el bien, ¿cuántos de nosotros se declararían inocentes?

 

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Al ver a un banquero salir de su despacho, un mendigo le dijo: «¿Podría usted darme diez centavos, señor, para una taza de café?,.

El banquero sintió lástima de aquel hombre, que tenía un aspecto verdaderamente deplorable, y le dijo: «Aquí tiene un dólar para que se tome no una, sino diez tazas de café.»

Al día siguiente, el mendigo se encontraba de nuevo en las escaleras del despacho del banquero y, cuando éste salió, el mendigo se puso a darle golpes.

«¡Pero bueno...!», dijo el banquero, «¿qué está usted haciendo?»

«¡Usted y sus malditas diez tazas de café! ¡No he podido dormir en toda la noche!»

Confieso haberte ayudado. ¿Podrías perdonarme y dejarme ir?

 

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En cierta ocasión, Nasrudin pidió una cierta suma de dinero a un acaudalado individuo.

“¿Para qué lo quieres?»

"Para comprar un elefante.»

"Pero, si no tienes dinero, no podrás mantenerlo...»

"Estoy pidiéndote dinero, no consejos», le dijo Nasrudin.

 

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Una mujer, perteneciente a una brigada de socorro, se encontraba en la playa por razones de servicio.

De pronto, observó que una determinada zona de la playa estaba plagada de botellas vacías y, temiendo que la gente pudiera tropezar inadvertidamente con ellas y hacerse daño, dejó en el suelo su botiquín y se puso a recoger las.

Entonces un hombre de cierta edad, distraído al ver lo que la mujer estaba haciendo, tropezó con el botiquín y se lastimó.

 

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«¡Despierte, señor!», dijo la enfermera mientras sacudía por el hombro al dormido paciente.

«¿Qué ocurre? ¿Sucede algo malo?», preguntó el paciente asustado.

«No sucede nada. Sólo que olvidé darle su somnífero.»

Ayer tuvimos un incendio en casa. Afortunadamente, pudimos apagarlo antes de que los bomberos hicieran de las suyas.

 

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Me encanta servirte...

pero insisto en que me lo agradezcas.

Una enjoyada duquesa salió, a altas horas de la noche, de un elegante hotel de Londres donde había cenado y asistido a un «baile de caridad» a beneficio de los niños abandonados.

Estaba a punto de subir a su Rolls Royce cuando un andrajoso pilluelo se le acercó suplicante: «Por caridad, señora, deme seis peniques. Llevo dos días sin comer...»

La duquesa le rechazó con un gesto y le dijo: “¡Desagradecido tunante! ¿No te das cuenta de que he estado bailando para ti toda la noche?»

 

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A Dios gracias, nuestros motivos para servir a los demás son invisibles para éstos.

La obra de teatro era bastante pobre y ni siquiera mereció la atención de la prensa local. La asistencia de público decreció ostensiblemente después de la primera representación. Pero un hombrecillo asistía todas las noches y no se perdía una sola función. A pesar de lo cual, y por muy gratificante que fuera para los actores, su sola presencia no bastó para cubrir los gastos de la compañía.

Al acabar la función de la última noche, el director salió al proscenio y dijo: «Señoras y caballeros, antes de dejarles, querríamos agradecer a nuestro amigo de la primera fila su inestimable apoyo. ¡No ha faltado ni un solo día!»

El hombrecillo no tuvo más remedio que balbucir unas palabras: «Es muy amable de su parte», dijo, «pero, para ser sincero, éste es el único lugar en el que a mi mujer no se le ocurriría buscarme.»

 

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«Ha sido usted muy amable al permanecer aquí hasta el final de mi discurso, cuando todos los demás han desaparecido...»

«La amabilidad es suya. Pero he de decirle que yo soy el siguiente orador, ¿entiende?»

 

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Hace mucho tiempo, había una posada llamada "LA ESTRELLA DE PLATA” El posadero, a pesar de que hacía cuanto podía por atraerse a la clientela esforzándose en hacer la posada confortable, atender cordialmente a los clientes y cobrar unos precios razonables, se las veía y se las deseaba para que le alcanzara el dinero. Desesperado, acudió a consultar a un Sabio.

El Sabio, tras escuchar sus lamentos, le dijo: «Es muy sencillo. Lo único que tienes que hacer es cambiar el nombre de la posada.»

«¡Imposible!», dijo el posadero. «¡Se ha llamado "LA ESTRELLA DE PLATA" durante generaciones, y así se la conoce en todo el país!»

«No», replicó el Sabio enérgicamente. «A partir de ahora debes llamarla "LAS CINCO CAMPANAS" y colgar seis campanas sobre la entrada.»

«¿Seis campanas? ¡Eso es absurdo! ¿Para qué va a servir?»

«Inténtalo, y lo verás», le respondió el Sabio sonriendo.

De modo que el posadero hizo lo que se le había dicho. Y sucedió lo siguiente: todo viajero que pasaba por delante de la posada entraba en ella para advertir al posadero acerca del error, creyendo que nadie hasta entonces había reparado en ello. Una vez dentro, quedaba tan impresionado por la cordialidad del servicio que se alojaba en la posada, con lo que el posadero llegó a amasar la fortuna que durante tanto tiempo había buscado en vano.

Hay pocas cosas que satisfagan más nuestro ego que el corregir los errores de los demás.

 

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Hace mucho, mucho tiempo, ofreció Dios una fiesta a todas las virtudes, grandes y pequeñas, humildes y heroicas. Todas ellas se reunieron en una sala del cielo espléndidamente decorada, y no tardaron en disfrutar de la fiesta, porque todas se conocían entre sí, e incluso algunas de ellas mantenían estrechas relaciones.

De pronto, Dios reparó en dos hermosas virtudes que no parecían conocerse entre sí en absoluto y daban la sensación de encontrarse incómodas la una junto a la otra. De modo que tomó a una de ellas de la mano y se la presentó formalmente a la otra: «Te presento a Gratitud», dijo Dios. «Esta es Caridad.»

Pero, en cuanto Dios se dio la vuelta para atender a otros invitados, ellas se separaron. Así es como ha circulado la historia de que ni siquiera Dios puede hacer que haya Gratitud donde hay Caridad.

 

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Un grupo de misioneros recién llegados alquiló los servicios de un nativo para que los llevara en canoa por el río Congo.

Al cabo de un rato empezó a escucharse el rítmico sonido del tam-tam. Un sonido que no dejaba de repetirse, a lo largo del viaje, a intervalos regulares.

“¿Qué dicen los tambores?«, preguntó bastante inquieto uno de los misioneros.

El guía escuchó durante unos instantes y tradujo: "Tambores decir: "Tres hombres blancos. Muy ricos. Subir precios”»

Saadi de Shiraj solía decir: «No ha habido nadie a quien yo haya enseñado a tirar con arco y que al final no me haya convertido en su blanco.»

 

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Una mujer estaba inclinada sobre la víctima de un accidente de tráfico, y la multitud lo observaba.

De pronto, se vio bruscamente apartada por un hombre que le dijo: «Haga el favor de echarse a un lado. Yo tengo un curso de primeros auxilios.»

La mujer estuvo durante unos minutos observando lo que aquel individuo hacía con la víctima. Luego le dijo tranquilamente: «Cuando llegue el momento de ir en busca del médico, no se preocupe: ya estoy aquí.»

Más a menudo de lo que imaginas, el médico ya está ahí...

¡dentro de la persona

a la que tratas de ayudar!

De modo que déjate de primeros auxilios. ¡Llama al médico!

 

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Un joven y entusiasta sacerdote fue nombrado capellán de un hospital.

Un día, revisando las fichas de los pacientes recién ingresados, vio que en una de ellas ponía que la paciente era católica.

Pero, sujeta con una grapa, había también una curiosa nota: «No desea ver a un sacerdote si no es en estado de inconsciencia.»

He aquí algo que deberías preguntarte siempre que pienses que necesitas ayuda o consejo: «¿Estoy seguro de que estoy consciente?»

 

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Dice la historia que se declaró un incendio en una casa en la que había un hombre profundamente dormido.

Trataron de sacarlo por una ventana, pero en vano. Luego intentaron sacarlo por la puerta, pero sin éxito. No había modo, porque el tipo estaba demasiado gordo y pesado.

Todo el mundo estaba casi desesperado, hasta que alguien sugirió: «¿Por qué no lo despertamos y sale él por su propio pie?»

Sólo los que duermen y los niños necesitan ser cuidados.

¡Haz que despierten!

¡O que crezcan!

 

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A un joven que se preparaba para el sacerdocio le dijeron que lo que la gente espera de un sacerdote es que sepa escuchar sus penas. Simplemente escuchar, escuchar y escuchar. Tal vez no sea capaz en ocasiones de prestar una ayuda eficaz, pero siempre puede escuchar y comprender. De modo que el joven decidió que sería eso lo que iba a hacer cuando le destinaron a su primera parroquia.

Haciendo caso omiso de su personal repugnancia, se obligó a sí mismo a escuchar, escuchar y escuchar... y la gente se mostraba muy agradecida. Pero algo -no sabía qué- parecía fallar. Por ejemplo, solía acudir una anciana que se quejaba siempre de un dolor de cabeza, un terrible y espantoso dolor de cabeza. «Cuénteme qué es lo que le preocupa», le invitaba amablemente el sacerdote. Y ella hablaba, hablaba y hablaba, mientras el sacerdote escuchaba, escuchaba y escuchaba...

y siempre parecía funcionar, porque al cabo de un rato volvía la anciana y le decía: «Estuve aquí hace una hora, Padre, con un tremendo dolor de cabeza, y ya no me duele, no me duele y no me duele.»

«Lo sé, lo sé y lo sé, porque ahora es a mí a quien le duele», pensaba el sacerdote.

 

***

 

Se celebraba un curso sobre "Cómo hacer amigos e influir en los demás” Un joven hombre de negocios explicaba a los alumnos cómo había puesto él en práctica todos los principios del curso en una entrevista con un posible comprador de su empresa, y cómo había funcionado todo perfectamente. Bueno... ¡no del todo!

"Hice todo cuanto aquí se me había dicho», explicó el joven. "Comencé saludándole calurosamente, luego le sonreí y me interesé por sus cosas. Presté la mayor atención a todo lo que él quiso decir. Me desviví por mostrarme de acuerdo con sus opiniones y le hice ver, una y otra vez, el extraordinario concepto que yo tenía de él. El estuvo hablando durante más de una hora. Y cuando, al fin, llegamos a un acuerdo, supe que había hecho un amigo para toda la vida.»

Todo el mundo aplaudió cortésmente y, cuando los aplausos amainaron, el joven añadió con convicción: “¡Pero chico, qué enemigo se granjeó él!»

¿Por qué hacer a alguien un regalo

que emocionalmente no te puedes permitir?

 

***

 

Las personas ancianas no "están solas porque no tengan a nadie con quien compartir su carga, sino porque es únicamente su carga lo que tienen para compartir.

Una anciana de ochenta y cinco años estaba siendo entrevistada con motivo de su cumpleaños. La periodista le preguntó qué consejo daría a las personas de su edad.

«Bueno», dijo la anciana, «a nuestra edad es muy importante no dejar de usar todo nuestro potencial; de lo contrario, éste se marchita. Es importante estar con la gente y, siempre que sea posible, ganarse la vida prestando un servicio. Eso es lo que nos mantiene con vida y con salud.»

«¿Puedo preguntarle qué es exactamente lo que hace usted para ganarse la vida a su edad?»

«Cuido de una anciana que vive en mi barrio», fue su inesperada y deliciosa respuesta.

El amor cura a todos: tanto a quienes lo reciben como a quienes lo dan.

 

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Cuenta la historia que, antes de que Moisés sacara a su pueblo del país de Egipto, estuvo con un gran Maestro preparándose para ser profeta, y que la primera disciplina que el Maestro le impuso a Moisés fue la del silencio. Un día, recorriendo los dos el país, Moisés quedó tan deslumbrado por las bellezas de la naturaleza que le resultó fácil guardar silencio. Pero, cuando llegaron a la orilla de un río, vio cómo un niño se estaba ahogando cerca de la otra orilla mientras su pobre madre se desgañitaba pidiendo ayuda.

Al ver aquello, Moisés no pudo permanecer en silencio. «Maestro», dijo, «¿no puedes hacer algo para salvar a ese niño?» «¡Silencio!», le dijo el Maestro. Y Moisés contuvo su respiración.

Pero en su corazón estaba inquieto, porque pensaba: «¿Será posible que mi Maestro sea en realidad un hombre cruel e insensible? ¿O acaso es impotente para socorrer a los que necesitan ayuda?» Le daba miedo pensar semejantes cosas acerca de su Maestro, pero no podía evitarlo.

Siguieron andando y llegaron a la orilla del mar, desde donde vieron cómo estaba hundiéndose un barco con toda su tripulación a bordo. Moisés dijo: «¡Mira, Maestro: ese barco está hundiéndose!» Y, una vez más, el Maestro le ordenó observar la disciplina del silencio, de modo que Moisés no volvió a hablar.

Pero su corazón estaba profundamente agitado. Por eso, cuando estuvieron de regreso en casa, quiso tratar el asunto directamente con Dios, el cual le dijo:

«Tu Maestro tenía razón. El niño que estaba ahogándose habría ocasionado, de haberse salvado, una guerra entre dos naciones en la que habrían perecido centenares de miles de personas. Al ahogarse, se ha evitado ese desastre. Por lo que se refiere al barco, estaba tripulado por unos piratas que planeaban saquear una ciudad de la costa y matar a muchas personas inocentes y pacíficas.»

El servicio sólo es una virtud cuando le acompaña la sabiduría.

 

***

 

El Ministro de Agricultura decretó que los gorriones constituían una amenaza para las cosechas y debían ser exterminados.

Cuando se cumplió su decreto, vino una plaga de insectos, que podrían haber sido devorados por los gorriones, y comenzaron a destrozar las cosechas, por lo que al Ministro de Agricultura se le ocurrió la idea de emplear costosos pesticidas.

Los pesticidas hicieron que se encarecieran los alimentos, aparte de que pusieron en peligro la salud pública. Se descubrió demasiado tarde que eran precisamente los gorriones los que, a pesar de alimentarse de las cosechas, hacían que los alimentos se conservaran sanos y baratos.

 

***

 

Érase una vez un hombre que tenía un ombligo de oro, lo cual, aunque para la mayoría de la gente habría sido motivo de orgullo, a él le producía incomodidad, porque siempre que iba a la piscina se convertía en el blanco de las burlas de sus amigos.

De modo que oraba insistentemente para que le desapareciera aquel ombligo. Una noche soñó que un ángel bajaba del cielo, le desatornillaba el ombligo y regresaba de nuevo a lo alto.

Cuando despertó por la mañana, lo primero que hizo fue comprobar si el sueño había sido real. ¡y lo había sido! Allí, encima de la mesa, estaba su brillante y reluciente ombligo. El hombre, lleno de alegría, saltó de la cama... ¡y se le desprendió el culo!»

Sólo a los sabios puede confiárseles sin temor la tarea de cambiar a los demás o a sí mismos.

 

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En un pequeño pueblo, una mujer se llevó una gran sorpresa al ver que había llamado a su puerta un extraño, correctamente vestido, que le pedía algo de comer. «Lo siento», dijo ella, «pero ahora mismo no tengo nada en casa.»

«No se preocupe», dijo amablemente el extraño. «Tengo una piedra de sopa en mi cartera; si usted me permitiera echarla en un puchero de agua hirviendo, yo haría la más exquisita sopa del mundo. Un puchero muy grande, por favor.»

A la mujer le picó la curiosidad, puso el puchero al fuego y fue a contar el secreto de la piedra de sopa a sus vecinas. Cuando el agua rompió a hervir, todo el vecindario se había reunido allí para ver a aquel extraño y su piedra de sopa. El extraño dejó caer la piedra en el agua, luego probó una cucharada con verdadera delectación y exclamó: «¡Deliciosa! Lo único que necesita es unas cuantas patatas.»

«¡Yo tengo patatas en mi cocina!», gritó una mujer. Y en pocos minutos estaba de regreso con una gran fuente de patatas peladas que fueron derechas al puchero. El extraño volvió a probar el brebaje. «¡Excelente!», dijo; y añadió pensativamente: «Si tuviéramos un poco de carne, haríamos un cocido de lo más apetitoso...»

Otra ama de casa salió zumbando y regresó con un pedazo de carne que el extraño, tras aceptarlo cortésmente, introdujo en el puchero. Cuando volvió a probar el caldo, puso los ojos en blanco y dijo: «¡Ah, qué sabroso! Si tuviéramos unas cuantas verduras, sería perfecto, absolutamente perfecto...»

Una de las vecinas fue corriendo hasta su casa y volvió con una cesta llena de cebollas y zanahorias. Después de introducir las verduras en el puchero, el extraño probó nuevamente el guiso y, con tono autoritario, dijo: «La sal». «Aquí la tiene», le dijo la dueña de la casa. A continuación dio otra orden: «Platos para todo el mundo». La gente se apresuró a ir a sus casas en busca de platos. Algunos regresaron trayendo incluso pan y frutas.

Luego se sentaron todos a disfrutar de la espléndida comida, mientras el extraño repartía abundantes raciones de su increíble sopa. Todos se sentían extrañamente felices mientras reían, charlaban y compartían por primera vez su comida. En medio del alborozo, el extraño se escabulló silenciosamente, dejando tras de sí la milagrosa piedra de sopa, que ellos podrían usar siempre que quisieran hacer la más deliciosa sopa del mundo.

 

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Iba a celebrarse una gran fiesta en el pueblo, y cada uno de los habitantes tenía que contribuir vertiendo una botella de vino en un gigantesco barril. Cuando llegó la hora de comenzar el banquete y se abrió la espita del barril, lo que salió de éste fue agua. Y es que uno de los habitantes del pueblo había pensado: «Si echo una botella de agua en ese enorme barril, nadie lo advertirá” Lo que no pensó es que a todos pudiera ocurrírseles la misma idea.

 

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Una historia de los Padres del Desierto egipcio:

Érase un viejo y santo ermitaño que practicaba una rigurosa ascesis corporal, pero que no estaba precisamente dotado de excesivas luces. Aquel hombre acudió al abad Juan para preguntarle acerca de la falta de memoria; y, tras haber escuchado sus sabias palabras, regresó a su celda. Pero en el camino olvidó lo que el abad Juan le había dicho.

De modo que volvió sobre sus pasos para escuchar de nuevo las mismas palabras. Pero, una vez más, de camino a su celda, lo olvidó. El hecho se repitió varias veces: escuchaba al abad Juan y, cuando regresaba a su celda, su congénita falta de memoria le jugaba una mala pasada.

Muchos días después, se encontró casualmente con el abad Juan y le dijo: «¿Sabe usted, Padre, que volví a olvidar de nuevo lo que usted me dijo? De buena gana, habría regresado a verle a usted, pero ya le había dado la lata suficientemente y me daba apuro llegar a convertirme para usted en un agobio.»

Entonces el abad Juan le dijo: «Ve y enciende una lámpara” El anciano hizo lo que se le había ordenado. Luego le dijo el abad: «Trae unas cuantas lámparas más y enciéndelas con la primera que has encendido». Y el anciano volvió a hacer lo que se le había dicho.

Una vez más, habló el abad Juan para decirle: «¿Ha experimentado alguna pérdida la primera lámpara por el hecho de que las restantes lámparas hayan recibido de ella la luz?»

«No», respondió el anciano.

«Bueno, pues lo mismo ocurre con Juan. Si, en lugar de ser únicamente tú, fuera la ciudad entera de Scetis la que viniera a mí en busca de ayuda o de consejo, yo no experimentaría por ello la más mínima pérdida. De manera que no tengas reparo alguno en venir a verme todas las veces que quieras.»

 

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Otra historia de los Padres del Desierto:

En cierta ocasión, un Hermano le hizo la siguiente pregunta a uno de los ancianos: "Conozco a dos hermanos, uno de los cuales no sale nunca de su celda, donde ora constantemente, ayuna seis días a la semana y practica las más rigurosas penitencias. El otro, por el contrario, emplea todo su tiempo en cuidar a los enfermos. ¿Cuál de los dos crees tú que es más del agrado de Dios?»

El anciano le respondió: "Si el hermano que se da a la oración y al ayuno se colgara de la nariz por espíritu de penitencia, no igualaría con ello un solo acto de bondad del que se dedica a cuidar a los enfermos.»

 

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Un discípulo se acercó a su Maestro y le dijo: «Maestro, yo soy un hombre rico y acabo de heredar una gran fortuna. ¿Cómo debo emplearla para que redunde en mi provecho espiritual? »

Le dijo el Maestro: «Vuelve dentro de una semana y te daré una respuesta.»

Transcurrida la semana, regresó el discípulo, y el Maestro, suspirando, le dijo: «La verdad es que no sé qué decirte. Si te digo que des el dinero a tus parientes y amigos, no obtendrás ningún bien espiritual. Si te digo que lo entregues al templo, sólo conseguirás alimentar la avaricia de los sacerdotes. Y si te digo que se lo des a los pobres, te enorgullecerás de tu caridad y caerás en el pecado de soberbia.»

Pero, como el discípulo le urgía una respuesta, el Maestro acabó diciendo: «Está bien; da el dinero a los pobres. Al menos ellos se beneficiarán, aunque tú no lo hagas.»

Si no sirves, perjudicas a los demás.

Si lo haces, te perjudicas a ti mismo.

El ignorar este dilema es la muerte del alma. El liberarse de él es la vida eterna.

 

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Érase una vez un hombre que estaba construyéndose una casa. Y quería que fuera la casa más hermosa, más acogedora y más confortable del mundo.

Entonces llegó alguien a pedir le ayuda, porque el mundo estaba ardiendo. Pero lo que a él le interesaba era su casa, no el mundo.

Cuando, al fin, tuvo construida su casa, descubrió que no disponía de un planeta donde colocarla.

 

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Un maestro de escuela decidió dejar de enseñar y trabajar como asistente social. Cuando su amigo quiso saber el motivo de su decisión, le respondió:

«Es muy poco lo que puede hacerse en la escuela si no se hace nada en el entorno en que se vive y en el mundo. En la escuela me sentía como aquel hombre que buscaba

marfil en la selva y que, cuando al fin lo encontró, descubrió que estaba sujeto a un enorme elefante.»

 

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La mujer al marido, totalmente embebido en la lectura del periódico:

«¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que quizá pueda haber en la vida algo más que lo que ocurre en el mundo?»

La mayoría de las personas aman a la humanidad. Es a quien vive aliado a quien no pueden soportar.

 

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Iluminación

Érase una vez un cantero que todos los días subía a la montaña a cortar piedras. Mientras trabajaba, no dejaba de cantar, porque, a pesar de ser pobre, no deseaba tener más de lo que tenía, de modo que vivía sin la menor preocupación.

Un día le llamaron para que fuera a trabajar en la mansión de un rico aristócrata. Cuando vio la magnificencia de la mansión, sintió por primera vez en su vida el aguijón de la codicia y, suspirando, se dijo: «¡Si yo fuera rico, no tendría que ganarme la vida con tanto sudor y esfuerzo como lo hago...!»

Y, para su asombro, oyó una voz que decía: «Tu deseo ha sido escuchado. En adelante se te concederá todo cuanto desees” El hombre no entendió el sentido de aquellas palabras hasta que, al regresar aquella noche a su cabaña, descubrió que en su lugar había una mansión tan espléndida como aquella en la que había estado trabajando. De modo que el cantero dejó de cortar piedras y comenzó a disfrutar la vida de los ricos.

En un caluroso día de verano, se le ocurrió mirar por la ventana y vio pasar al rey con su gran séquito de nobles y esclavos. Y pensó: «¡Cómo me gustaría ser rey y disfrutar del frescor de la carroza real!» Su deseo se cumplió: al instante se encontró sentado dentro de una confortable y regia carroza. Pero ésta resultó ser más calurosa de lo que él había supuesto. Entonces miró por la ventanilla y admiró el poder del sol, cuyo calor podía atravesar incluso la espesa estructura del carruaje. «Me gustaría ser el sol», pensó para sí. Y una vez más vio cumplido su deseo y se encontró emitiendo olas de calor hacia todos los puntos del universo.

Todo fue muy bien durante algún tiempo. Pero llegó un día lluvioso y, cuando intentó atravesar una espesa capa

de nubes, comprobó que no podía hacerlo. De manera que al instante se vio convertido en nube y gloriándose en su capacidad de no dejar pasar al sol... hasta que se transformó en lluvia, cayó a tierra y se irritó al comprobar que una enorme roca le impedía el paso y le obligaba a dar un rodeo.

“¿Cómo?», exclamó. «¿Una simple roca es más poderosa que yo? ¡Entonces quiero ser una roca!» Y en seguida se vio convertido en una gran roca en lo alto de la montaña. Pero, apenas había tenido tiempo de disfrutar de su nueva apariencia, cuando oyó unos extraños ruidos procedentes de su pétrea base. Miró hacia abajo y descubrió, consternado, que un diminuto ser humano se entretenía en cortar trozos de piedra de sus pies.

«¿Será posible?», gritó. «¿Una insignificante criatura como ésa es más poderosa que una imponente roca como yo? ¡Quiero ser un hombre!» Y así fue como, una vez más, se vio convertido en un cantero que subía todos los días a la montaña para ganarse la vida cortando piedras con sudor y esfuerzo, pero cantando en su interior, porque se sentía dichoso de ser lo que era y vivir con lo que tenía.

Nada es tan bueno como nos parece antes de que lo consigamos.

 

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Todos los meses, el discípulo refería fielmente por escrito a su Maestro sus progresos espirituales.

El primer mes escribió: «Siento una expansión de la conciencia y experimento mi unión con el universo” El Maestro leyó la nota y la arrojó al cesto de los papeles.

Al mes siguiente escribió esto otro: «Al fin he descubierto que la divinidad está presente en todas las cosas” El Maestro parecía estar tremendamente decepcionado.

En su tercera carta, el discípulo explicaba entusiasmado: «El misterio del Uno y lo múltiple le ha sido revelado a mi asombrada mirada». El Maestro bostezó.

La siguiente carta decía: «Nadie nace, nadie vive y nadie muere, porque el yo no existe” El Maestro, desesperado, alzó sus manos al cielo.

Luego pasó un mes, dos meses, cinco meses, un año... El Maestro pensó que había llegado el momento de recordar a su discípulo su obligación de mantenerle informado de sus progresos espirituales. Y el discípulo contestó a vuelta de correo: «¿Ya quién le importa?»

Cuando el Maestro leyó estas palabras, se iluminó su rostro de satisfacción y dijo: «¡Gracias a Dios, al fin lo ha logrado!»

Incluso el suspirar por la libertad es una servidumbre. Nunca serás verdaderamente libre mientras te preocupe saber si lo eres o no lo eres. Sólo los satisfechos son libres.

 

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Un gran y estúpido rey se quejaba de que la aspereza del suelo lastimaba sus pies, de manera que ordenó alfombrar de cuero todo el país.

El bufón de la corte se mataba de risa cuando el rey se lo contó. «¡Es una idea absolutamente absurda, Majestad!», exclamó. «¿A qué viene un gasto tan innecesario? ¡Mandad cortar dos trozos de cuero y protegeos con ellos vuestros reales pies!»

Así lo hizo el rey. Y así se inventaron los zapatos.

El que ha alcanzado la iluminación sabe que, para que no haya dolor en el mundo, uno ha de cambiar su corazón, no el mundo.

 

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Cuando se detectó la presencia de lobos rondando la aldea cercana al templo del Maestro Shoju, éste estuvo yendo todas las noches, durante una semana, al cementerio de la aldea, donde se sentaba a meditar. Aquello puso fin a los ataques nocturnos de los lobos.

Los habitantes de la aldea, que no salían de su asombro, le pidieron que les revelara los ritos secretos que había realizado, a fin de poder hacer ellos lo mismo en el futuro.

y les dijo Shoju: «Yo no he recurrido a ningún tipo de rito secreto. Mientras estaba sentado allí meditando, me vi rodeado por una manada de lobos que me lamieron la punta de la nariz y olfatearon mi aliento. Pero, como conseguí no perder la calma, no me atacaron”

 

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Un Majarajá se hizo a la mar y, al poco rato, se desató una gran tormenta. Uno de los esclavos de a bordo comenzó a llorar y a gemir de miedo, porque era la primera vez que subía a un barco. Su llanto era tan insistente y prolongado que toda la tripulación comenzó a irritarse, y a punto estuvo el Majarajá de arrojarlo personalmente por la borda.

Pero su primer Consejero, que era un sabio, le dijo: «No, dejadme a mí ocuparme de él. Creo que puedo curarlo”

y ordenó a unos cuantos marineros que arrojaran a aquel hombre al mar atado con una cuerda. En el momento en que se vio en el agua, el pobre esclavo, totalmente aterrorizado, se puso a chillar y a debatirse frenéticamente. Al cabo de unos segundos, el sabio ordenó que lo izaran a bordo.

Una vez en cubierta, el esclavo se tendió en un rincón en absoluto silencio. Cuando el Majarajá quiso saber a qué se debía semejante cambio de actitud, el consejero le dijo: «Los seres humanos nunca nos damos cuenta de lo afortunados que somos hasta que nuestra situación empeora.»

 

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Durante la Segunda Guerra Mundial, un hombre estuvo veintiún días en una balsa a la deriva, hasta que fue rescatado.

Cuando le preguntaron si aquella experiencia le había enseñado algo, respondió: «Sí: si hubiera tenido comida y agua en abundancia, habría sido tremendamente feliz el resto de mi vida.»

Decía un anciano que sólo se había quejado una vez en toda su vida: cuando iba con los pies descalzos y no tenía dinero para comprarse zapatos.

Entonces vio a un hombre feliz que no tenía pies. Y nunca volvió a quejarse.

 

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Nunca es insoportable el momento presente si lo vives plenamente. Lo insoportable es estar aquí con el cuerpo a las diez de la mañana y con la mente a las seis de la tarde; estar con el cuerpo en Bombay y con la mente en San Francisco.

El relojero estaba a punto de sujetar el péndulo de un reloj cuando, para su sorpresa, oyó cómo el péndulo hablaba.

«Por favor, señor, no lo haga», suplicaba el péndulo. «Sería un acto de amabilidad por su parte. Imagínese el número de veces que tendré que hacer "tic-tac" día y noche... Un montón de veces cada minuto, durante sesenta minutos a la hora, veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año, y así un año tras otro... Serían millones de "tic-tacs” ¡No creo que pueda soportarlo...!»

Pero el relojero le respondió sabiamente: «No pienses en el futuro. Limítate a hacer un "tic-tac" cada vez, y disfrutarás de cada "tic-tac" durante el resto de tu vida».

y esto fue exactamente lo que el péndulo decidió hacer. Todavía hoy sigue haciendo "tic-tac" como si tal cosa.

 

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He aquí una parábola que el Señor Buda contó a sus discípulos:

Un hombre topó en el campo con un tigre. El tigre se lanzó a por él, y el hombre salió huyendo. En su huida, llegó a un precipicio, dio un traspié y comenzó a caer. Mientras se precipitaba hacia abajo, alargó su brazo y logró agarrarse a un pequeño arbusto de fresas silvestres que crecía en la pared del precipicio.

Allí estuvo colgado durante unos interminables minutos, con el feroz y hambriento tigre unos metros por encima de su cabeza y el profundo abismo a sus pies, adonde no tardaría en ir a parar y donde habría de encontrar la muerte.

De pronto, divisó una suculenta fresa que crecía en el arbusto y, agarrándose a éste con una sola mano, tomó la fresa con la otra y se la llevó a la boca. ¡Nunca en toda su vida había probado una fresa tan dulce!

A quien ha alcanzado la iluminación, la conciencia de la muerte le hace degustar la dulzura de la vida.

 

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Al turista, que daba muestras de ser un tipo bastante asustadizo, le daba miedo acercarse al borde del acantilado. «¿Qué debería hacer, le preguntó al guía, «si tuviera la desgracia de precipitarme hacia abajo?,.

«Si eso le ocurriera, señor, dijo el guía lleno de entusiasmo, «no deje de mirar a la derecha: He encantará el panorama!,.

¡Sólo si usted ha alcanzado la iluminación, naturalmente!

 

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Había un verdadero gentío en la sala de espera del médico. Un caballero de bastante edad se levantó y se dirigió a la recepcionista.

«Señorita», dijo con suma cortesía, «yo tenía hora para las diez en punto, y ya son casi las once. No puedo seguir esperando. ¿Tendría usted la amabilidad de darme hora para otro día?,.

Una mujer que estaba también aguardando se inclinó hacia la que se encontraba sentada a su lado y le dijo: «Seguro que tiene más de ochenta años... ¿Qué será eso tan urgente que tiene que hacer que no puede esperar?,.

El anciano, que acertó a oír el comentario de la dama, se volvió hacia ella, le hizo una cortés reverencia y le dijo: «Tengo exactamente ochenta y siete años, señora. Y ésa es precisamente la razón por la que no puedo permitirme desperdiciar un solo minuto del precioso tiempo que aún me queda.»

El que ha alcanzado la iluminación no desperdicia un solo minuto, porque ha comprendido la insignificancia relativa de todo cuanto hace.

 

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Sócrates se encontraba en la cárcel esperando a ser ejecutado. Un día oyó cómo otro prisionero cantaba una difícil y poco conocida canción del poeta Stesichoros.

Sócrates pidió a su compañero que le enseñara aquella canción.

«¿Para qué?», le preguntó el otro.

«Para que pueda morir sabiendo una cosa más», fue la respuesta del gran filósofo.

El discípulo: ¿Por qué aprender algo nuevo una semana antes de morir?

El Maestro: Exactamente por la misma razón por la que quieres aprender algo nuevo cincuenta años antes de morir.

 

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Tajima no Kami era maestro de esgrima en la casa del Shogun.

Un miembro de la guardia personal del Shogun acudió a él un día pidiéndole que le adiestrara en el manejo de la espada.

«Te he observado con detenimiento», le dijo Tajima no Kami, «Y me ha parecido que eres un auténtico maestro en ese arte. Antes de tomarte como discípulo, quisiera saber con qué maestro has estudiado.»

«Jamás he estudiado con nadie el arte de la esgrima», le respondió el otro.

«No puedes engañarme», dijo el maestro. «Tengo un ojo muy perspicaz que nunca me falla.»

«No pretendo contradeciros, excelencia», dijo el guardia, «pero la verdad es que no sé una palabra de esgrima.»

El maestro le obligó a cruzar la espada con él durante unos minutos; luego se detuvo y le dijo: «Puesto que tú dices que nunca has aprendido este arte, yo acepto tu palabra y te creo. Pero lo cierto es que te bates como un maestro. Háblame de ti.»

«Sólo hay una cosa que pueda deciros», dijo el miembro de la guardia. «Cuando era niño, un samurai me dijo que un hombre no debía jamás temer a la muerte. Por eso me he debatido con el problema de la muerte hasta que ésta dejó de producirme la más mínima inquietud.»

«¡De modo que era eso...!», exclamó Tajima no Kami. «El secreto último de la esgrima consiste en estar libre del miedo a la muerte. Tú no necesitas adiestrarte: eres maestro de pleno derecho.»

Los que no han alcanzado la iluminación siempre están angustiados. Son como el que cae al agua y no sabe nadar: se asusta, y por eso se hunde, y por eso se esfuerza por mantenerse a flote, y por eso se hunde cada vez más. Si perdiera el miedo y dejara que su cuerpo se hundiera libremente, éste retornaría a la superficie por sí solo.

Un hombre cayó al río en pleno ataque epiléptico. Cuando volvió en sí, le sorprendió verse tendido en la orilla. El mismo ataque que le había arrojado al río le había salvado la vida, al alejar de él el miedo a morir ahogado. Eso es la iluminación.

 

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Kenji, un piloto kamikaze japonés, se había preparado para morir por su país; pero la guerra terminó antes de lo previsto, y él no tuvo nunca la oportunidad de morir con honor. El hombre se deprimió profundamente, perdió las ganas de vivir y anduvo un tiempo errando lánguida mente por la ciudad, sin saber qué hacer.

Un día oyó que un ladrón tenía secuestrada como rehén a una anciana en su apartamento de un segundo piso. La policía temía entrar en el apartamento, porque sabía que el individuo iba armado y era un tipo peligroso.

Kenji no se lo pensó dos veces: entró en el edificio, subió al apartamento y exigió al ladrón que dejara libre a la anciana. Lucharon, cuchillo en mano, y Kenji acabó con la vida del ladrón; pero también él resultó mortalmente herido. Murió poco después, en el hospital, con una sonrisa en los labios. Su deseo de tener una muerte útil se había cumplido.

Sólo hacen el bien los que han perdido el miedo a la muerte.

 

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Hace muchos años, hubo en China un enorme dragón que iba de aldea en aldea matando vacas, perros, gallinas y niños indiscriminadamente. De modo que los campesinos llamaron en su ayuda a un hechicero, el cual dijo: « Yo no puedo acabar con el dragón, porque, a pesar de ser mago, también yo tengo miedo. Pero me encargaré de encontrar al hombre capaz de hacerlo.»

Dicho esto, él mismo se transformó en dragón y se puso en medio de un puente, de manera que quien no supiera que se trataba del hechicero no se atrevería a pasar. Pero un día llegó al puente un individuo que iba de viaje, pasó tranquilamente por encima del dragón y siguió caminando.

El hechicero recobró al instante su aspecto humano y llamó a aquel hombre: «¡Regresa aquí, amigo! ¡Llevo semanas esperándote!»

El que ha alcanzado la iluminación sabe que el miedo está únicamente

en la manera en que uno mira las cosas, no en las cosas mismas.

 

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Un rey se encontró con un derviche y, conforme a la costumbre oriental cuando un rey topa con un súbdito, le dijo: «Pídeme un favor.»

El derviche replicó: «Sería indecoroso por mi parte pedirle un favor a uno de mis esclavos.»

«¿Cómo te atreves a hablar al rey con tan poco respeto?», bramó uno de los guardias. «¡Explícate ahora mismo, o morirás!»

y el derviche dijo: «Yo tengo un esclavo que es el señor de tu rey.»

«¿De quién hablas?»

«Del miedo», respondió el derviche.

Cuando el cuerpo perece, ya no hay vida. De ahí la errónea conclusión de que mantener el cuerpo con vida es lo mismo que vivir.

Entra allí donde ni la bala del asesino arrebata la vida ni el prolongar la vida alarga la duración de la existencia.

 

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Se dice que, cuando el filósofo griego Diógenes fue hecho preso y llevado al mercado de esclavos para ser vendido, se subió al estrado del subastador y gritó en voz alta: «¡Un señor ha venido aquí a ser vendido! ¿Hay algún esclavo entre vosotros que quiera comprarlo?»

Es imposible hacer esclavos a quienes han alcanzado la iluminación, porque son exactamente igual de felices en estado de esclavitud que en estado de libertad.

 

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Un mercader de Bagdad mandó a su sirviente al bazar a hacer un recado, y el hombre regresó lívido y temblando

de miedo. «Amo», le dijo al mercader, «estando en la plaza del mercado, tropecé con un extraño y, cuando le miré a la cara, descubrí que era la Muerte. Me hizo un gesto amenazador y desapareció. Ahora tengo miedo, y te pido, por favor, que me dejes un caballo para ir me inmediatamente a Samarra y poner entre la Muerte y yo la mayor distancia posible”

El mercader, preocupado por su sirviente, le dio su caballo más veloz, y el hombre subió a él y desapareció en un santiamén.

Horas más tarde, el propio mercader se dio una vuelta por el bazar y vio a la Muerte entre la multitud. Entonces se acercó a ella y le dijo: «Esta mañana le hiciste un gesto amenazador a mi pobre sirviente. ¿Qué quisiste decir?»

«No fue ningún gesto amenazador, señor», dijo la Muerte. «Fue un gesto de sorpresa por encontrarme con él en Bagdad.»

«¿y por qué no iba a estar en Bagdad, si es aquí donde vive?»

«Bueno, yo había entendido que tenía que encontrarme con él esta noche en Samarra, ¿comprende?»

La mayoría de las personas tienen tanto miedo a morir que, con tantos esfuerzos como hacen para evitar la muerte, se olvidan de vivir.

 

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Érase una vez un hombre santo que vivía en perpetuo éxtasis, pero al que todo el mundo tenía por loco. Un día, después de haber mendigado un poco de comida en la aldea, se sentó al borde del camino y comenzó a comer. En éstas se le acercó un perro y se quedó mirándolo con avidez. El santo se puso entonces a dar de comer al perro; tomaba él un bocado y le daba otro bocado al perro, como si fueran dos viejos amigos. Al poco tiempo se había reunido en torno a ellos un auténtico gentío para observar tan insólita escena.

Uno de los espectadores comenzó a mofarse del santo y a decir a los demás: «¿Qué puede esperarse de alguien tan loco que no es capaz de distinguir entre un ser humano y un perro?»

y el santo le replicó: «¿De qué te ríes? ¿No ves a Vishnú sentado con Vishnú? Vishnú es el que da de comer, y Vishnú el que recibe la comida. De modo que ¿de qué te ríes, oh Vishnú?»

 

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El Señor Krishna dijo a Arjun: "Tú hablas de mí como de una encarnación de Dios. Pero hoy quiero revelarte algo especial. Sígueme.»

Arjun siguió a Krishna un breve trecho. Luego éste, señalando a un árbol, preguntó: “¿Qué ves allí?»

"Una enorme parra plagada de racimos de uvas», respondió Arjun.

y dijo Krishna: "No son uvas. Acércate más y fíjate bien.»

Cuando Arjun hizo lo que se le había dicho, no podía dar crédito a sus ojos, porque allí, delante de él, vio racimos de Krishnas colgando de Krishna.

Los discípulos preguntaron al Maestro: “¿Cómo será la muerte?»

«Será como si un velo se rasgara en dos. Y diréis asombrados: "¿De modo que eras Tú?""

 

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Hace mucho tiempo, había un rey en la India que tenía un elefante que se volvió loco. El animal iba de aldea en aldea destruyendo cuanto encontraba a su paso, y nadie se atrevía a hacerle frente, porque pertenecía al rey.

Pero, un día, sucedió que un supuesto asceta se disponía a abandonar una aldea, a pesar de que todos sus habitantes le suplicaban que no lo hiciera, porque el elefante había sido visto en el camino y atacaba a todos los que pasaban por él.

El hombre se alegró de la ocasión que se le ofrecía para demostrar su superior sabiduría, porque su guru acababa de enseñarle a ver a Rama en todas las cosas. “¡Oh, pobres e ignorantes locos!», les dijo. «¡No tenéis ni idea de las cosas espirituales! ¿Nunca os han dicho que debemos ver a Rama en todas las personas y en todas las cosas, y que todos los que lo hacen gozarán de la protección de Rama? ¡Dejadme ir! ¡Yo no tengo miedo al elefante!»

La gente pensó que aquel hombre no tenía mucha más idea de lo espiritual que el elefante loco. Pero, como sabían que era inútil discutir con un santón, le dejaron ir. Y apenas había recorrido unos metros del camino, cuando se presentó el elefante y arremetió contra él, lo alzó del suelo por medio de su trompa y lo lanzó contra un árbol. El hombre se puso a dar alaridos de dolor. Afortunadamente para él, aparecieron en aquel crítico momento los soldados del rey, que capturaron al elefante antes de que pudiera acabar con el iluso asceta.

Pasaron unos cuantos meses hasta que el hombre se encontró en condiciones de reanudar sus andanzas. Entonces se fue directamente a ver a su guru y le dijo: «Lo que me enseñaste era falso. Me dijiste que viera en todas las cosas la presencia de Rama. Pues bien, eso fue exactamente lo que hice... iy mira lo que me ocurrió!»

y le dijo el guru: «¡Qué estúpido eres! ¿Por qué no viste a Rama en los habitantes de la aldea que te previnieron contra el elefante?»

 

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Érase una vez un confitero que fabricaba unos dulces en forma de animales y pájaros de diferentes colores y tamaños. Cuando vendía sus dulces a los niños, éstos solían disputar entre sí en términos más o menos parecidos a éstos: «Mi conejo es mejor que tu tigre”.. «Puede que mi ardilla sea más pequeña que tu elefante, pero sabe mejor”... y cosas así.

y el confitero se reía al pensar que los adultos no eran menos ignorantes que los niños cuando pensaban que una persona era mejor que otra.

El que ha alcanzado la iluminación sabe que lo que nos divide es la cultura y las circunstancias, no la naturaleza.

 

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Estaba un pastor apacentando sus ovejas cuando pasó por allí un individuo que le dijo: «¡Hermoso rebaño de ovejas, sí señor! A propósito, ¿puedo hacerle una pregunta?» «Las que usted quiera», dijo el pastor. «¿Cuánto diría usted que andan sus ovejas cada día?», le preguntó. «¿Las blancas o las negras?» «Las blancas». «Bueno, pues las blancas andarán unos seis kilómetros al día” «¿y las negras?» «Las negras también.»

«¿y cuánta hierba diría usted que comen cada día?» «¿Las blancas o las negras?» «Las blancas». «Bueno, pues las blancas comerán unos dos kilos de hierba al día” «¿y las negras?» «Las negras también». «¿y cuánta lana diría usted que dan al año?» «¿Las blancas o las negras?» «Las blancas” «Bueno, pues yo diría que las blancas, cuando llega el momento de esquilarlas, darán unos tres kilos de lana al año” «¿y las negras?» «Las negras también.»

El individuo estaba intrigado: «¿Puedo preguntarle por qué, a cada una de mis preguntas acerca de las ovejas, insiste usted en distinguir las blancas de las negras, si resulta que no se diferencian más que en el color?» «Bueno, verá usted», dijo el pastor, «es que las blancas son mías, ¿comprende?» “¡Ah, ya! ¿y las negras?» «Las negras también.»

El ser humano hace absurdas distinciones en lo que para el Amor es una sola cosa.

 

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Cuenta Plutarco que en cierta ocasión vio Alejandro Magno a Diógenes escudriñando atentamente un montón de huesos humanos.

«¿Qué estás buscando?», preguntó Alejandro.

«Algo que no logro encontrar», respondió el filósofo.

«¿y qué es?»

«La diferencia entre los huesos de tu padre y los de tus esclavos.»

Igualmente indistinguibles son los huesos de los católicos y los de los protestantes, los de los hindúes y los de los musulmanes, los de los árabes y los de los israelitas, los de los rusos y los de los americanos.

y el que ha alcanzado la iluminación no ve la diferencia ni siquiera cuando los huesos están recubiertos de carne.

 

***

 

En una pequeña aldea de la India vivía un tejedor sumamente piadoso. Se pasaba el día pronunciando el nombre de Dios, y la gente se fiaba de él incondicionalmente. Cuando había tejido una suficiente cantidad de tela, acudía al mercado para venderla. Y cuando alguien le preguntaba el precio de una pieza de tela, respondía de este modo: "Por voluntad de Rama, el costo del hilo son treinta y cinco céntimos; la mano de

obra, diez céntimos; y el beneficio, por voluntad de Rama, son cuatro céntimos. De modo que el precio de esta pieza, por voluntad de Rama, es de cuarenta y nueve céntimos.» La gente se fiaba tanto de él que nunca le regateaba un solo céntimo, y todo el mundo pagaba sin rechistar el precio que él pedía.

Pues bien, el tejedor tenía la costumbre de acudir de noche al templo de la aldea para alabar a Dios y cantar la gloria de su nombre. En cierta ocasión, bien avanzada la noche, y mientras él estaba cantando, irrumpió en el templo una cuadrilla de ladrones, los cuales, como necesitaban que alguien les ayudara a transportar lo que habían robado, le dijeron: "Ven con nosotros». El tejedor cargó con el botín sobre su cabeza y los siguió dócilmente. Pero no tardó en perseguirles la policía, y los ladrones salieron huyendo; el tejedor corría con ellos, pero, como era ya un hombre bastante mayor, lo prendieron enseguida y, al ver que llevaba el botín, lo arrestaron y lo encerraron en el calabozo.

A la mañana siguiente fue llevado ante el juez y acusado de robo. Cuando el juez le preguntó si tenía algo que alegar, el tejedor dijo:

«Señoría, por voluntad de Rama, anoche acabé de cenar y, por voluntad de Rama, acudí al templo a cantar sus alabanzas. Fue entonces cuando, de pronto, por voluntad de Rama, irrumpió una cuadrilla de ladrones que, por voluntad de Rama, me invitaron a transportar para ellos su botín. Y pusieron sobre mi cabeza una carga tan pesada que cuando, por voluntad de Rama, nos persiguió la policía, me agarraron enseguida. Entonces, por voluntad de Rama, me arrestaron y me encerraron en el calabozo. y aquí me tiene esta mañana su señoría, por voluntad de Rama.»

El juez dijo a los policías: «Suelten a este hombre. Evidentemente, está como una cabra.»

De regreso en su casa, cuando le preguntaron qué le había ocurrido, el piadoso tejedor respondió: «Por voluntad de Rama, he sido arrestado y juzgado. Y por voluntad de Rama he sido absuelto.»

 

***

 

Érase un rabino que vivía en una aldea de la estepa rusa. Durante veinte años, todas y cada una de las mañanas cruzaba la plaza de la aldea para ir a orar a la sinagoga, y todas y cada una de las mañanas lo observaba un policía que odiaba a los judíos.

Al fin, una mañana, el policía se acercó al rabino y le preguntó adónde iba.

«No lo sé», respondió el rabino.

«¿Qué significa eso de que no lo sabes? Durante los últimos veinte años, te he visto todas las mañanas acudir a esa sinagoga que está al otro lado de la plaza, ¿y ahora vienes con que no lo sabes? ¡Voy a darte una lección, para que te enteres!»

Y, dicho esto, agarró al viejo rabino de la barba y lo condujo así hasta el calabozo. Mientras el policía abría la cerradura de la puerta del calabozo, el rabino, mirándolo maliciosamente, le dijo: «¿Ves ahora lo que quería decir cuando te dije que no lo sabía?»

 

***

 

“¿Qué tiempo cree usted que vamos a tener hoy?», le preguntó un individuo a un pastor en el campo.

“El tiempo que yo quiero», respondió el pastor.

“¿y cómo sabe usted que va a hacer el tiempo que usted quiere?»

“Verá usted, señor: cuando descubrí que no siempre puedo tener lo que quiero, aprendí a querer siempre lo que tengo. Por eso estoy seguro de que va a hacer el tiempo que yo quiero.»

La felicidad y la desdicha dependen de cómo afrontemos los acontecimientos, no de la naturaleza de los acontecimientos en sí.

 

***

 

Una anciana monja se había probado el nuevo hábito y estaba hablando acerca de sus exequias con la Madre Superiora.

«Me gustaría que me enterraran con el hábito antiguo», decía la monja.

«Por supuesto», le dijo la Superiora. «Si usted va a estar más cómoda...»

Cuando el yo ha desaparecido, uno ha muerto... y, al igual que un cadáver, está cómodo con cualquier cosa.

A fin de cuentas, cuando uno se ha empeñado en ahogarse, no insiste en que sus vestidos estén secos para que la cosa resulte más cómoda.

 

***

 

Un cuento hasídico:

Una noche, le fue ordenado en sueños al rabino Isaac que acudiera a la lejana Praga y que, una vez allí, desenterrara un tesoro escondido debajo de un puente que conducía al palacio real. Isaac no se tomó el sueño en serio; pero, al repetirse éste cuatro o cinco veces, acabó decidiéndose a ir en busca del tesoro.

Cuando llegó al puente, descubrió consternado que estaba día y noche fuertemente vigilado por los soldados. Todo lo que podía hacer era contemplar el puente a una cierta distancia. Pero, como acudía allá todas las mañanas, el capitán de la guardia se le acercó un día para averiguar el porqué. El rabino Isaac, a pesar de lo violento que le resultaba confiar su sueño a otra persona, le dijo al capitán toda la verdad, porque le agradó el buen carácter de aquel cristiano. El capitán soltó una enorme carcajada y le dijo: «¡Cielos! ¿Es usted un rabino y se toma los sueños tan en serio? ¡Si yo fuera tan estúpido como para hacer caso a mis sueños, ahora estaría dando vueltas por Polonia! Le contaré un sueño que tuve hace varias noches y que se ha repetido unas cuantas veces: una voz me dijo que fuera a Cracovia y buscara un tesoro en el rincón de la cocina de un tal Isaac, hijo de Ezequiel. ¿No cree usted que sería la mayor estupidez del mundo buscar en Cracovia a un hombre llamado Isaac y a otro llamado Ezequiel, cuando probablemente la mitad de la población masculina de Cracovia responde al nombre de Isaac, y la otra mitad al de Ezequiel?

El rabino estaba atónito. Le dio las gracias al capitán por su consejo, regresó apresuradamente a su casa, cavó en el rincón de su cocina y encontró un tesoro tan abundante que le permitió vivir espléndidamente el resto de sus días.

La búsqueda espiritual es un viaje en el que no hay distancias. De donde estás en este momento, vas adonde has estado siempre. Pasas de la ignorancia al reconocimiento, porque lo único que haces es ver por primera vez lo que siempre has estado mirando.

¿Quién ha oído hablar de un camino que te lleve a ti mismo, o de un método que te convierta en lo que siempre has sido? A fin de cuentas, la espiritualidad es cuestión únicamente de ser lo que realmente eres.

 

***

 

Un joven sentía una obsesiva pasión por la Verdad, de modo que, abandonando a su familia y a sus amigos, se marchó en su busca. Viajó por infinidad de países, navegó por muchos mares, subió innumerables montañas... En suma, pasó todo tipo de dificultades y sufrimientos.

Un día, al despertar, se encontró con que tenía setenta y cinco años y aún no había descubierto la Verdad que tanto había buscado. Entonces, lleno de tristeza, decidió renunciar a dicha búsqueda y regresar a su casa.

El viaje de vuelta le llevó varios meses, porque ya era bastante viejo. Al llegar a su casa, abrió la puerta... y descubrió que la Verdad había estado esperándole allí pacientemente durante todos aquellos años.

Pregunta: ¿Le ayudaron sus andanzas a descubrir la Verdad? Respuesta: No, pero sí le prepararon para reconocerla.

 

***

 

Una turista occidental contemplaba, llena de admiración, el collar de una nativa. “¿De qué está hecho?», le preguntó.

«De dientes de caimán, señora», respondió la nativa.

«¡Ah, ya! Supongo que los dientes de caimán tendrán para ustedes el mismo valor que para nosotros tienen las perlas...»

«¡En absoluto! Una ostra puede abrirla cualquiera.»

Los que han alcanzado la iluminación comprenden que un diamante no es más que una piedra a la que la mente humana ha dado valor.

y que los reyes son l0 grandes o lo pequeños que tu mente decida que sean.

 

***

 

Un joven americano, que había obtenido un empleo en una oficina de la Casa Blanca, acababa de asistir a una recepción ofrecida por el Presidente a todo el personal de la misma. El joven pensó que a su madre la emocionaría recibir una llamada desde la Casa Blanca, y decidió llamarla.

«Mamá», le dijo lleno de orgullo, «hoy es un gran día para mí. ¿Sabes desde dónde te llamo? ¡Desde la Casa Blanca!»

La respuesta que le llegó del otro lado del hilo no fue todo lo entusiasta que él esperaba. Y al final de la conversación, le dijo su madre: «¿Sabes, hijo? También para mí ha sido un gran día.»

«¿De veras? «¿Qué te ha ocurrido?»

«Al fin he conseguido limpiar el desván.»

 

***

 

Los que no han alcanzado la iluminación no logran verse a sí mismos como la causa de todos sus pesares.

Era la hora del almuerzo en la fábrica, y un trabajador abrió su tartera: «¡Oh, no!», exclamó. «¡Otra vez bocadillo de queso!»

y lo mismo se repitió varios días. Entonces, un compañero que le había oído quejarse le dijo: «Si odias tanto los bocadillos de queso, ¿por qué no dices a tu mujer que te ponga otra cosa?»

«Porque no estoy casado. Soy yo quien hace los bocadillos.»

 

***

 

John y Mary se dirigían a casa a altas horas de la noche. «Tengo un miedo espantoso, John», dijo Mary.

«¿y de qué tienes miedo?»

«De que puedas intentar besarme.»

«¿y cómo voy a besarte si llevo un cubo en cada mano y una gallina debajo de cada brazo?»

«Tengo miedo de que puedas poner una gallina en el suelo debajo de cada cubo y luego me beses.»

Con más frecuencia de lo que crees, lo que la gente te hace es lo que tú le has pedido.

 

***

 

Dos soldados, en el norte de la India, regresaban a su casa en un «rickshaw» cuando, delante de ellos, vieron a dos marineros en otro «rickshaw”

En un abrir y cerrar de ojos, la rivalidad entre la marina y el ejército se tradujo en una carrera en la que el conductor del «rickshaw» de los soldados enseguida tomó la

delantera.

Los soldados estaban ya saboreando su triunfo cuando, de pronto, vieron asombrados cómo sus rivales les adelantaban como una exhalación. Pero aún les asombró más ver cómo el conductor, sentado en el asiento de los pasajeros, animaba vehementemente a uno de los marineros, que había ocupado su lugar.

Los que han alcanzado la iluminación prefieren sentirse satisfechos, más que victoriosos.

 

***

 

Dos hombres se hallaban dispuestos para librar un duelo a pistola, para lo cual se había despejado el centro del salón. Uno de ellos, un tipo diminuto y escuálido, era un tirador profesional; el otro, un sujeto enormemente fornido, se puso a protestar: «¡Un momento! ¡Esto no es justo, porque él tiene que apuntar a un blanco mayor que el mío!»

Al otro se le ocurrió enseguida una idea. Volviéndose hacia el propietario del salón, le dijo: «Mande dibujar con tiza la silueta de un hombre de mi tamaño en el cuerpo de mi adversario. Cualquier bala que no entre dentro de la silueta no valdrá.»

Los que han alcanzado la iluminación se preocupan más de vivir que de vencer.

 

***

 

Los que no han alcanzado la iluminación venderían su alma para demostrar que tienen razón.

«Antes de salir, ayer por la tarde, aposté con mi mujer diez dólares a que regresaría antes de medianoche.»

«¿y qué pasó?»

«Que la dejé ganar.»

 

***

 

Un signo inequívoco de haber alcanzado la iluminación es no preocuparse ya de lo que la gente pueda pensar o decir.

Una fábrica de muebles envió la siguiente nota a uno de sus clientes:

«Estimado Mr. Jones:

¿Qué pensarían sus vecinos si tuviéramos que enviar un camión a su casa de usted para recoger los muebles que aún no se ha dignado usted pagar?»

y la respuesta no tardó en llegar:

«Muy señor mío:

He hablado del asunto con mis vecinos para averiguar lo que pensaban. Y todos ellos opinan que sería un truco muy sucio, propio de una compañía mediocre y rastrera.»

 

***

 

Desde niño, un hombre había tomado la decisión de que nunca se contentaría con nada que no fuera lo mejor. Esta decisión le había ayudado a alcanzar el éxito y la riqueza, y ahora tenía medios para procurarse verdaderamente lo mejor.

Pues bien, resulta que se vio aquejado de un fuerte ataque de amigdalitis, que en realidad podría haber sido perfectamente tratado por cualquier cirujano mínimamente cualificado. Pero, convencido como estaba de su propia importancia y acuciado por su obsesión de procurarse lo mejor que la ciencia médica pudiera ofrecerle, comenzó a ir de ciudad en ciudad y de país en país, en busca del mejor cirujano del mundo.

Cada vez que le hablaban de un cirujano especialmente competente, le asaltaba el temor de que posiblemente hubiera alguien aún mejor.

Un día, sin embargo, su infección de garganta se agravó de tal manera que se hizo urgentemente necesaria una intervención, porque su vida corría peligro. Pero el hombre se encontraba en estado semi-comatoso en una remota aldea donde la única persona que había empleado un cuchillo con una criatura viva era el carnicero del lugar.

De hecho, era un carnicero muy competente, y puso manos a la obra con entusiasmo; pero, cuando tropezó con las amígdalas de aquel hombre, no supo en absoluto qué era lo que tenía que hacer con ellas. Y mientras lo consultaba con otras personas que sabían tan poco como él, el pobre paciente, para quien sólo lo mejor era bueno, murió desangrado.

 

***

 

Un león fue capturado y encerrado en un campo de concentración, donde, para su sorpresa, se encontró con otros leones que llevaban allí muchos años (algunos incluso toda su vida, porque habían nacido en cautividad). El león no tardó en familiarizarse con las actividades sociales de los restantes leones del campo, los cuales estaban asociados en distintos grupos. Un grupo era el de los "socializantes"; otro, el del mundo del espectáculo; incluso había un grupo cultural, cuyo objetivo era preservar cuidadosamente las costumbres, la tradición y la historia de la época en que los leones eran libres; había también grupos religiosos, que solían reunirse para entonar conmovedoras canciones acerca de una futura selva en la que no habría vallas ni cercas de ningún tipo; otros grupos atraían a los que tenían temperamento literario y artístico; y había, finalmente, revolucionarios que se dedicaban a conspirar contra sus captores o contra otros grupos revolucionarios. De vez en cuando estallaba una revolución, y un determinado grupo era eliminado por otro, o resultaban muertos los guardianes del campo y reemplazados por otros guardianes.

Mientras lo observaba todo, el recién llegado reparó en la presencia de un león que parecía estar siempre profundamente dormido, un solitario no perteneciente a ningún grupo y ostensiblemente ajeno a todos. Había en él algo extraño que concitaba, por una parte, la admiración y, por otra, la hostilidad general, porque su presencia infundía temor e incertidumbre. «No te unas a ningún grupo», le dijo al recién llegado. «Esos pobres locos se ocupan de todo menos de lo esencial."

«¿y qué es lo esencial?», preguntó el recién llegado.“

«Estudiar la naturaleza de la cerca.»

¡Ninguna otra cosa, absolutamente ninguna, importa!

 

***

 

La condición humana queda perfectamente reflejada en el caso de aquel pobre borracho que, a altas horas de la noche, estaba fuera del parque golpeando la verja y gritando: «¡Dejadme salir!»

Son únicamente tus ilusiones las que te impiden ver que eres -y has sido siempre- libre.

 

***

 

Un factor fundamental para alcanzar la libertad es el conocimiento ocasionado por la adversidad.

Un hombre, completamente perdido en el desierto, desesperaba de poder encontrar agua. A duras penas fue remontando una duna tras otra, mirando desde arriba en todas las direcciones con la esperanza de divisar en alguna parte una corriente de agua. Pero todo fue inútil.

Mientras avanzaba tambaleándose, tropezó con el pie en un arbusto seco y cayó al suelo. Y allí se quedó, sin fuerzas siquiera para ponerse en pie y sin el menor deseo de seguir luchando, desesperado de poder sobrevivir a aquella pesadilla.

Tendido en la arena, derrotado y abatido, de pronto fue consciente del silencio del desierto. Por todas partes reinaba una majestuosa tranquilidad que no se veía perturbada por el más mínimo sonido. Intuitivamente, alzó su cabeza. Había oído algo. Algo tan tenue que sólo el oído más agudo y el más profundo silencio podían llevar a detectar: el sonido del agua cuando fluye.

Alentado por la esperanza que aquel sonido había despertado en él, se levantó y no dejó de andar hasta que llegó a un arroyo de limpias y refrescantes aguas.

 

***

 

No hay otro mundo más que éste. Pero hay dos formas de mirarlo.

En la antigua India había un rey, llamado Janaka, que además era un sabio. Un día, estaba Janaka durmiendo la siesta en su cama cubierta de flores, mientras sus sirvientes le abanicaban y sus soldados montaban guardia ante su puerta. Cuando estaba quedándose dormido, tuvo un sueño en el que un rey vecino le derrotaba en una batalla, le hacía prisionero y le torturaba. En el momento en que la tortura iba a comenzar, Janaka se despertó sobresaltado y se vio en su lecho de flores, con los sirvientes abanicándole y los soldados haciendo guardia.

Volvió a quedarse dormido y a tener el mismo sueño, y nuevamente se despertó y comprobó que estaba confortablemente a salvo en su palacio.

Entonces comenzó un pensamiento a rondar insistentemente la cabeza de Janaka: mientras estaba dormido, el mundo de sus sueños le había parecido perfectamente real; y ahora que estaba despierto, le parecía igualmente real el mundo de los sentidos. Quería saber cuál de aquellos dos mundos era el verdaderamente real.

Ninguno de los filósofos, sabios y videntes a los que consultó fue capaz de darle una respuesta. Y estuvo muchos años buscándola inútilmente, hasta que un día llamó a la puerta de su palacio un hombre llamado «Ashtavakra», que significa «totalmente deforme», o «encorvado», y que precisamente llevaba ese nombre porque era así de nacimiento.

Al principio, el rey era un tanto reacio a tomarse en serio a aquel hombre: «¿Cómo puede un hombre tan deforme como tú poseer la sabiduría que les ha sido negada a mis videntes y a mis sabios?», le preguntó.

«Desde mi más tierna infancia», le replicó Ashtavakra, «se me han cerrado todos los caminos; por eso he seguido ávidamente la senda de la sabiduría.»

«Habla, pues», dijo el rey.

y he aquí lo que dijo Ashtavakra: «Oh rey, ni el estado de vigilia ni el estado de sueño son reales. Cuando estás despierto, el mundo de los sueños no existe; y cuando duermes, lo que no existe es el mundo de los sentidos. Por eso ninguno de ellos es real.»

«Pero, si tanto el estado de vigilia como el estado de sueño son irreales, entonces ¿qué es real?», preguntó el rey.

 

***

 

«Hay un estado además de esos dos. Descúbrelo. Es el único real.»

Los que no han alcanzado la iluminación se consideran despiertos y, en su locura, llaman buenas a unas personas y malas a otras, alegres a unos acontecimientos y tristes a otros.

Los verdaderamente despiertos ya no están a merced de la vida y la muerte, del crecimiento y la decadencia, del éxito y el fracaso, de la pobreza y la riqueza, del honor y el deshonor. Para ellos, ni siquiera el hambre, la sed, el calor y el frío, que experimentan como algo transitorio en el río de la vida, duran indefinidamente. Han llegado a darse cuenta de que nunca es necesario cambiar lo que ven, sino tan sólo la forma en que lo ven.

y así llegan a asumir la cualidad del agua, que es suave y manejable y, a la vez, de una fuerza irresistible: que no se esfuerza y, sin embargo, beneficia a todos los seres. Gracias a su acción desinteresada, otros son transformados; gracias a su desprendimiento, el mundo entero prospera; gracias a su ausencia de codicia, otros no sufren daño alguno.

El agua es extraída del río para regar los campos. Al agua le da absolutamente lo mismo estar presente en el río o en los campos. Así es como los que han alcanzado la iluminación actúan y viven apacible e intensamente de acuerdo con su destino.

Son ellos los únicos que se convierten en los enemigos implacables de la sociedad, la cual odia la flexibilidad y ama la reglamentación, el orden y la rutina, la ortodoxia y la conformidad.

 

***

 

Mamiya llegó a ser un celebérrimo Maestro Zen, pero para ello tuvo que aprender el Zen con mucho esfuerzo. Cuando era discípulo, su Maestro le pidió que explicara el sonido del aplauso con una sola mano.

Mamiya se entregó a ello con toda su alma, ayunando y robando horas al sueño para dar con la respuesta correcta. Pero su Maestro nunca quedaba satisfecho. Un día llegó incluso a decirle: «No trabajas lo suficiente. Te gusta demasiado la vida cómoda y estás demasiado apegado a las cosas placenteras de la vida; incluso demasiado apegado al deseo de dar con la respuesta lo antes posible. Más te valdría morirte.»

La siguiente vez que Mamiya se vio delante del Maestro, hizo algo espectacular: cuando el Maestro le pidió que explicara el sonido del aplauso con una sola mano, él cayó al suelo y se quedó inmóvil, como si hubiera muerto.

El Maestro le dijo: «Muy bien. De modo que te has muerto... Pero ¿qué me dices del sonido del aplauso con una sola mano?»

Abriendo sus ojos, Mamiya respondió: «Hasta ahora me ha sido imposible resolverlo.»

y el Maestro estalló furioso.: «¡Insensato! ¡Los muertos no hablan! ¡Fuera de aquí!»

Tal vez no hayas alcanzado la iluminación, pero al menos ¡podrías ser consecuente!

 

***

 

Anand era el más fiel de los discípulos de Buda. Años después de que Buda muriera, se proyectó celebrar un Gran Consejo de la Iluminación, y uno de los discípulos fue a decírselo a Anand.

Pero para entonces Anand no había alcanzado aún la iluminación, aunque se había esforzado durante años. De modo que no tenía derecho a asistir.

El día anterior a la inauguración del Consejo, Anand tomó la decisión de ejercitarse durante toda la noche y no cejar hasta haber alcanzado la iluminación. Pero lo único que consiguió fue quedar exhausto, sin haber hecho el más mínimo progreso a pesar de todos sus esfuerzos.

Por eso, al amanecer decidió renunciar y concederse un descanso. En aquel estado, perdida toda ansia, incluida el ansia de la iluminación, recostó su cabeza sobre la almohada... ¡y de pronto alcanzó la iluminación!

Le dijo el río al buscador: “¿Crees realmente que hay que inquietarse por la iluminación? Por muchas vueltas que dé, yo siempre estoy rumbo a mi origen.»

 

 

publicado por angelteprotege a las 23:44 · 5 Comentarios  ·  Recomendar
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Comentarios (5) ·  Enviar comentario
Muchisimas gracias por este regalo , saben hace años que buscaba este libro y hoy lo encontre en su pagina muchisimas gracias y sean siempre generosos para entregar un libro con tanto contenido espeiritual como este . Soy maestra y utilizare mas de una de las historias que aqui aparecen para el crecimiento espiritual de mis alumnos.
publicado por Mariela Proboste Quintana, el 09.06.2010 01:04
GRACIAS,
En nombre de todos y todas.
Fuerza y Sonrsas en su camino !
Abrazo desde PIURA, PERU.
publicado por Grupo de Estudios UNIVERDAD, el 15.10.2010 12:12
Mucha gracias estoy muy agradecida por haber podido encontrar este libro de gran contenido de sabiduria y espiritualidad.
publicado por Ysabel Machaca, el 09.11.2011 16:52
soy estudiante de cole y queria dar gracias por darnos una gran ayuda a los que no contamos con tan buena economia gracias de veritas
publicado por peterete, el 21.03.2012 20:48
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publicado por JUAN, el 29.06.2018 10:26
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